domingo, 29 de noviembre de 2009

Barra de pan : 60 céntimos

Son las siete y estoy tomándome un cortado en una cafetería-pastelería, sentado en una silla alta junto a un amplio ventanal. Hace quince minutos que ha terminado la reunión que María y yo hemos tenido en el colegio con la profesora de Lucía. María se ha ido a casa y yo dejo pasar el tiempo antes de ir a recoger a los enanos, que esta tarde están con mi madre.

Aprovecho momentos como éste para pensar en cuestiones básicas que uno siempre deja para más tarde. Frente a un cortado, rodeado por el buen ambiente de la cafetería, vuelvo a una que se me resiste desde hace tiempo, la de intentar ser consciente del tiempo geológico del Universo. Todo empezó hace trece mil millones de años, lo que es fácil de recordar. Lo difícil es tratar de asimilar ese tiempo y de establecer una relación con él, pero es como mirar desde el suelo un rascacielos que se pierde entre las nubes.

No, no es fácil. Suponiendo que uno se tome cuatro cortados cada día, tendría que beberme unos ocho billones de cafés para ver cómo el Big Bang se convierte en esa mujer que ha aparcado el coche fuera y entra para comprar una barra de pan.

-Sesenta céntimos.

Viendo a la mujer, elegante, como si fuera a la fiesta de presentación de una revista de moda, uno piensa que, sin duda, la evolución tiene muy claro hacia dónde se dirige. Ahí le doy la razón a Eugene Chudnovsky. Pero si me giro y me fijo en los cuatro hombres con pantalones azules de obra y camisetas manchadas que sonríen a la vez a la camarera que se les acerca, puedo entender la visión opuesta sobre el fin de la evolución, representada por Stephen Jay Gould.

-¿Qué os pongo? - les pregunta la camarera.
-Unas cervezas.

La camarera es alta, morena, con el pelo recogido en una coleta larga y un cuerpo que manda indudables señales de su fertilidad a todas las capas del cerebro de un hombre. Noto cómo el mío se agita dentro de mi cabeza como un sonajero en la mano de un bebé. Desde el núcleo más primitivo al más evolucionado, la imagen de la camarera es arrastrada como un cantante llevado por las manos de sus fans. Cuando llega al presente, la coloco detrás de la barra, con cuidado.

-Pues unas cervezas.

Además de los obreros y de la camarera, en la cafetería hay dos mujeres charlando, con los hijos de una de ellas merendado a su lado, y una veinteañera que escribe en su portátil. La escritora se fija en mí y me imagino formando parte de su blog. Los historiadores del futuro van a tener tanta información que tendrán que dedicar varias tesis a cualquiera de nosotros. Pensando en ese historiador al que serviré como motivo de su doctorado, vuelvo a este momento para darle más información.

Es la hora en la que la gente, de vuelta a casa, para a comprar el pan. Supongo que después de un día frente a una pantalla, moviendo cifras de un sitio a otro, uno necesita algo que le recuerde que tiene cinco sentidos. La barra de pan los va estimulando uno a uno. El primero es su olor al acercarse a la zona de la pastelería, después la vista al verlas colocadas una encima de otra, los sigue el tacto al recibirla en su estrecha bolsa de papel negro, el sonido al apretarla y escuchar cómo cruje y, camino del coche, el sabor al meterse un trozo en la boca. Se cree uno que se lleva el pan para rebañar la salsa de tomate del bacalao, pero en realidad se trata de una exigencia silenciosa de la parte más animal del cerebro, que sólo así parece relajarse. La gente que no come pan se ve haciendo cosas más drásticas, como lanzarse atada desde un puente o escuchar las canciones de Rammstein en el iPod hasta dejar los tímpanos como pan rallado.

Viendo a todos los que entran a por su barra, pienso que éste podría ser un buen negocio. Intento calcular cuántas barras de pan hacen falta para mantener un local así y pagar a la camarera, pero vuelvo a perderme. Presto atención a cómo aparca la gente su coche antes de entrar. Justo delante de la cafetería hay un hueco, pero nadie se toma la molestia de dejar bien el coche. El de un cuatro por cuatro lo sube a la acera y pone las luces de emergencia.

-¿Lo ves? - me dice Jay Gould.

Me molestan los tipos como éste, que viven como si lo que ven fuera lo único real. Prefiero a los que, como los albañiles de la barra, se asoman todo lo que pueden porque saben que lo real suele ocultarse. El dependiente que vende el pan le ofrece una napolitanita a la camarera.

-No, que engordo y si engordo no me quieren.

Los cuatro albañiles la animan a que se coma la napolitanita y yo mismo, mentalmente, me uno a su petición. La camarera se niega y es el panadero el que acaba llevándose una a la boca, lo que ya no nos permite verla chuparse los dedos pringosos. Pero sí imaginarla.

Miro la hora y me termino el café sabiendo qué es lo que pone en sus posos : ha llegado la hora de recoger a los enanos.

Con la crisis se han cerrado cuarenta mil pequeños negocios como éste, unos cien diarios. En economía la evolución sigue el curso tramposo de los que mandan mientras el Gobierno, encima de las nubes, crea planes de economía sostenible cambiando motores por velas. Para que la chica del portátil continúe escribiendo, y los albañiles tomándose su cerveza y las mujeres charlando y el hombre del pan comiéndose sus napolitanas, busco una moneda de un euro en el bolsillo y compro una barra de pan. Sigo sin saber nada del tiempo geológico, ni si la evolución tiene un propósito o no, pero esta noche, estoy seguro, voy a preparar unos buenos montados de jamón.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Cartón de leche con Omega 3 : 1,24 euros.

Salgo tarde del trabajo y cuando llego a casa los enanos, con el pijama ya puesto, están cenando conejo en el salón. El conejo lo ha traído está tarde mi suegra en un tupper que veo en la cocina. Los abuelos recogen a los enanos y les dan de cenar, los profesores les educan y a los padres nos queda muy poco tiempo para hacer de padres. Somos como el jugador al que el entrenador saca al campo cuando sólo quedan diez minutos de partido y el marcador muestra una diferencia de tres goles.

-Gracias míster.
-Lo hago para que el público pueda ovacionar al que sale. No te engañes.

Y no me engaño. Abro la nevera y comprendo la frase de que quien siembra vientos cosecha tempestades porque lo único que hay dentro es el aire frío que noto en la cara. Cojo un cartón de leche, cinco galletas, y me siento en la mesa de la cocina, que la asistenta ha dejado impecable.

Mientras mojo la primera galleta, tratando de conseguir que se quede blanda, pero no tanto como para que se me rompa al sacarla del vaso, me entretengo leyendo el cartón de leche. El cerebro es como un perro inquieto al que hay que lanzarle una pelota para que se distraiga con ella y yo le ofrezco lo que dice el cartón para que me deje un rato en paz. “Bebida láctea elaborada con leche desnatada, Ácidos Grasos Omega 3 (EPA y DHA), Ácido Oleico y Vitamina E”. Y el cerebro mueve la cola y se lanza a por la frase para traérmela corriendo.

En lo que va y viene, tengo tiempo para relajarme un poco. Quizás podría haberme servido una copa de vino, pero no pega con las galletas, a menos que uno sea muy creyente, y, además, conviene dejar descansar al hígado un poco. Son tantos los vinos que le he hecho depurar que es posible que en el próximo análisis en vez de cifras salga un mapa con los principales pueblos de la Ribera del Duero. Es curioso eso de tener un hígado que ha viajado más que uno.

-También he estado en California, y en Argentina, en Chile, en Australia, en Sudáfrica.
-Eres mi órgano más internacional.
-Mi trabajo me cuesta.

Ahora mismo, por ejemplo, veo un Monagos de Pago de Vicario en la encimera. Prometía más de lo que al final ofrece y quizás por eso ahora esté con el vaso de leche, no nos engañemos. La primera galleta se me rompe, pero con la segunda logro el equilibrio perfecto y la deshago suavemente en la boca con la lengua. El cerebro ya está de vuelta con los problemas del día atados como latas vacías a su cola. Sigo leyendo. “Puleva Omega 3 ha demostrado científicamente que te ayuda a reducir los niveles de colesterol y triglicéridos y por ello a mantener tus arterias y tu corazón sanos. Toma dos vasos diarios y lo notarás a partir del primer mes”. Enrollo las frases sobre sí mismas como si fueran un canutillo y lo lanzo otra vez lejos de mí.

Cenar un vaso de leche con galletas no sólo es pobre en lo gastronómico, sino en lo literario. Intento recordar a algún escritor que creara una gran obra bebiendo leche con Omega 3 y no se me ocurre ninguno, quizás porque mi cerebro anda lejos y todavía no ha vuelto. Para centrarme en lo literario debería estar ahora con un whisky.

-¿Qué whisky te servirías?

Es la voz de Umbral, que resuena en mi cabeza, ahora que tiene espacio para este tipo de manifestaciones. Qué sorpresa recibir la visita del maestro en este momento.

-Es lo que pasa, mayormente, cuando te dedicas a leer mis memorias eróticas en el metro.
-No es mal sitio. Gualberta también leía en el metro.
-¡Ah! Esa te sacaba en un cuarto de hora todo lo que uno llevara dentro de virilidad y de lujuria. ¿Y entonces?
-¿Qué?
-Lo del whisky.
-Pues no sé.
-Mi consejo es que, para trabajar, te sirvas Johnnie Walker. ¿Qué estás bebiendo ahora?
-Puleva Omega3.

En ese momento el maestro, lógicamente, desaparece. Mojo la tercera galleta y me digo que es una pena que no me guste el conejo. Dos galletas más y vuelvo al salón. Ahora disfruto de la luz blanca brillando en todos los bordes metálicos que hay en la cocina. Este orden me relaja. Me pregunto si este orden genera endorfinas. Llevo unos días haciéndome esa pregunta con todo lo que me rodea.

-Es lo que pasa, mayormente, cuando te dedicas a leer mis memorias científicas en el metro.

El que habla ahora es Eduardo Punset, al que leí antes que Umbral. Las endorfinas son los opiáceos propios del cerebro, que se crean ante estímulos como la comida o el sexo.

-Gualberta sí que generaba endorfinas. Yo creo que hasta se hacía porros con ellas.
-Calla, Umbral.

No sé si es buena idea juntar a Punset y Umbral, que ha vuelto al mencionarse lo del sexo. La cosa no llega a mayores porque el cerebro regresa y dejo que se meta de nuevo en su caseta. Quizás tanta lectura no sea buena, pero es que el metro es un gran sitio para leer. Creo que cuanto mayor sean el ruido y las obras en la superficie de Madrid, más se bajará al metro para leer, sin importar el destino.

Mojo la cuarta galleta y me pregunto si pronto crearán un producto especial para mojar tu galleta, limpiar las cañerías, quitar las manchas de vino, reducir la placa bacteriana, dejar tus metales como nuevos, y lubricar el motor de tu coche y tus endorfinas. Le hago la pregunta al cerebro, pero está tan cansado que ni se acerca a olerla.

Muerdo la quinta galleta y me preparo para saltar al campo. El míster me mira como tratando de decirme algo que me anime a jugar estos últimos diez minutos. Le doy unos golpecitos en el hombro para indicarle que no se preocupe, que uno ya sabe qué es lo que tiene que hacer. Aunque sea bajo los influjos del Omega 3, se me ha ocurrido algo que escribir y esa idea, que se agita con fuerza como un pequeño pez encerrado entre las manos, me da energía.

Daniel vuelve a reírse con otra tontería de Patricio y me digo que es el momento de salir de nuevo al conejo, a Bob Esponja, a la cena que avanza despacio y a las preguntas sobre el día.

-Presta atención al detalle – me dice finalmente el míster, tomando una frase prestada de Punset.

Dejo el cartón de leche en la nevera, enjuago el vaso y me pregunto qué efectos notaré con el Omega 3 dentro de un mes.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Camiseta de Marillion : 16 euros.

Entrar en el Hotel Auditórium es como meterse en un cuadro de Dalí. Hay un gran coche rojo con las puertas abiertas en la entrada, una inmensa lámpara de cristal en el techo, un pianista con perilla que toca en un bar en el que no hay nadie, estatuas blancas en los pasillos, colecciones de platos dorados en vitrinas, tapices colgados de las paredes y varias salas con nombres como Baden-Baden o Stuttgart.

Después de pensar en Dalí me doy cuenta de que bien puedo estar metido dentro de mi propia cabeza, lo que me parece una forma diferente de pasar un viernes por la noche. Unos se dan una vuelta por un centro comercial y yo estoy aquí, con María, viéndome por dentro como el que se pasea por un rastrillo de antigüedades.

-Hasta en tu cabeza acumulas trastos – me dice María.

Y con razón. Es un sitio curioso la cabeza. Caminamos por un pasillo y llegamos a una de las puertas por las que se entra en el auditorio. Me gusta que dentro de este hotel se me haya ocurrido la idea de montar un auditorio. Suena a capricho de rico, pero resulta práctico.

-¿Y a quién consigues traer al auditorio de un hotel que está fuera de Madrid?
-Pues a Marillion – le digo.

Es una respuesta que suelto sin pensar, pero si he sido capaz de crear el auditorio, ¿por qué no traer a Marillion aquí?. Sería lo lógico con un grupo al que llevo siguiendo casi veinticinco años, desde que sacaron el “Misplaced Chilhood”, en 1985. Les he visto en la sala Jácara, en la Canciller, en la Macumba y ahora aquí.

-A la Jácara iba yo cuando tenía quince años. En la sesión de las siete a las diez – me comenta María.

Como está dentro de mi cabeza se entretiene viendo lo que pienso.

-Por pasar el tiempo. Tampoco es tan entretenido.
-Pues esto si te lo va a parecer.

Igual que un mago seguro de sus trucos, le pido a María que abra su bolso y me diga qué hay dentro.

-Dos entradas – me dice, sorprendida.

Lo bueno de crear tu propia realidad es que pasan cosas como ésta. María parece dudar de la validez de las entradas, pero la chica de la puerta les corta una esquina y nos deja pasar.

Mientras espero para comprarme una camiseta de la gira, me fijo en la gente que ha venido al concierto. La media de edad supera los cuarenta y es ese tipo de profesional que aparece cenando en un restaurante de moda en una película de Woody Allen. No me extraña que me haya salido un público así porque también me gusta Woody Allen.

-No le pongas de telonero – me aconseja María.

No es mala idea, pero antes traería a Regina Spektor, Tori Amos, Ana Laan o Madeleine Peiroux, que esta noche toca en el Circo Price, como si a todos les hubiera dado hoy por dar conciertos en sitios raros. Debe ser que como dudo, no me doy tiempo para crear un telonero y a las nueve, como me he dicho a mí mismo en las entradas, sale al escenario Marillion.

El nombre de la gira es “Less is more”, que suena a mantra ecologista pero que al grupo le sirve como excusa para dar un concierto acústico. A mí me resulta cómodo porque me los imagino como están ahora, sentados y haciendo versiones de temas conocidos, por lo que no tengo que improvisar sobre la marcha nada nuevo. Basta verles salir al escenario para descubrir que el tiempo pasa, fuera y dentro de la cabeza de cada uno. La media de edad del grupo es de cincuenta años, pero con escucharles ya en el primer tema uno se da cuenta de que estos han cambiado juventud por experiencia, lo que no es mal trueque, habiendo tantos que cambian la juventud por nada.

Al terminar la primera canción descubro que el Steve Hogarth de esta noche me ha salido charlatán y respondón.

-What a fucking place is this? – Me dice.

Reconozco que el auditorio parece pensado para celebrar una convención de vendedores de impresoras, pero es lo que hay. El sonido no está mal y no hay goteras, aunque el juego de luces recuerda al de una discoteca de pueblo, tengo que admitirlo. Eso no lo he trabajado bastante. Por un momento temo que a Steve no le guste el sitio y acabe marchándose, obligándome a abandonar mi cabeza por la puerta del hotel, pero se le ve de buen humor. Lo bueno de tener cincuenta años es que siempre has tocado en un sitio peor.

El grupo suena bien, con ganas. Como siento debilidad por Steve Rothery, el guitarrista, le coloco al frente y le hago cambiar de guitarra varias veces para escuchar sus solos. Un poco desorientado en la música actual, en la que ya no existen muchos solos así, Steve Rothery hace que me sienta como el viajero perdido en Mongolia que logra que alguien le entienda.

Steve Hogarth presenta cada tema con una historia en un inglés que se entiende muy bien. Podría haberle doblado pero eso sería como dar un puñetazo en una mesa en la que hay una pirámide de cartas. Si se fuerza un poco toda esta construcción se puede venir abajo y hasta el momento no tengo ninguna queja. Ahora habla de “The space”

-En una visita a Holanda vi cómo alguien había dejado el coche aparcado muy cerca de la vía del tranvía. El tranvía al verlo trató de avisarlo pero no frenó. Siguió a la misma velocidad y al pasar junto al coche lo destrozó. No quedo prácticamente nada. Poco después, y durante un cierto tiempo de mi vida, yo fui como ese tranvía.

Me agradan sus historias y su buen humor. Hay que admitir que si no te gustan su voz o su estilo de cantar puedes acabar saturado, pero ése no es mi caso. Como lo están haciendo tan bien, les dejo que hagan una pausa de quince minutos para descansar y aprovechamos para ir a la cafetería a tomar algo. Ahí sigue el hombre de la perilla tocando el piano.

-Podrías poner a Elton John – se queja María.
-Está con gripe – le digo.

Hay que ser coherentes con lo que se construye uno en su cabeza si no quiere caer en el delirio. Lo que no sé es por qué he puesto a ese pianista con perilla ni por qué todas las columnas de la sala son doradas. Seguramente sean señales que me sirve mi subconsciente como si me pusiera un plato de cacahuetes para acompañar a unas cervezas. Puedo cogerlos o no. Aprovecho para llamar a mi madre, que desde el mundo real me dice que Daniel y Lucía están a punto de irse a la cama.

-Han comido espaguetis y pescado, pero no tenían mucha hambre.

Yo me había conformado con unos espaguetis, pero, como se ha dicho ya, aquí hay que aceptar las cosas como son y pido un cortado porque veo una máquina de café y María una pulga porque están a la vista. Me sirven el cortado con una pequeña chocolatina.

-¡Cómo te cuidas!
-Aquí mando yo.

Me como la chocolatina y por un momento me pregunto si María no será también un elemento más.

-A ver si voy a ser yo la que te está construyendo a ti – me amenaza.

Pagamos con euros, válidos también en este lado de la realidad, y volvemos al concierto. El grupo sigue al mismo nivel y ahora Steve cuenta la historia de “80 Days”

-Fue en un concierto que dimos en un sitio que ya no existe, en Londres. Teníamos los camerinos en la última planta y desde allí vi la fila de gente que estaba esperando para entrar a vernos. La cola recorría varias calles y parecía interminable.

Es la mención a las cosas que ya no existen la que me hace pensar en todo lo que ha dejado el propio grupo detrás. Del estilo barroco de sus primeros discos, con las ilustraciones de Mark Wilkinson y Fish, el antiguo vocalista, a este Marillion tocando en acústico, con todos vestidos de blanco en los carteles que había en la calle Fuencarral anunciando el concierto.

Era inevitable que acabara apareciendo Fish. Desde que dejó el grupo, nos ha obligado a elegir entre una época de Marillion con él, y otra con Steve. ¿Burguer King o McDonald´s? ¿Ventanilla o pasillo? ¿Patatas fritas o asadas?. La dualidad de la vida también existe con Marillion y yo durante muchos años defendí a Fish frente a Hogarth. De hecho es posible que en alguna de las otras puertas del hotel, Fish esté dando un concierto.

-Pero estás en éste – me recuerda María, poniendo un necesario orden en lo que pienso.

Sí, y podría hacer que apareciera y tocaran de nuevo los temas antiguos y todos se llevaran bien, pero lo cierto es que ni aquí sería posible. Fish ha seguido su propio camino, quedándose sin voz y sin inspiración, reduciendo su mundo al de una pecera con el agua turbia. Además, me ha prohibido el acceso a su foro por haberle dejado una crítica constructiva.

-Pues él no lo debió ver así.

Es entonces cuando me permito otro truco esta noche, haciendo que toquen “Sugar mice”, la única canción de la antigua etapa. Como no podía ser de otra manera, porque este público me pertenece, todos cantan conmigo esta canción y, al terminar, me doy cuenta de que Steve la ha hecho suya. Hasta tu propio pasado te puede abandonar si hay alguien que demuestra que es capaz de cuidarlo mejor que tú.

Al final me concedo varios bises y una última canción de casi diez minutos de despedida. Ahí se marchan los cinco y les dejo ir porque me parecería injusto tenerles haciendo bises varias horas más.

Me pongo la camiseta antes de salir de la sala y cuando vuelvo al mundo real, después de dejar detrás este extraño Hotel Auditórium, me doy cuenta de que la camiseta no ha desaparecido. La letras en color blanco sobre el pecho con el título de la gira “L=M” siguen ahí.

-Y yo – me dice María - ¿Buscamos un sitio en el que cenar de verdad?

Y me esfuerzo pensando en alguno, pero no me viene nada a la cabeza. Mis habilidades han desaparecido.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Disfraz de bruja : 9,90 euros.

María entra en casa con los enanos y cara de cansancio después de haberse pasado por el Toys ´R´ Us después del trabajo.

-Estaba todo vacío, como si lo hubieran saqueado – me susurra, y al momento cambia de tono como si hubieran encontrado justo lo que buscaban - ¡Hemos comprado dos disfraces chulísimos para la fiesta de Halloween!

El que me preocupe por escribir correctamente Halloween es una muestra de que me tomo esta celebración más en serio de lo que me creo. Realmente no sé qué se celebra, pero en este mundo globalizado en el que, viviendo en España, el pescado que compro viene de Vietnam y las naranjas, en pleno mes de Noviembre, llegan de Uruguay, no me sorprende que las fiestas también sean importadas. Tal vez en un pueblo de Texas estén ahora disfrazados de chulapos, repitiendo con atención :

-Es el chulo que…
-Castiga, que castiga.
-Perfect. Won´t forget it. Que castiga.

Con una bolsa de naranjas en la mesa y un buen trozo de merluza del cantábrico listo para preparar en salsa verde.

-¿A que está guapa?

Mientras yo me encargaba del atrezzo de la pareja de Texas, Lucía se ha puesto su traje de bruja para que la vea. Está muy guapa vestida de negro y se lo digo. Ella sonríe con una mezcla de timidez y de orgullo que me muestra que con cinco años está aprendiendo a manejar su sonrisa y a combinar sus sentimientos, disfrutando de la mezcla como el que se pide dos bolas distintas en el mismo helado. Por verla disfrazada así de guapa sería capaz de celebrar cualquier fiesta : La conmemoración de la firma de los acuerdos de Bretón Woods, el nacimiento del primer panda de semen congelado, o la patente de la llave inglesa.

En esto de las fiestas ando un poco desorientado y hasta las que se suponen que son mías las celebro de la misma manera : me levanto media hora más tarde, alargo la ducha diez minutos y pienso en un sitio al que podamos ir a comer. En todas ellas me siento como si me ofrecieran los huesos de unas chuletas que ya se hubieran comido todos mis antepasados. El desapego del hombre moderno ante la realidad y la falta de nuevos ritos de paso, por cerrar este párrafo con una frase un poco contundente. Sólo logro cierta vinculación sentimental si veo a mis hijos disfrazados.

-Muy guapa – le repito.

Al día siguiente se produce mi segundo encuentro con Halloween. Daniel y yo volvemos de ver al Madrid en el Bernabéu contra el Getafe. Un partido un sábado a las seis y media es un buen plan infantil y me animo a llevarle. Creo que los dos nos aburrimos lo mismo, lo que sin duda ayuda a crear esos lazos que mantienen unidos a los hijos con los padres. Volvemos a casa en la línea 10, en un vagón en el que unas veinteañeras van disfrazadas de diablas. Daniel se queda mirando sus pequeños cuernos rojos y los tridentes de plástico que llevan.

Una de ellas le saca la lengua a Daniel y Daniel me mira sonriendo, como preguntándome qué hacer a continuación. La respuesta que le daría no es la apropiada y me la callo, mandándola a lo más profundo del subconsciente, que es de donde no debería haber salido. La doctrina dice que los diablos son uno de los tres enemigos del alma, pero creo que mis lista de enemigos del alma y la oficial no coinciden, así que tampoco le digo nada. En el vagón sólo se oyen las risas de las chicas, que los demás parecemos escuchar como el que se acerca a un fuego encendido en la nieve.

Las diablas se bajan en nuestra estación y todas ellas suben, corriendo, por las escaleras mecánicas. Un grupo de chicas que esta noche llevará a alguno al séptimo infierno, provocando con sus tridentes y sus lenguas esas heridas que cicatrizan al momento. Esa alegría que dejan detrás de sí podría ser otra razón para celebrar esta fiesta, pero me falta la intelectual, la que uno puede desenvainar en una buena conversación para cortarle el cuello a cualquier argumento contrario.

-No, no, estáis equivocados.

Al día siguiente me levanto pronto de la cama para ir a comprar leche. Como es bastante probable que los días se tuerzan, me gusta empezarlos con un desayuno ordenado, como una pequeña ofrenda para que el día transcurra tranquilo y sin sobresaltos. Que falte la leche de los enanos es tentar a la suerte, como subirse encima de un elefante y soltar mil ratones entre sus patas. Así que me visto mientras todos en casa duermen.

Lo único abierto a estas horas es la tienda de la gasolinera a la que voy. Todas las calles están desiertas y me imagino que por donde han pasado las diablesas todavía hay rescoldos calientes. Pienso en las diablesas, en los pecados y en la redención y me pregunto qué método se utilizará para juzgarnos : si la media de lo que ha sido uno en su vida o se elegirá un día al azar y según lo que se haya hecho, irá uno al cielo o al infierno.

El primer método parece más justo, pero eso te permite convertirte en un auténtico cabrón un día sabiendo que los otros siete te elevarán a las nubes. El segundo es más aleatorio, como las preguntas de una oposición, salvando al que se haya estudiado sólo el tema que le toca, sí, pero hace que nunca bajes la guardia. En mi caso no sé a cuánto cotizaría un madrugón de domingo para comprar un cartón de leche entera.

-Hombre, a una suite celestial no te vamos a mandar, la verdad.

La tienda de la gasolinera está abierta, llena del olor de la bollería que preparan en un pequeño horno. Cojo la botella de leche y el periódico, para recibir la lección semanal de Manuel Vicent, y camino de la caja veo unas calabazas de plástico rellenas de bombones. Me fijo en la etiqueta para ver el precio y descubro que tienen una pequeña explicación de la historia de Halloween, de las costumbres y de la leyenda de la calabaza. La información es muy completa y la leo ahí de pie : cualquier momento es bueno para aprender.

-A ver, a ver, que la noche de brujas se celebraba ya hace 3.000 años por los celtas y que en el siglo VII los cristianos la convirtieron en el día de Todos los Santos. Y que eso del truco o trato también es costumbre europea, de cuando los cristianos del siglo IX iban de pueblo en pueblo mendigando unos pasteles de pasas conocidos como pastelitos de los difuntos.
-¡Quién lo iba a decir!
-Y lo de la calabaza tiene su origen en la irlanda del siglo XVII, en la historia de un alcohólico llamado Jack que desafió al diablo.
-Asombroso.
-Escuchad y aprended, que ahí va la historia de Jack.

Con esta explicación ya puedo entender qué se celebra. La parte racional está, por fin, más o menos convencida y uno puede añadir algo en cualquier conversación en la que se discuta si es religiosa o no, si es importada o no o si les conviene a los niños o no. Ya podré hacerme un hueco entre los demás argumentos como el que cruza un bar repleto para acercarse a la barra, pero en lo que realmente pensaré mientras hablo de Halloween será en el disfraz de Lucía, la parte sentimental de la celebración, y en esa lengua de la diablesa, la parte dionisíaca del tema.