jueves, 11 de febrero de 2010

Ticket de aparcamiento en el Eurostars : 7,80 euros.

Le digo mi número de socio a la azafata y al instante saca de una montaña de cajas la mía. Me siento como si estuviera recogiendo el abrigo del guardarropa de un restaurante de lujo. La caja es grande y en la parte de arriba, sobre un fondo plateado, se ve una fotografía del Real Madrid de 1984. La azafata mantiene intacta su amplia, limpia y profesional sonrisa para indicarme que la relación entre ella y yo se termina en ese momento.

Me llevo su sonrisa y la caja a la sala que el Real Madrid ha dispuesto para la entrega de insignias en el hotel Eurostars. Todo está lleno de madridistas con solera, con sustancia : somos como pastillas de Avecrem capaces de volver blanco cualquier guiso en el que se nos eche. Por encima de nosotros se va condensando la historia del Madrid como la nata sobre leche hirviendo. Con la rapidez con la que en las imágenes de los partes meteorológicos se anuncia la llegada de unas nubes, sobre nuestras cabezas se van mezclando jugadores, goles, titulares y copas .

La sala está decorada con grandes fotografías de jugadores del Madrid, cada una con una palabra en la parte superior. El local es una mezcla de clase infantil y salón de bodas en el que me encuentro a gusto e inquieto a la vez, igual que viendo jugar al equipo. Me siento con mi hermano en la zona que nos han reservado a los que cumplimos veinticinco años como socios. Mi hermano tiene dos años menos que yo pero es mucho más joven. Como entre hermanos no puede haber envidia, dejo la descripción en blanco a la espera de que aparezca la palabra apropiada para definir lo que siento al verle.

En lo que empieza la ceremonia, abro la caja. Uno descubre que va cumpliendo años porque la ilusión al abrir un regalo cada vez es menor, como si ya se supiera lo difícil que es hacer coincidir el deseo indefinido del que recibe con la duda persistente del que da. Dentro hay una réplica de mi carné, un diploma acreditando los veinticinco años como socio y una pequeña caja azul que podría esconder un anillo para renovar el enlace entre el Madrid y yo. No sería extraña esa confirmación ahora que se hace socio a un hijo antes de reconocerle un país o una religión, como si lo de pertenecer a un club de fútbol fuera la más sólida de las opciones. En vez de un anillo, me encuentro con una insignia plateada del escudo del Madrid.

-Bueno, no está mal para llevar veinticinco años.

Es la voz de mi padre, en la que no sé si hay cierto sarcasmo. Si se ve “A dos metros bajo tierra” y “Dexter”, no es nada extraño que, en una reunión de madridistas uno acabe hablando con su padre. Al fin y al cabo, él nos hizo socios. Supongo que mi hermano, en su cabeza, también tendrá su particular charla con él.

-Dentro de otros veinticinco años os podréis sentar unas sillas más adelante y os darán la de oro, como a mí.
-No pareces darle mucha valor.
-Di Stefano sigue igual – me dice. Parece que el humor de mi padre se hubiera vuelto más leve, más inglés.

Poco a poco han ido llegando los representantes oficiales del Madrid a la zona elevada que hay al fondo de la sala. A un lado están los socios a los que se les va a entregar en mano la insignia por sus sesenta años en el Madrid y al otro antiguos jugadores, entre los que destaca Di Stefano. La ceremonia es una mezcla de reunión de consejo de administración revisando goles en vez de cifras, de partida de bingo en la que los números fueran sustituidos por nombres, de boda masiva y de congreso para motivar a los vendedores. Creo que esto debería ser algo entre los socios de sesenta años y Di Stefano, una reunión íntima en la que pudieran hablar entre ellos en vez de disponer del instante para la foto y las palabras rápidas, como las que se dicen desde el tren que parte de la estación.

No logro ser parte de la celebración y cuando ya empiezan a pasar los camareros con copas de vino le pido a Butragueño su firma en la caja por seguir con el rito. Quizás mi problema esté en que, más que madridista, he sido seguidor de determinados jugadores. La tarde habría sido distinta si, claro, el Zidane que aparece en la foto que hay detrás de las nueve Copas de Europa estuviera ahora ahí, charlando con nosotros y cogiendo aperitivos de esas camareras que te dan las gracias cada vez que aceptas un canapé de salmón, como si compitieran entre ellas para ver la que vuelve antes a la cocina con la bandeja vacía.

Es entonces cuando el inconsciente, que disfruta cortando una pata cuando ve la mesa nivelada, hace unos cálculos en su cocina. Me deja el resultado en la zona de los platos ya listos para servir y no se mueve de ahí para ver mi reacción. En el 2004 Zidane jugaba en el Madrid, por lo que cuando mis hijos recojan sus insignias de plata, Zidane aparecerá en sus cajas y es posible que se puedan hacer con él las fotos que yo ahora me limito a imaginar. Siento una envidia oscura, densa, de la peor rama de la familia de las envidias, por mis propios hijos. Una envidia que deja de serlo para convertirse en otra cosa, terrible y amenazante, como un pez abisal, para la que tampoco tengo nombre.

Todo se desarrolla como uno lo esperaba. A las dos horas de empezar la entrega, hay más camareros con bandejas que socios. Es el momento de marcharse y se lo digo a mi hermano, al que, viendo lo que disfruta comiendo, las camareras le persiguen como abuelas que desearan verle bien alimentado.

Conforme vamos bajando en el ascensor, se va disolviendo la historia, la nubes se disipan y hasta la sonrisa de la azafata desaparece como una medusa al sol. Meto el ticket en la máquina y en ese momento me doy cuenta de que no tengo billetes. Mi hermano y yo buscamos monedas en nuestros bolsillos y las contamos cuidadosamente, como si así la cantidad final fuera mayor.

-Si no os llega, podéis intentar meter la insignia – me sugiere mi padre.

Me entran ganas de preguntarle si para él no hay nada sagrado, pero temo su respuesta, así que me quedo callado. Como madridista, uno aprende a distanciarse de las cosas y a verlas con cierta ironía. Sólo los fanáticos se pueden tomar todo esto muy en serio.

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