domingo, 20 de diciembre de 2009

Figura de Winnie The Pooh : 1 euro.

Conviene cultivar cada día desde que amanece porque, en caso contrario, la tendencia es que crezcan según su propio criterio y acaben convertidos en lunes. Hasta el mismísimo sábado, que parece ajeno a cualquier mala influencia, puede ceder a la inercia y llevarte a un Carrefour para que pases la tarde empujando un carrito y decidiendo si es mejor el pan de diez cereales o el que tiene fibra.

Así que para evitar que el sábado se nos tuerza como un seminarista en un bar de carretera me llevo a los enanos a una churrería por la mañana porque lo que bien empieza bien termina. El local está bastante lleno pero encuentro una mesa en la que dejarles sentados mientras les pido cuatro porras y seis churros. No hay una razón lógica para la cantidad, que calculo por encima, pero sí al hecho de que sea par, porque una cifra que termina en impar me parece incompleta. Lógico que la naturaleza haya premiado mi perseverancia por los múltiplos de dos con dos mellizos que ahora se balancean peligrosamente en sus sillas mientras espero educadamente a que me atiendan.

-Cuatro porras y seis churros.
-Perfecto.

Se podría decir que uno acude a estos lugares porque en ellos parece que se consigue cierta impunidad frente al tiempo, como si fuera un perro más obligado a esperarnos fuera mientras nosotros nos dedicamos a mojar churros en un café o a leer el Marca, que es lo más parecido a no hacer nada. El hombre me responde que perfecto y yo no le presiono cuando me dice, después de intentar servirme, que las porras van a tardar un poco más.

-No importa – le respondo. Un no importa que sólo aquí, en la guarida del sábado por la mañana, quiere decir exactamente lo que pronuncio. Hasta las dobles intenciones esperan con el tiempo al otro lado de la puerta, pasando frío en esta mañana de diciembre.

Llevo el plato con los churros a la mesa de los enanos y me siento con ellos. Daniel coge un churro entero y se lo lleva a la boca. Lucía toma una servilleta de papel y envuelve con él medio churro para empezar a comérselo poco a poco. Para ver gestos así es por lo que siempre quise tener una niña. Yo también cojo un churro, lo mojo en el café y le doy un mordisco.

Veo que en la barra hay un hombre mayor con barba de varios días y cierto aire marinero, como si su barco pesquero acabara de atracar. Frente a él tiene una pequeña copa con lo que parece coñac y, al lado, un vaso de agua. Todavía no ha probado ninguno de los dos y, viendo cómo pasa el sol por cada uno de ellos, se diría que los tiene enfrente por una simple cuestión estética. De un bolsillo de su abrigo, que no se ha quitado, se saca un paquete de “Look Out” y empieza a liarse un cigarrillo con una tranquilidad relajante. Le observo hasta que se lo deja en la boca sin encender, como buscando el mejor momento para empezar a fumar. Coge entonces El Mundo y comienza a pasar las páginas con la distancia del turista al que las noticias no le afectan.

Advertía el gran Nicholson Baker que había que tener cuidado con las lecturas con las se que empezaba el día y siguiendo su consejo cojo el Marca porque lo intrascendente de lo que cuenta apenas puede influirte. Me parece el maridaje perfecto para un café con churros. Sería una buena idea encontrarse con un restaurante en el que cada plato tuviera su texto ajustado y uno pudiera llevárselo a casa. El titular del Marca dice “Benzema frente a Villa, la prueba del nueve”. Paso las hojas sincronizando mi ritmo al del pescador y al hacerlo me entran ganas de volver a leer “Gran Sol”, de Aldecoa, y de embarcarme en algún barco para conocer mundo, pero mi mundo, me recuerdo, está ahora con esta pareja de cinco años que poco a poco se va terminando los churros.

-¡Sus porras!

El hombre de la barra me trae de vuelta de un caladero de bacalao y me hace una señal para que me acerque.

-Las cuatro porras y una más de regalo, por la espera, me dice.

Si me alegra ese regalo no es por la porra en sí, que con las cuatro estamos más que servidos, sino porque parece que aquí también la rentabilidad puede pasar un rato en la calle, con el tiempo, pasando frío. Vuelvo a la mesa y al Marca, donde leo que Tiger Woods ha caído en desgracia después de descubrirse que extendía su pasión por los hoyos más allá del green. De la noticia me sorprende que algunas de las marcas que le han patrocinado últimamente anuncien que dejan de apoyarle aunque él, como ofrenda, haya puesto su carrera encima de una bandeja de plata. Las grandes marcas son así : buscan la pureza en su imagen con más intensidad que las religiones, pero viven de un mercado básicamente impuro, para qué engañarnos, como las religiones. Releo varias veces las marcas que le han dado la espalda a Tiger Woods para hacer lo mismo yo con ellas la próxima vez que vaya de compras y pasarme a las marcas blancas de Carrefour. El que esté libre de pecado que lance su maquinilla de afeitar.

En fin. Demasiados razonamientos para un sábado por la mañana. Devuelvo el Marca a la barra para que otro lo relea, como esos periódicos gratuitos que pasan de mano en mano en el metro. Ahora el que cojo es el Mundo, donde me encuentro con una entrevista a Guti, la antítesis de Tiger Woods. A Tiger no se le conocía bien su pasado y a Guti le pasa lo mismo con su futuro. Parece que todavía estuviera pensando qué carta elegir a pesar de que varias veces le han ofrecido el As de Oros.

En el Madrid le vuelven a dar otra oportunidad, lo que hace que me sienta más madridista que con los goles de Cristiano Ronaldo. Cuando la marcha de Zidane me impidió seguir siendo Zidanista en activo, eché un vistazo a la plantilla del Madrid y descubrí que, apagada la influencia de Sisú, seguía siendo Gutista. Defender a Guti actualmente es como declararse colchonero en una reunión de madridistas. La tarea es agotadora pero no dejo de defenderle ni cuando ni el propio Guti parece querer hacerlo.

“No hay marcha atrás: o entra fuerte en esta curva o que se despida de la recta. El plan es ponerle a tope mental y físicamente para el tramo decisivo de la temporada : la segunda vuelta de la Liga y los octavos de la Champions. Su trabajo tendrá un cuidado y un control minuciosos. “No queremos quedarnos sin Guti porque tiene un fútbol que no tiene nadie más que él”

Me gusta esta última frase y le doy vueltas entre los dedos como el marinero a su cigarrillo. Si me la acercara a la nariz estoy seguro de que me gustaría su olor. Aunque la estrategia de marketing sería un auténtico hara-kiri financiero, me gustaría ver a alguna empresa haciendo de Guti su imagen.

Los enanos se terminan sus churros y me piden permiso para acercarse a las máquinas del fondo en las que se venden pequeños juguetes. Les digo que pueden hacerlo porque ponerse riguroso es contraproducente para el buen fluir del sábado. Desde ese momento se dedican a pedirme un euro para unas figuras de Winnie the Pooh que han visto. Les digo que no y entonces me piden la cámara de fotos. Se marchan con ella y al rato quieren que vea las fotos que han hecho : veinte fotografías (de cerca, de lejos, enfocadas y desenfocadas) del cartel en el que aparece el precio de las figuras.

La estrategia me parece original y me meto la mano en el bolsillo. Si encuentro dos monedas de un euro, se las doy. Dejo que sea el destino el que solucione esta disputa, como si se tratara del montaje infantil de una pequeña tragedia de Shakesperare. Y como en una mañana de sábado la palabra tragedia también se queda en la calle, al abrir la mano aparecen dos monedas de euro.

Salen corriendo y aprovecho ese momento para preguntarle al sábado qué tal va.

-De maravilla – me dice.

Y, como dándole la razón, el viejo marinero, que podría ser la imagen de un ya anciano Guti, enciende su cigarrillo y se pasa la mano lentamente por la mejilla si afeitar.

domingo, 6 de diciembre de 2009

Visita a la Bodega Comenge : 6 euros.

A las once y media nos recibe la guía de nuestra visita a la Bodega Comenge, en Curiel. La vemos acercarse con cara de preocupación, como si la lluvia que cae fuera culpa suya.

-Nos hemos quedado sin luz y no voy a poder enseñarles la bodega. Si quieren, pasamos a la cata directamente.

Pongo gesto de contrariedad, pero mi lengua, el paladar y la parte de la amígdala que aprovecha el alcohol para cortar toda relación con el frío y racional neocórtex gritan de alegría.

-¡A la cata! ¡A la cata!

Parecen niños a los que hubieran anunciado la gripe de su profesor antes de un examen de matemáticas. A veces la electricidad le juega a uno buenas pasadas y, saltados los prolegómenos del recorrido por los depósitos de la bodega, subimos a la sala de cata, donde nos colocan dos copas a María y a mí, una botella de agua a Lucía y una Fanta de naranja a Daniel. La sala se encuentra en un pasillo elevado que une dos construcciones de la bodega y que tiene ventanales a ambos lados. Desde uno se ve el castillo de Peñafiel, desde el otro las vides de la bodega. Dos parejas más han acudido a la visita.

La guía nos sirve una copa de Comange, el crianza de la bodega, y otra de don Miguel, el reserva. Una vez que hemos probado el crianza, dejándole más tiempo al reserva para que se airee, nos cuenta que ésta no siempre fue tierra de vinos. De hecho, cuando los musulmanes estuvieron por aquí, no permitieron ni una sola vid por la incompatibilidad entre el vino y su religión. Quizás el tema de la reconquista empezó por una visita casual de Pelayo a una tasca.

-¿No me pones un tinto con las tapas?
-Los vecinos de abajo no han dejado ni una viña en pie.
-¿Me estás diciendo que me voy a tener que meter esta croqueta de jamón con un vaso de agua?
-Pues va a ser que sí.
-Espera, que afilo la espada y ahora vuelvo.

Para cuando volvió, la croqueta debería estar dura como una piedra, pero las vides empezaron a aparecer por el norte de la mano de los monjes, que empezaron a cultivar la uva y a buscarle virtudes para el cuerpo y para el alma. La unión entre el vino y la sangre de Cristo fue una gran intuición de la que debieron arrepentirse después enterrándola bajo paletadas de teología. Vuelvo a darle otro sorbo al Comange y le agradezco en silencio a Pelayo su apoyo al enoturismo de la zona.

Gracias a las explicaciones de la guía descubrimos que beber este vino es, además, apoyar la investigación de I+D+i española. Uno se imaginaba que hacer vino era pisar las uvas, quitarles las impurezas, a los pies y a las uvas, poner a fermentar el mosto, removerlo un poco para que le diera el aire y dejarlo reposar un tiempo en barricas hasta que el comisario de la denominación de origen, que llevaba dos años mirando su reloj con el brazo derecho levantado y una barba hasta los tobillos, lo bajara:

-Hala, a correr.

Para que miles y miles de botellas pudieran salir con energía y optimismo a fecundar todo el mercado que se le pusiera por delante. Quitando al comisario de la denominación, que debe ser al vino lo que el vigilante de la hora a los coches, el resto del proceso va cambiando. Ahí están, por ejemplo, los chicos del Departamento de Tecnología de los Alimentos de la Escuela de Ingenieros Agrónomos de Madrid echándole una mano a este vino para que sea de los primeros en utilizar una levadura de elaboración propia en el proceso. Investigación en estado puro.

-¿Me pones otro vino?
-¿No vas un poco cargado ya?
-¡Si es por la I+D+i! ¡Que ha dicho nuestro presidente que hay que dejar detrás el ladrillo para mirar con confianza el futuro del nuevo sistema productivo!
-Si has sido capaz de decir la frase de golpe y sin reírte es que vas peor de lo que pensaba. Te pongo una Fanta.
-¡Por una Fanta don Pelayo no afiló su espada!

Veo aparecer por un camino una furgoneta de Iberdrola y por un momento temo que venga llena de pilas para que la bodega vuelva a funcionar, lo que acabaría con esta clase magistral y nos devolvería a los depósitos de acero inoxidable, pero deja detrás el desvío a la bodega y se aleja. Con las copas nos han puesto unos platos con chorizo, salchichón y patatas fritas que los enanos se comen con la pasión con la que el monstruo de trapo azul convertía sus galletas en migas. Lo que descubro es que el mejor acompañamiento de un vino es una buena historia, razón por la cual uno no debería beber solo salvo que oiga voces en su interior.

-Calla, no te delates.
-Digo que eres la inspiración y no pasa nada.
-¡Ah, pues dale!

Salvo que sea la inspiración, claro, que sólo puede llamarse así mientras a uno no le dé por lanzarse a convertir el Quijote en trilogía. La guía nos cuenta que de un roble americano salen dos barricas, mientras que del francés sólo una. Que en el extranjero se valora más la cosecha que su tiempo de maduración. Que a los premios se presentan las bodegas jóvenes porque las consolidadas no quieren arriesgarse a que una mala puntuación les aleje a los clientes. Que más cantidad de uva por vid no supone más calidad del vino y, finalmente, que la del 2009 ha sido una buena cosecha.

Todo esto último lo voy anotando mentalmente para contárselo a María, que se ha tenido que llevar a los enanos abajo a jugar con las ocas que tienen en un estanque. Cuando termina la visita compramos dos cajas de vino que cargamos en el coche. Nada más arrancar el coche, le empiezo a hacer un resumen a María de lo que se ha perdido.

-¿Y has preguntado por qué se llama así el vino?

Me hace la pregunta con esa resignación del que se va a quedar sin saber nada, pero esta vez sé la respuesta. Le hablo de don Miguel, un médico aficionado a estudiar el vino, y de su hijo, que tuvo que esperar a la jubilación para seguir el sueño de su padre y montar una bodega. Los hay que llegado el momento de la jubilación se compran una bolsa de pipas para comérselas en su jardín mientras ven creer la hierba y los que se meten en un Master, seducen a un enólogo para que comparta su proyecto y levantan una bodega.

-Tengo ganas de jubilarme para empezar a hacer cosas así – le digo a María.
-¿Te has bebido mi copa?

El neocortex, amordazado, intenta añadir algo sin mucho éxito

-No la iba a dejar ahí.

domingo, 29 de noviembre de 2009

Barra de pan : 60 céntimos

Son las siete y estoy tomándome un cortado en una cafetería-pastelería, sentado en una silla alta junto a un amplio ventanal. Hace quince minutos que ha terminado la reunión que María y yo hemos tenido en el colegio con la profesora de Lucía. María se ha ido a casa y yo dejo pasar el tiempo antes de ir a recoger a los enanos, que esta tarde están con mi madre.

Aprovecho momentos como éste para pensar en cuestiones básicas que uno siempre deja para más tarde. Frente a un cortado, rodeado por el buen ambiente de la cafetería, vuelvo a una que se me resiste desde hace tiempo, la de intentar ser consciente del tiempo geológico del Universo. Todo empezó hace trece mil millones de años, lo que es fácil de recordar. Lo difícil es tratar de asimilar ese tiempo y de establecer una relación con él, pero es como mirar desde el suelo un rascacielos que se pierde entre las nubes.

No, no es fácil. Suponiendo que uno se tome cuatro cortados cada día, tendría que beberme unos ocho billones de cafés para ver cómo el Big Bang se convierte en esa mujer que ha aparcado el coche fuera y entra para comprar una barra de pan.

-Sesenta céntimos.

Viendo a la mujer, elegante, como si fuera a la fiesta de presentación de una revista de moda, uno piensa que, sin duda, la evolución tiene muy claro hacia dónde se dirige. Ahí le doy la razón a Eugene Chudnovsky. Pero si me giro y me fijo en los cuatro hombres con pantalones azules de obra y camisetas manchadas que sonríen a la vez a la camarera que se les acerca, puedo entender la visión opuesta sobre el fin de la evolución, representada por Stephen Jay Gould.

-¿Qué os pongo? - les pregunta la camarera.
-Unas cervezas.

La camarera es alta, morena, con el pelo recogido en una coleta larga y un cuerpo que manda indudables señales de su fertilidad a todas las capas del cerebro de un hombre. Noto cómo el mío se agita dentro de mi cabeza como un sonajero en la mano de un bebé. Desde el núcleo más primitivo al más evolucionado, la imagen de la camarera es arrastrada como un cantante llevado por las manos de sus fans. Cuando llega al presente, la coloco detrás de la barra, con cuidado.

-Pues unas cervezas.

Además de los obreros y de la camarera, en la cafetería hay dos mujeres charlando, con los hijos de una de ellas merendado a su lado, y una veinteañera que escribe en su portátil. La escritora se fija en mí y me imagino formando parte de su blog. Los historiadores del futuro van a tener tanta información que tendrán que dedicar varias tesis a cualquiera de nosotros. Pensando en ese historiador al que serviré como motivo de su doctorado, vuelvo a este momento para darle más información.

Es la hora en la que la gente, de vuelta a casa, para a comprar el pan. Supongo que después de un día frente a una pantalla, moviendo cifras de un sitio a otro, uno necesita algo que le recuerde que tiene cinco sentidos. La barra de pan los va estimulando uno a uno. El primero es su olor al acercarse a la zona de la pastelería, después la vista al verlas colocadas una encima de otra, los sigue el tacto al recibirla en su estrecha bolsa de papel negro, el sonido al apretarla y escuchar cómo cruje y, camino del coche, el sabor al meterse un trozo en la boca. Se cree uno que se lleva el pan para rebañar la salsa de tomate del bacalao, pero en realidad se trata de una exigencia silenciosa de la parte más animal del cerebro, que sólo así parece relajarse. La gente que no come pan se ve haciendo cosas más drásticas, como lanzarse atada desde un puente o escuchar las canciones de Rammstein en el iPod hasta dejar los tímpanos como pan rallado.

Viendo a todos los que entran a por su barra, pienso que éste podría ser un buen negocio. Intento calcular cuántas barras de pan hacen falta para mantener un local así y pagar a la camarera, pero vuelvo a perderme. Presto atención a cómo aparca la gente su coche antes de entrar. Justo delante de la cafetería hay un hueco, pero nadie se toma la molestia de dejar bien el coche. El de un cuatro por cuatro lo sube a la acera y pone las luces de emergencia.

-¿Lo ves? - me dice Jay Gould.

Me molestan los tipos como éste, que viven como si lo que ven fuera lo único real. Prefiero a los que, como los albañiles de la barra, se asoman todo lo que pueden porque saben que lo real suele ocultarse. El dependiente que vende el pan le ofrece una napolitanita a la camarera.

-No, que engordo y si engordo no me quieren.

Los cuatro albañiles la animan a que se coma la napolitanita y yo mismo, mentalmente, me uno a su petición. La camarera se niega y es el panadero el que acaba llevándose una a la boca, lo que ya no nos permite verla chuparse los dedos pringosos. Pero sí imaginarla.

Miro la hora y me termino el café sabiendo qué es lo que pone en sus posos : ha llegado la hora de recoger a los enanos.

Con la crisis se han cerrado cuarenta mil pequeños negocios como éste, unos cien diarios. En economía la evolución sigue el curso tramposo de los que mandan mientras el Gobierno, encima de las nubes, crea planes de economía sostenible cambiando motores por velas. Para que la chica del portátil continúe escribiendo, y los albañiles tomándose su cerveza y las mujeres charlando y el hombre del pan comiéndose sus napolitanas, busco una moneda de un euro en el bolsillo y compro una barra de pan. Sigo sin saber nada del tiempo geológico, ni si la evolución tiene un propósito o no, pero esta noche, estoy seguro, voy a preparar unos buenos montados de jamón.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Cartón de leche con Omega 3 : 1,24 euros.

Salgo tarde del trabajo y cuando llego a casa los enanos, con el pijama ya puesto, están cenando conejo en el salón. El conejo lo ha traído está tarde mi suegra en un tupper que veo en la cocina. Los abuelos recogen a los enanos y les dan de cenar, los profesores les educan y a los padres nos queda muy poco tiempo para hacer de padres. Somos como el jugador al que el entrenador saca al campo cuando sólo quedan diez minutos de partido y el marcador muestra una diferencia de tres goles.

-Gracias míster.
-Lo hago para que el público pueda ovacionar al que sale. No te engañes.

Y no me engaño. Abro la nevera y comprendo la frase de que quien siembra vientos cosecha tempestades porque lo único que hay dentro es el aire frío que noto en la cara. Cojo un cartón de leche, cinco galletas, y me siento en la mesa de la cocina, que la asistenta ha dejado impecable.

Mientras mojo la primera galleta, tratando de conseguir que se quede blanda, pero no tanto como para que se me rompa al sacarla del vaso, me entretengo leyendo el cartón de leche. El cerebro es como un perro inquieto al que hay que lanzarle una pelota para que se distraiga con ella y yo le ofrezco lo que dice el cartón para que me deje un rato en paz. “Bebida láctea elaborada con leche desnatada, Ácidos Grasos Omega 3 (EPA y DHA), Ácido Oleico y Vitamina E”. Y el cerebro mueve la cola y se lanza a por la frase para traérmela corriendo.

En lo que va y viene, tengo tiempo para relajarme un poco. Quizás podría haberme servido una copa de vino, pero no pega con las galletas, a menos que uno sea muy creyente, y, además, conviene dejar descansar al hígado un poco. Son tantos los vinos que le he hecho depurar que es posible que en el próximo análisis en vez de cifras salga un mapa con los principales pueblos de la Ribera del Duero. Es curioso eso de tener un hígado que ha viajado más que uno.

-También he estado en California, y en Argentina, en Chile, en Australia, en Sudáfrica.
-Eres mi órgano más internacional.
-Mi trabajo me cuesta.

Ahora mismo, por ejemplo, veo un Monagos de Pago de Vicario en la encimera. Prometía más de lo que al final ofrece y quizás por eso ahora esté con el vaso de leche, no nos engañemos. La primera galleta se me rompe, pero con la segunda logro el equilibrio perfecto y la deshago suavemente en la boca con la lengua. El cerebro ya está de vuelta con los problemas del día atados como latas vacías a su cola. Sigo leyendo. “Puleva Omega 3 ha demostrado científicamente que te ayuda a reducir los niveles de colesterol y triglicéridos y por ello a mantener tus arterias y tu corazón sanos. Toma dos vasos diarios y lo notarás a partir del primer mes”. Enrollo las frases sobre sí mismas como si fueran un canutillo y lo lanzo otra vez lejos de mí.

Cenar un vaso de leche con galletas no sólo es pobre en lo gastronómico, sino en lo literario. Intento recordar a algún escritor que creara una gran obra bebiendo leche con Omega 3 y no se me ocurre ninguno, quizás porque mi cerebro anda lejos y todavía no ha vuelto. Para centrarme en lo literario debería estar ahora con un whisky.

-¿Qué whisky te servirías?

Es la voz de Umbral, que resuena en mi cabeza, ahora que tiene espacio para este tipo de manifestaciones. Qué sorpresa recibir la visita del maestro en este momento.

-Es lo que pasa, mayormente, cuando te dedicas a leer mis memorias eróticas en el metro.
-No es mal sitio. Gualberta también leía en el metro.
-¡Ah! Esa te sacaba en un cuarto de hora todo lo que uno llevara dentro de virilidad y de lujuria. ¿Y entonces?
-¿Qué?
-Lo del whisky.
-Pues no sé.
-Mi consejo es que, para trabajar, te sirvas Johnnie Walker. ¿Qué estás bebiendo ahora?
-Puleva Omega3.

En ese momento el maestro, lógicamente, desaparece. Mojo la tercera galleta y me digo que es una pena que no me guste el conejo. Dos galletas más y vuelvo al salón. Ahora disfruto de la luz blanca brillando en todos los bordes metálicos que hay en la cocina. Este orden me relaja. Me pregunto si este orden genera endorfinas. Llevo unos días haciéndome esa pregunta con todo lo que me rodea.

-Es lo que pasa, mayormente, cuando te dedicas a leer mis memorias científicas en el metro.

El que habla ahora es Eduardo Punset, al que leí antes que Umbral. Las endorfinas son los opiáceos propios del cerebro, que se crean ante estímulos como la comida o el sexo.

-Gualberta sí que generaba endorfinas. Yo creo que hasta se hacía porros con ellas.
-Calla, Umbral.

No sé si es buena idea juntar a Punset y Umbral, que ha vuelto al mencionarse lo del sexo. La cosa no llega a mayores porque el cerebro regresa y dejo que se meta de nuevo en su caseta. Quizás tanta lectura no sea buena, pero es que el metro es un gran sitio para leer. Creo que cuanto mayor sean el ruido y las obras en la superficie de Madrid, más se bajará al metro para leer, sin importar el destino.

Mojo la cuarta galleta y me pregunto si pronto crearán un producto especial para mojar tu galleta, limpiar las cañerías, quitar las manchas de vino, reducir la placa bacteriana, dejar tus metales como nuevos, y lubricar el motor de tu coche y tus endorfinas. Le hago la pregunta al cerebro, pero está tan cansado que ni se acerca a olerla.

Muerdo la quinta galleta y me preparo para saltar al campo. El míster me mira como tratando de decirme algo que me anime a jugar estos últimos diez minutos. Le doy unos golpecitos en el hombro para indicarle que no se preocupe, que uno ya sabe qué es lo que tiene que hacer. Aunque sea bajo los influjos del Omega 3, se me ha ocurrido algo que escribir y esa idea, que se agita con fuerza como un pequeño pez encerrado entre las manos, me da energía.

Daniel vuelve a reírse con otra tontería de Patricio y me digo que es el momento de salir de nuevo al conejo, a Bob Esponja, a la cena que avanza despacio y a las preguntas sobre el día.

-Presta atención al detalle – me dice finalmente el míster, tomando una frase prestada de Punset.

Dejo el cartón de leche en la nevera, enjuago el vaso y me pregunto qué efectos notaré con el Omega 3 dentro de un mes.

domingo, 15 de noviembre de 2009

Camiseta de Marillion : 16 euros.

Entrar en el Hotel Auditórium es como meterse en un cuadro de Dalí. Hay un gran coche rojo con las puertas abiertas en la entrada, una inmensa lámpara de cristal en el techo, un pianista con perilla que toca en un bar en el que no hay nadie, estatuas blancas en los pasillos, colecciones de platos dorados en vitrinas, tapices colgados de las paredes y varias salas con nombres como Baden-Baden o Stuttgart.

Después de pensar en Dalí me doy cuenta de que bien puedo estar metido dentro de mi propia cabeza, lo que me parece una forma diferente de pasar un viernes por la noche. Unos se dan una vuelta por un centro comercial y yo estoy aquí, con María, viéndome por dentro como el que se pasea por un rastrillo de antigüedades.

-Hasta en tu cabeza acumulas trastos – me dice María.

Y con razón. Es un sitio curioso la cabeza. Caminamos por un pasillo y llegamos a una de las puertas por las que se entra en el auditorio. Me gusta que dentro de este hotel se me haya ocurrido la idea de montar un auditorio. Suena a capricho de rico, pero resulta práctico.

-¿Y a quién consigues traer al auditorio de un hotel que está fuera de Madrid?
-Pues a Marillion – le digo.

Es una respuesta que suelto sin pensar, pero si he sido capaz de crear el auditorio, ¿por qué no traer a Marillion aquí?. Sería lo lógico con un grupo al que llevo siguiendo casi veinticinco años, desde que sacaron el “Misplaced Chilhood”, en 1985. Les he visto en la sala Jácara, en la Canciller, en la Macumba y ahora aquí.

-A la Jácara iba yo cuando tenía quince años. En la sesión de las siete a las diez – me comenta María.

Como está dentro de mi cabeza se entretiene viendo lo que pienso.

-Por pasar el tiempo. Tampoco es tan entretenido.
-Pues esto si te lo va a parecer.

Igual que un mago seguro de sus trucos, le pido a María que abra su bolso y me diga qué hay dentro.

-Dos entradas – me dice, sorprendida.

Lo bueno de crear tu propia realidad es que pasan cosas como ésta. María parece dudar de la validez de las entradas, pero la chica de la puerta les corta una esquina y nos deja pasar.

Mientras espero para comprarme una camiseta de la gira, me fijo en la gente que ha venido al concierto. La media de edad supera los cuarenta y es ese tipo de profesional que aparece cenando en un restaurante de moda en una película de Woody Allen. No me extraña que me haya salido un público así porque también me gusta Woody Allen.

-No le pongas de telonero – me aconseja María.

No es mala idea, pero antes traería a Regina Spektor, Tori Amos, Ana Laan o Madeleine Peiroux, que esta noche toca en el Circo Price, como si a todos les hubiera dado hoy por dar conciertos en sitios raros. Debe ser que como dudo, no me doy tiempo para crear un telonero y a las nueve, como me he dicho a mí mismo en las entradas, sale al escenario Marillion.

El nombre de la gira es “Less is more”, que suena a mantra ecologista pero que al grupo le sirve como excusa para dar un concierto acústico. A mí me resulta cómodo porque me los imagino como están ahora, sentados y haciendo versiones de temas conocidos, por lo que no tengo que improvisar sobre la marcha nada nuevo. Basta verles salir al escenario para descubrir que el tiempo pasa, fuera y dentro de la cabeza de cada uno. La media de edad del grupo es de cincuenta años, pero con escucharles ya en el primer tema uno se da cuenta de que estos han cambiado juventud por experiencia, lo que no es mal trueque, habiendo tantos que cambian la juventud por nada.

Al terminar la primera canción descubro que el Steve Hogarth de esta noche me ha salido charlatán y respondón.

-What a fucking place is this? – Me dice.

Reconozco que el auditorio parece pensado para celebrar una convención de vendedores de impresoras, pero es lo que hay. El sonido no está mal y no hay goteras, aunque el juego de luces recuerda al de una discoteca de pueblo, tengo que admitirlo. Eso no lo he trabajado bastante. Por un momento temo que a Steve no le guste el sitio y acabe marchándose, obligándome a abandonar mi cabeza por la puerta del hotel, pero se le ve de buen humor. Lo bueno de tener cincuenta años es que siempre has tocado en un sitio peor.

El grupo suena bien, con ganas. Como siento debilidad por Steve Rothery, el guitarrista, le coloco al frente y le hago cambiar de guitarra varias veces para escuchar sus solos. Un poco desorientado en la música actual, en la que ya no existen muchos solos así, Steve Rothery hace que me sienta como el viajero perdido en Mongolia que logra que alguien le entienda.

Steve Hogarth presenta cada tema con una historia en un inglés que se entiende muy bien. Podría haberle doblado pero eso sería como dar un puñetazo en una mesa en la que hay una pirámide de cartas. Si se fuerza un poco toda esta construcción se puede venir abajo y hasta el momento no tengo ninguna queja. Ahora habla de “The space”

-En una visita a Holanda vi cómo alguien había dejado el coche aparcado muy cerca de la vía del tranvía. El tranvía al verlo trató de avisarlo pero no frenó. Siguió a la misma velocidad y al pasar junto al coche lo destrozó. No quedo prácticamente nada. Poco después, y durante un cierto tiempo de mi vida, yo fui como ese tranvía.

Me agradan sus historias y su buen humor. Hay que admitir que si no te gustan su voz o su estilo de cantar puedes acabar saturado, pero ése no es mi caso. Como lo están haciendo tan bien, les dejo que hagan una pausa de quince minutos para descansar y aprovechamos para ir a la cafetería a tomar algo. Ahí sigue el hombre de la perilla tocando el piano.

-Podrías poner a Elton John – se queja María.
-Está con gripe – le digo.

Hay que ser coherentes con lo que se construye uno en su cabeza si no quiere caer en el delirio. Lo que no sé es por qué he puesto a ese pianista con perilla ni por qué todas las columnas de la sala son doradas. Seguramente sean señales que me sirve mi subconsciente como si me pusiera un plato de cacahuetes para acompañar a unas cervezas. Puedo cogerlos o no. Aprovecho para llamar a mi madre, que desde el mundo real me dice que Daniel y Lucía están a punto de irse a la cama.

-Han comido espaguetis y pescado, pero no tenían mucha hambre.

Yo me había conformado con unos espaguetis, pero, como se ha dicho ya, aquí hay que aceptar las cosas como son y pido un cortado porque veo una máquina de café y María una pulga porque están a la vista. Me sirven el cortado con una pequeña chocolatina.

-¡Cómo te cuidas!
-Aquí mando yo.

Me como la chocolatina y por un momento me pregunto si María no será también un elemento más.

-A ver si voy a ser yo la que te está construyendo a ti – me amenaza.

Pagamos con euros, válidos también en este lado de la realidad, y volvemos al concierto. El grupo sigue al mismo nivel y ahora Steve cuenta la historia de “80 Days”

-Fue en un concierto que dimos en un sitio que ya no existe, en Londres. Teníamos los camerinos en la última planta y desde allí vi la fila de gente que estaba esperando para entrar a vernos. La cola recorría varias calles y parecía interminable.

Es la mención a las cosas que ya no existen la que me hace pensar en todo lo que ha dejado el propio grupo detrás. Del estilo barroco de sus primeros discos, con las ilustraciones de Mark Wilkinson y Fish, el antiguo vocalista, a este Marillion tocando en acústico, con todos vestidos de blanco en los carteles que había en la calle Fuencarral anunciando el concierto.

Era inevitable que acabara apareciendo Fish. Desde que dejó el grupo, nos ha obligado a elegir entre una época de Marillion con él, y otra con Steve. ¿Burguer King o McDonald´s? ¿Ventanilla o pasillo? ¿Patatas fritas o asadas?. La dualidad de la vida también existe con Marillion y yo durante muchos años defendí a Fish frente a Hogarth. De hecho es posible que en alguna de las otras puertas del hotel, Fish esté dando un concierto.

-Pero estás en éste – me recuerda María, poniendo un necesario orden en lo que pienso.

Sí, y podría hacer que apareciera y tocaran de nuevo los temas antiguos y todos se llevaran bien, pero lo cierto es que ni aquí sería posible. Fish ha seguido su propio camino, quedándose sin voz y sin inspiración, reduciendo su mundo al de una pecera con el agua turbia. Además, me ha prohibido el acceso a su foro por haberle dejado una crítica constructiva.

-Pues él no lo debió ver así.

Es entonces cuando me permito otro truco esta noche, haciendo que toquen “Sugar mice”, la única canción de la antigua etapa. Como no podía ser de otra manera, porque este público me pertenece, todos cantan conmigo esta canción y, al terminar, me doy cuenta de que Steve la ha hecho suya. Hasta tu propio pasado te puede abandonar si hay alguien que demuestra que es capaz de cuidarlo mejor que tú.

Al final me concedo varios bises y una última canción de casi diez minutos de despedida. Ahí se marchan los cinco y les dejo ir porque me parecería injusto tenerles haciendo bises varias horas más.

Me pongo la camiseta antes de salir de la sala y cuando vuelvo al mundo real, después de dejar detrás este extraño Hotel Auditórium, me doy cuenta de que la camiseta no ha desaparecido. La letras en color blanco sobre el pecho con el título de la gira “L=M” siguen ahí.

-Y yo – me dice María - ¿Buscamos un sitio en el que cenar de verdad?

Y me esfuerzo pensando en alguno, pero no me viene nada a la cabeza. Mis habilidades han desaparecido.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Disfraz de bruja : 9,90 euros.

María entra en casa con los enanos y cara de cansancio después de haberse pasado por el Toys ´R´ Us después del trabajo.

-Estaba todo vacío, como si lo hubieran saqueado – me susurra, y al momento cambia de tono como si hubieran encontrado justo lo que buscaban - ¡Hemos comprado dos disfraces chulísimos para la fiesta de Halloween!

El que me preocupe por escribir correctamente Halloween es una muestra de que me tomo esta celebración más en serio de lo que me creo. Realmente no sé qué se celebra, pero en este mundo globalizado en el que, viviendo en España, el pescado que compro viene de Vietnam y las naranjas, en pleno mes de Noviembre, llegan de Uruguay, no me sorprende que las fiestas también sean importadas. Tal vez en un pueblo de Texas estén ahora disfrazados de chulapos, repitiendo con atención :

-Es el chulo que…
-Castiga, que castiga.
-Perfect. Won´t forget it. Que castiga.

Con una bolsa de naranjas en la mesa y un buen trozo de merluza del cantábrico listo para preparar en salsa verde.

-¿A que está guapa?

Mientras yo me encargaba del atrezzo de la pareja de Texas, Lucía se ha puesto su traje de bruja para que la vea. Está muy guapa vestida de negro y se lo digo. Ella sonríe con una mezcla de timidez y de orgullo que me muestra que con cinco años está aprendiendo a manejar su sonrisa y a combinar sus sentimientos, disfrutando de la mezcla como el que se pide dos bolas distintas en el mismo helado. Por verla disfrazada así de guapa sería capaz de celebrar cualquier fiesta : La conmemoración de la firma de los acuerdos de Bretón Woods, el nacimiento del primer panda de semen congelado, o la patente de la llave inglesa.

En esto de las fiestas ando un poco desorientado y hasta las que se suponen que son mías las celebro de la misma manera : me levanto media hora más tarde, alargo la ducha diez minutos y pienso en un sitio al que podamos ir a comer. En todas ellas me siento como si me ofrecieran los huesos de unas chuletas que ya se hubieran comido todos mis antepasados. El desapego del hombre moderno ante la realidad y la falta de nuevos ritos de paso, por cerrar este párrafo con una frase un poco contundente. Sólo logro cierta vinculación sentimental si veo a mis hijos disfrazados.

-Muy guapa – le repito.

Al día siguiente se produce mi segundo encuentro con Halloween. Daniel y yo volvemos de ver al Madrid en el Bernabéu contra el Getafe. Un partido un sábado a las seis y media es un buen plan infantil y me animo a llevarle. Creo que los dos nos aburrimos lo mismo, lo que sin duda ayuda a crear esos lazos que mantienen unidos a los hijos con los padres. Volvemos a casa en la línea 10, en un vagón en el que unas veinteañeras van disfrazadas de diablas. Daniel se queda mirando sus pequeños cuernos rojos y los tridentes de plástico que llevan.

Una de ellas le saca la lengua a Daniel y Daniel me mira sonriendo, como preguntándome qué hacer a continuación. La respuesta que le daría no es la apropiada y me la callo, mandándola a lo más profundo del subconsciente, que es de donde no debería haber salido. La doctrina dice que los diablos son uno de los tres enemigos del alma, pero creo que mis lista de enemigos del alma y la oficial no coinciden, así que tampoco le digo nada. En el vagón sólo se oyen las risas de las chicas, que los demás parecemos escuchar como el que se acerca a un fuego encendido en la nieve.

Las diablas se bajan en nuestra estación y todas ellas suben, corriendo, por las escaleras mecánicas. Un grupo de chicas que esta noche llevará a alguno al séptimo infierno, provocando con sus tridentes y sus lenguas esas heridas que cicatrizan al momento. Esa alegría que dejan detrás de sí podría ser otra razón para celebrar esta fiesta, pero me falta la intelectual, la que uno puede desenvainar en una buena conversación para cortarle el cuello a cualquier argumento contrario.

-No, no, estáis equivocados.

Al día siguiente me levanto pronto de la cama para ir a comprar leche. Como es bastante probable que los días se tuerzan, me gusta empezarlos con un desayuno ordenado, como una pequeña ofrenda para que el día transcurra tranquilo y sin sobresaltos. Que falte la leche de los enanos es tentar a la suerte, como subirse encima de un elefante y soltar mil ratones entre sus patas. Así que me visto mientras todos en casa duermen.

Lo único abierto a estas horas es la tienda de la gasolinera a la que voy. Todas las calles están desiertas y me imagino que por donde han pasado las diablesas todavía hay rescoldos calientes. Pienso en las diablesas, en los pecados y en la redención y me pregunto qué método se utilizará para juzgarnos : si la media de lo que ha sido uno en su vida o se elegirá un día al azar y según lo que se haya hecho, irá uno al cielo o al infierno.

El primer método parece más justo, pero eso te permite convertirte en un auténtico cabrón un día sabiendo que los otros siete te elevarán a las nubes. El segundo es más aleatorio, como las preguntas de una oposición, salvando al que se haya estudiado sólo el tema que le toca, sí, pero hace que nunca bajes la guardia. En mi caso no sé a cuánto cotizaría un madrugón de domingo para comprar un cartón de leche entera.

-Hombre, a una suite celestial no te vamos a mandar, la verdad.

La tienda de la gasolinera está abierta, llena del olor de la bollería que preparan en un pequeño horno. Cojo la botella de leche y el periódico, para recibir la lección semanal de Manuel Vicent, y camino de la caja veo unas calabazas de plástico rellenas de bombones. Me fijo en la etiqueta para ver el precio y descubro que tienen una pequeña explicación de la historia de Halloween, de las costumbres y de la leyenda de la calabaza. La información es muy completa y la leo ahí de pie : cualquier momento es bueno para aprender.

-A ver, a ver, que la noche de brujas se celebraba ya hace 3.000 años por los celtas y que en el siglo VII los cristianos la convirtieron en el día de Todos los Santos. Y que eso del truco o trato también es costumbre europea, de cuando los cristianos del siglo IX iban de pueblo en pueblo mendigando unos pasteles de pasas conocidos como pastelitos de los difuntos.
-¡Quién lo iba a decir!
-Y lo de la calabaza tiene su origen en la irlanda del siglo XVII, en la historia de un alcohólico llamado Jack que desafió al diablo.
-Asombroso.
-Escuchad y aprended, que ahí va la historia de Jack.

Con esta explicación ya puedo entender qué se celebra. La parte racional está, por fin, más o menos convencida y uno puede añadir algo en cualquier conversación en la que se discuta si es religiosa o no, si es importada o no o si les conviene a los niños o no. Ya podré hacerme un hueco entre los demás argumentos como el que cruza un bar repleto para acercarse a la barra, pero en lo que realmente pensaré mientras hablo de Halloween será en el disfraz de Lucía, la parte sentimental de la celebración, y en esa lengua de la diablesa, la parte dionisíaca del tema.

domingo, 25 de octubre de 2009

Figura de Marsupilami : 3,80 euros.

Camino de la plaza mayor de Salamanca, pasamos por una juguetería que tiene expuestas unas doscientas figuritas de personajes de películas y tebeos en una anárquica mezcla. La imagen me parece apropiada para una ciudad universitaria a la que acuden erasmus de todo el mundo.

Los enanos se quedan pegados al cristal, atraídos por esa ley de gravitación que existe entre los niños y los juguetes y que los adultos ya sólo experimentamos como observadores : tratar de arrancarlos de la juguetería sería como intentar separar por las bravas a un protón de su neutrón, con idénticas consecuencias. María y yo buscamos una estrategia para seguir con el paseo con la convicción del que se enfrenta con un peón a un rey saudí protegido por un ejército de reinas.

Lucía y Daniel van señalando los que reconocen pronunciando sus nombres en voz alta. Me digo que no es un mal juego, dada la situación, y cuando ellos parecen haber dicho todos los que saben, tomo el relevo y continúo. Es un ejercicio que hago para ellos y para mí y del que, en el fondo tampoco hay que sentirse muy orgulloso. Me sirve para mostrarles una habilidad inútil, como el que juega a ver cuántas salchichas se puede comer en dos minutos, y tramposa, porque echo mano de la memoria que a uno le inundan de niño, no la que uno se encarga de llenar. Pero es divertido.

Ahí están mezclados, el pitufo Gruñón, el Bromista y el Pintor, Gargamel, Azrael, Epi y Blas, el señor don Gato, Mortadelo y Filemón, el inspector Gadget, Snoopy, Astérix y Obelix, Heidi y Marco, Betty Boop, el Tío Gilito y el Correcaminos. Creo que la cantidad de personajes reconocidos está relacionada con los años que uno tiene.

-Es una manera inocua de llamarte viejo – me dice la memoria.
-Calla y sigue poniéndoles nombres a todos.

Y ella sigue, claro, con el Demonio de Tasmania, Goku, Panorámix, Idéfix, Abraracúrcix, Ylvie, Gora y Snorre Es sorprendente lo que uno es capaz de recordar para nada. Tener una buena memoria debe ser como galopar sobre un caballo andaluz. En mi caso me siento como si fuera Sancho Panza corriendo por el pasado sobre un asno al que le hubiera picado una abeja.

-¿Y recuerdas la plaza en la que hemos dejado el coche? – le pregunto de improviso a la memoria.
-Esto…¡Ah!, y ése es Halvar, el padre de Vicky. No me mires así. Yo soy una memoria porosa.
-¿Porosa?
-De las que permiten que la cabeza esté ventilada.

Cuando vuelvo a fijarme en mis hijos estos tienen esa mirada de sorpresa que descubro cada vez que voy más lejos que ellos en una actividad en la que ellos se consideran superiores, sí, pero también como si tuviera la boca llena de salchichas. La admiración de un hijo no siempre es pura. Daniel y Lucía han aprovechado mi trote por el pasado para decidir qué figura quieren.

-Quiero ésa – me dice Daniel - ¿Cómo se llama?

¡Ah, la dulce infancia, siempre poniéndole trampas a tu asno en el camino para que caigas! Parece haber estado esperándome todo este tiempo en el punto de llegada para hacerme la pregunta justa. De todos los que hay expuestos, es el único del que no recuerdo el nombre. Trato de justificarme.

-Sale en unos tebeos en francés con Spirou – le digo. Intento ganar tiempo para que la memoria me ofrezca algo, pero me siento más desprotegido que Elena Salgado defendiendo esos presupuestos del 2010 que ni ella se cree.
-Nada – me dice la memoria – Ni idea – Y empieza a proponerme nombres que suenan un poco raros, como si ahora fuera ella la que tuviera la boca llena de salchichas.

En fin, que ahí están los hijos para ponerle a uno en su sitio. De las pocas cosas que mi memoria conserva en unas baldas están estas figuras. Otras han cedido y de lo que tenían encima no queda nada : ni rastro de los afluentes del Duero, de los hijos de Felipe tercero, de las principales obras de Tiziano o de los elementos de la tabla periódica. Y menos aún de ese animal amarillo que es un cruce entre tigre y mono de cola larga que me ha dejado en evidencia.

En su novela “Mal de escuela”, Daniel Pennac escribe que cada época impone su lenguaje al amor familiar y que la nuestra prescribe la lengua de los objetos. En esta mañana de sábado, esos objetos son las figuras de la juguetería y la única manera de seguir con el paseo es comprarlos. Con la física atómica es mejor no hacer experimentos caseros. Es María la que entra con ellos en la tienda.

Mientras espero, se acerca una madre con su hija de unos tres años.

-No, cariño, hoy Pocoyó no está – le dice – Mañana venimos a ver si ha vuelto.

La niña no se queja, como si aceptara esa explicación. La verdad es que alguien ha comprado a Pocoyó y ha dejado sola a la pobre Elly, pero hay cosas que es mejor no decir. Los favoritos, como Pocoyó, Bob Esponja o Caillou, no están y no creo que vayan a volver. La niña y la madre se alejan

Lucía me enseña la figura de una de las tres mellizas que ha elegido y Daniel el mono de la cola amarilla.

-¡Marsupilami! ¡Se llama Marsupilami! – me dice - ¡Me lo ha dicho la chica de la tienda!

Es la misma chica que, cuando regresamos de pasar el día por Salamanca, ha puesto en el escaparate a Pocoyó, a Bob Esponja y a Caillou. Ahí están los tres, asegurando, a su manera, que el mundo siga girando ordenadamente.

jueves, 15 de octubre de 2009

12 pintxos : 19,20 euros.

Hoy es el santo de María y a las siete de la tarde, de los seis mil millones de personas que hay en el mundo, me lo recuerda la que no debería hacerlo :

-¿Es que no vas a felicitarme?

Me quedo en silencio al teléfono y lamento no ser Bono. Si fuera Bono, le escribiría un tema como “The sweetest thing”, que a él le sirvió para calmar a su mujer cuando olvidó su cumpleaños, pero creo que no soy Bono. Para asegurarme, trato, sin éxito, de recordar con cuántos líderes mundiales he intentado solucionar el problema del hambre en África, qué gafas tengo que marquen tendencia y, sobre todo, tarareo muy bajo el “Where the streets have no name”?

-¿Estás cantando algo de U2?
-Sí.
-No sé si es peor tu tono o tu inglés.

Lo importante es el sentimiento y transmitir, que eso lo he aprendido de las galas de OT, pero no es momento de discutir. Me ofrezco, como penitencia, a comprarle la cena que le guste. Una velada italiana, japonesa, mexicana o americana.

-Japonesa, me apetecen unos sushi.
-Pues dalo por hecho.

Me encanta decir esa frase. Estoy seguro de que repetir muchas veces frases como ésta hace que llegues a los noventa y tantos años con la cabeza en su sitio y los mástiles listos para desplegar velas. No encuentro demasiado tráfico al salir del trabajo y en la radio tengo la suerte de que pongan “Weather with you” de los Crowded House. Escuchar esta canción también debe tener efectos beneficiosos para la salud, pero no creo que haya ningún científico con una subvención dedicado a este proyecto.

-Les pongo la canción varias veces al día y estudio cómo evolucionan.
-Suena bien, y perdóneme le juego de palabras, pero tenemos que utilizar los fondos para estudios más serios.

Y una mierda serios, me digo, como lo del agua que hay en Marte. ¿Es que me voy a poder acercar con una cantimplora para llenarla teniendo a los de Bezoya ahí al lado?. Agua que no has de beber, déjala correr. Lo de Crowded House sí que es importante. En esos pensamientos ando enredado cuando descubro que el restaurante japonés no abre hasta las ocho y media. Si llego a casa a las nueve es probable que Lucía y Daniel se hayan comido las cortinas y anden destrozando los cojines, llenando el salón de plumas como si estuviéramos dentro de una bola de navidad con Papá Noel y los putos renos.

Lo único que está abierto es el restaurante vasco de los pinchos. La barra está llena de la gente que ha salido del trabajo y trata de olvidarse de la jornada hablando del trabajo y de las cosas que les pasa en el trabajo. Encuentro un hueco y le hago una seña a un camarero filipino para preguntarle si preparan bandejas de pinchos. No me dice ni que sí ni que no y al rato me trae un pequeño menú y me deja un cuadernillo con un boli. Anoto los pinchos que quiero y se lo entrego al camarero, que ahora es un cartero que se lleva mi carta a la cocina, donde mis deseos se harán realidad. A veces las cosas son así de sencillas.

Mientras el verbo se hace carne, veo en la televisión a un gimnasta inglés hacer su ejercicio con los aros. Me sorprende ver la capacidad que tiene de hacer todas las posturas sin que le tiemble un solo músculo. Ojalá a mí me pasara lo mismo cuando la Guardia Civil te para y te dice:

-Los papeles, por favor.

Y el estómago se me encoge como un caracol al que le hubieran tocado con un alfiler, me salen cinco o seis canas más, unas de ellas en la cabeza, el corazón me late deprisa, despacio, deprisa, despacio, y los calzoncillos cambian de color en un instante. Al gimnasta inglés todo le sale a la perfección y cuando cae en el suelo sin vacilar y levanta los brazos al aire, el camarero que me ha atendido aplaude varias veces. Es el único que aplaude en un local en el que la gente fuma sin parar, ríe, se afloja la corbata y levanta la mano para pedir otra cerveza fresca. A mi me traen mi bandeja cubierta con papel de plata y después de pagar me marcho con ganas de respirar aire fresco.

En casa le digo a María que la velada japonesa se queda en vasca y ella, que le está dando crema a Lucía después del baño, me dice que le parece muy bien. A veces el hambre juega a tu favor. Pongo la mesa en el salón y abro una botella de vino portugués que María trajo de un viaje de trabajo a Lisboa. Cuando todos los sentamos a la mesa, le quito el papel de plata a la cena y les digo a los enanos que elijan pincho.

Lucía pide un pincho con dos anchoas y Daniel quiere otro cubierto con una mezcla de mayonesa, huevo y cangrejo. Me los imagino dentro de unos años discutiendo sobre literatura. A ella defendiendo la calidad de los haikus y a él despreciando todo lo que no sea una nutritiva novela rusa de mil páginas.

-Así que otoño y la rana que salta en el estaque y tal.
-Así que vamos a pelearnos contra Napoleón y ahí que van mil páginas.

Tengo esa exacta visión del futuro, pero no le presto atención porque bastante trabajo requiere el presente: Lucía quiere que le quite el tomate que viene con sus anchoas y Daniel, pendiente de un episodio de los gormiti, ha dejado que se le caiga medio pincho al suelo. Trato de calmarme y María me propone la mejor solución.

-Sírveme más vino.

El Fitapreta está muy bueno. Huelo otra vez la copa y le doy un sorbo.

-Hace unos meses, a la hermana de un amigo que estaba tomando pastillas para los dolores de espalda, le diagnosticaron un cáncer. En octubre la operaron y hace una semana murió.

Durante unos segundos no sé por qué me cuenta María esta historia. Es entonces cuando me viene a la cabeza la imagen de un funambulista que se mantiene sobre la cuerda sujetando una gran barra. A un lado están las buenas noticias y, al otro, las malas. Si sólo hubiera noticias buenas o malas, el funambulista se caería al suelo. Me guardo esa imagen y bebo otro poco de vino. Leo la etiqueta :

“Detrás de los vinos Feta Prita están un par de jóvenes consultores vinícolas portugueses : Antonio Macanita y el especialista inglés David Booth . Sus premiados vinos están hechos con atención por el detalle y pasión por la perfección”

Me gusta ver a mis hijos con la boca llena de comida. María, con su pincho de jamón serrano y su copa de vino, va dejando detrás un día difícil en el trabajo. Celebrar un santo es como jugar en la UEFA en vez de hacerlo en la Copa de Europa, pero tampoco está mal. Yo veo la escena con esa distancia que me anima a escribirla. En mi cabeza sigue sonando la melodía de los Crowded House.

lunes, 28 de septiembre de 2009

Invitación a un parque de bolas : 12 euros.

Estamos en un local con una gran piscina de bolas celebrando el quinto cumpleaños de los enanos. El problema de haber nacido en Agosto es que casi todos tus amigos y familiares están de vacaciones, pero esa ausencia se compensa con distintas celebraciones posteriores, con lo que los regalos van llegando poco a poco a lo largo de varios meses, como si un Baltasar con mala memoria llamara de vez en cuando a tu puerta.

-Y este otro regalo, que también se me olvidó.
-Pero Baltasar, hijo mío, a ver si nos centramos.

En la estructura de la piscina de bolas hay cuarenta y seis niños gritando, lanzándose bolas, tirándose por el columpio, agarrándose unos a otros y, sobre todo, sudando. Daniel días más tarde me contará que jugaban a perseguir a las niñas, que la jefa se llamaba María y que, una lección que aprenden desde pequeños, era muy difícil atraparlas.

-Tres más y habríamos llegado al límite – me dice la responsable del lugar. Tres más y me habría visto con el mismo problema que Valdano y el banquillo del Madrid, decidiendo quién entra y quién no.

Desde que los enanos repartieron las invitaciones en el colegio hemos llevado una lista con las reservas que nos confirmaban de cada uno. Pensábamos que celebrando el cumpleaños un jueves, el único día que nos ofrecían, vendrían menos niños y tomamos la decisión con un poco de miedo, temiendo que al final la fiesta fuera tan silenciosa y fría como el desfile de un grupo de hormigas perdidas por el suelo de una catedral.

-¿Cómo vamos?
-Dos para Lucía y cinco para Daniel

Así estaban las cosas el domingo por la noche, a sólo cuatro días del cumpleaños. Nuestros temores tenían las mismas posibilidades de convertirse en reales que las negativas de Zapatero de subir los impuestos indiscriminadamente. María y yo hablábamos tumbados en la cama, imaginándonos las caras de los dos enanos al verse sin amigos en el cumpleaños.

-Recuerda que hemos invitado a los primos y a los hijos de los amigos – me dijo María.

Sí, pero para los enanos los que cuentan son los que tienen tu uniforme. Los primos y los amigos cercanos son como los defensas, con los que ya cuentas. Lo importante es que Kaká decida ponerse tu camiseta. Sería un buen momento para explicarles, poniendo la venda antes que la herida, que la necesidad de reconocimiento es otra estrategia de un ego inseguro, pero sospecho que los que así lo creen no tienen amigos y se ven obligados a jugar contra ellos mismos al ajedrez.

-Pues que sea lo que tenga que ser – admití.

En los cuatro días que quedaban para el cumpleaños aprendimos dos cosas : que parece que el tópico que dice que todo lo dejamos para el final es verdad y que conviene preocuparse por las cosas cuando lleguen, que uno podría haber aprovechado la noche del domingo para otras cosas. El hecho es que son las seis de la tarde y cuarenta y seis niños sudan, corren y gritan como si hubieran pasado el resto del día atados con cadenas.

En esa estructura por la que corren desaparecen las edades. Todos se mezclan con todos y hay una alegría contagiosa que me hace temer que aparezca por aquí Manu Chao para inspirarse y componer de nuevo el mismo tema que lleva cantando media vida. Miro a un lado y a otro pero el hombre no aparece, lo que me tranquiliza. En su lugar veo a un grupo de madres charlando tranquilamente en una mesa, al hermano mayor de uno de ellos hacer los deberes en otra mesa y a una de las chicas del local pintándoles la cara a unas cuantas niñas.

Los adultos insistimos en que merienden y que soplen las velas, pero a los enanos todo lo que no sea seguir jugando les parece una trámite del que se puede pasar : en los platos se quedan los sándwiches enteros y somos los padres los que aceptamos los trozos de tarta a una insistente chica a la que parece que le da pena que la tarta vuelva a la cocina igual que salió de ella.

El momento especial de la celebración es la entrega final de los regalos. Es lo único que consigue que todos los niños dejen de jugar y se coloquen detrás de una línea que hay pintada en el suelo para ver qué esconden los envoltorios. Impresiona verles pegados unos a otros y mirar con tanta atención a Lucía y Daniel mientras desenvuelven los regalos. La escena es la versión infantil de la presentación de Cristiano Ronaldo. Uno tras otro van apareciendo gormitis, relojes de Ben 10, estuches de lápices, cuentos, naves de la Guerra de las Galaxias o clicks granjeros. Parece que la imaginación de los fabricantes de juguetes no tuviera límites. Dentro de unos años, frente a unas cervezas y unas tapas, jugarán a recordar sus juguetes de pequeños.

-Y los gormiti.
-¡Joder con los gormiti! Que no paraban de sacar series los cabrones.
-Ya. ¿Te has fijado en ésa junto a la barra, la del pelo largo?
-¿Pero no es María?
-No me jodas…

Los niños poco a poco van rompiendo la ordenada fila y se van acercando a Lucía y Daniel hasta rodearlos, como si los regalos fueran para compartir. Todos ven los que tienen y los que pueden pedir en su cumpleaños.

A las siete y media termina la fiesta. Los padres van recogiendo a sus hijos y poniéndoles los zapatos mientras piensan que esa noche el baño o la ducha van a estar justificados. En ese momento me acerco a la responsable para que me entregue la factura. Veo el importe y pienso que hay bodas que se han celebrado por menos dinero. Me tranquiliza pensar que todavía pago un 16% y que el año que viene cada niño costará un 2% más porque el valiente equipo de economistas de Elena Salgado sólo se atreven con el impuesto más débil, al que ningún poderoso, amigo de las SICAV, quiere defender.

Dicen que no hay nada peor que las plegarias atendidas, pero hoy, viendo todas las bolsas con los regalos dispuestas en una esquina, no estoy de acuerdo.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Tarantelo de atún : 25 euros.

Si uno le pone a su restaurante “Volvoreta”, puede jugar con la imaginación del curioso y permitirse que se piense en un local en la planta treinta de un hotel de cinco estrellas o en una cafetería de diseño en la sede de Volvo donde sirvan la mejor caldereta de la ciudad. La ambigüedad prácticamente no existe si, como es el caso, uno está comiendo en el “Asador de la Esquina” y esa esquina es la del Santiago Bernabéu.

Estamos sentados en una mesa pegada a un ventanal desde el que se ve todo el estadio. Hoy están poniendo un nuevo césped, así que la escena, que normalmente hubiera sido un tanto aburrida, resulta entretenida porque, aunque sea políticamente incorrecto, da un placer añadido el comer mientras se ve a los demás trabajar. Dentro del inconsciente colectivo que uno lleva a cuestas es prácticamente seguro que ande algún capataz de las pirámides que reviva antes esta imagen y sonría de placer al recordar antiguas jornadas bajo el sol de Egipto.

Los camareros, que se mueven por las mesas con la misma mezcla de control de la situación y seguridad en sí mismos que uno percibe en auditores capaces de enseñarte las cicatrices de mil batallas con Hacienda, nos entregan los menús. Al abrirlo me sorprende no escuchar la voz de Raúl recomendándome las sugerencias y, temiendo que sea un error de mi menú, lo abro y lo cierro varias veces, como si me abanicara.

-¿Qué haces?
-No escucho a Raúl.

Hace unos meses recibimos una felicitación de cumpleaños en casa y se le escuchaba perfectamente. Me hizo tanta ilusión recibir un mensaje personalizado que me lo llevaba a todas partes y lo abría con esa expectativa no del todo satisfecha del que se asoma a la página central del Playboy. No me cansaba de escucharlo porque siempre tenía la esperanza de que cambiara alguna frase y, como en un mal cuento de Bradbury, se abriera una puerta de comunicación entre Raúl y yo. Aunque, bien pensado, abierta esa puerta no habría sabido qué decirle y lo más seguro es que la hubiera cerrado

Llegado el momento de elegir, me sale el Guti que llevo dentro y, en vez de pedir carne, elijo el atún que aparece en las sugerencias. Los siete adultos de la mesa, mis hijos, y creo que hasta uno de los operarios que están poniendo el césped, me miran fijamente para decirme, como en el coro de una ópera :

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

Pero ya digo que en ese momento no soy yo, sino Guti, que va por la vida de sordo y que sólo tiene oídos para esa intuición que le dice dónde tiene que dar el pase justo para que la receta del entrenador, que siempre suele tener la sutileza de la de la tortilla de patatas, adquiera otro tono. Guti podría haber sido el Adriá del Madrid si no fuera porque, como admirador suyo, me temo que ni él mismo sabe todavía lo que quiere. En tema de novela negra, en vez de un 007 ha preferido convertirse en el Adamsberg del equipo.

En fin, que el capataz de las pirámides ve incrementado su placer cuando comienza a llover y los trabajadores siguen extendiendo los rollos de césped. El proceso es bastante sencillo, como todo en esto del fútbol : el césped llega en grandes rollos estrechos y una máquina los va recogiendo uno a uno con un único soporte que encaja en el centro y después los va extendiendo, como el que coge un tigretón y lo desenrolla, en el suelo. No sé si es que el anterior césped estaba muy mal o que, igual que uno no mete un Mercedes por un camino de piedras, conviene que el nuevo esté a la altura de los últimos fichajes de la temporada. Quizás todo se haga por Ronaldo, para que se vaya sintiendo más cómodo y cada vez que falle deje de poner esas caras de dolor tan intensas capaces de detener la rotación de la tierra por unos segundos.

Llega el atún y me siento decepcionado. Esperaba un buen trozo de atún, grueso y denso, y lo que me llega es un pariente cercano de ese emperador que uno se encuentra en el menú cuando está de régimen.

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

El coro, incluido el operario del césped, en el que ahora distingo una sonrisa de superioridad, repite sus palabras con el tono del que sabe que la realidad siempre se las va a apañar para darle la razón. Yo aprieto los puños y tenso los músculos del cuello como Ronaldo para que se vea que eso no era lo que yo quería, que mi intención era muy buena y que la culpa es del césped, del la barrera, de la presión, y del portero, al que le da por atrapar todo lo que yo tiro.

De repente me quedo solo con mi trozo de atún en el plato y las dos patatas asadas que lo acompañan, como dos coristas que ya han visto pasar sus mejores tiempos y ahora acompañan a cualquiera que las contrate. Esa imagen me permite saltar al concierto de ayer de Leonard Cohen, al que desde ya lamento no haber ido, y a las hermanas Webb cantando ellas solas “If it is your will”.

No me vendría mal una temporada en un monasterio zen para aprender a centrarme y no andar divagando de esta manera, que como me encargue del texto de mi lápida será la primera a la que se le podrá dar la vuelta para seguir leyéndola hasta el final. Uno se centra, por ejemplo, y aprende que el tarantelo no es un baile griego, sino el nombre de esa pieza de atún que me han servido, la que es de forma triangular y se encuentra cerca del lomo. Si uno quiere solomillo de atún, lo mejor es que lo pida así, y no otra cosa. Esto me parece que le pasa a Guti, que piensa solomillo y dice tarantelo o al revés. La vida es para los que piensan solomillo y dicen solomillo.

Espero que tras esta última aseveración la tierra se pare, pero ni por ésas. Los rollos se extienden sobre la tierra, los comensales disfrutan de la comida y yo decido ser zen y aceptar el tarantelo como lo que es. Entonces todo mejora. Bebo un sorbo del Enrique Mendoza, que sí hemos pedido por su nombre, y, como si ésa fuera la señal, en una televisión que hay en la pared del fondo veo a Guti meter el segundo gol en el partido de ayer contra el Deportivo. Todo encaja si uno se deja llevar un poco para limar asperezas, como recomienda Adamsberg :

“A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Después de enterrar a mi padre, pasé el tiempo recogiendo guijarros en el río. Es una cosa que sé hacer. Dése cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el río se les está comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua” (“La tercera virgen” – Fred Vargas)

Bueno, gana el agua si no hay vino, claro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Plato combinado número siete : 10 euros

Paramos a comer en un área de servicio camino de Ribadesella. Elegimos ésta porque en un cartel se nos informa de que la siguiente está lo suficientemente lejos como para que el difícil equilibrio en un coche con dos niños de cinco años se venga abajo en cuanto uno de ellos diga que tiene hambre o que quiere hacer pis.

Nos sentamos en una mesa junto a una ventana con un cactus con pinta de no haber probado una gota de agua en mucho tiempo. María se lleva a los enanos al baño y yo me quedo viendo cómo un camarero vestido de negro extiende con indudable eficacia dos manteles de papel encima de la mesa. Coloca los vasos y me tiende el menú, una hoja plastificada, como si fuera un comisario pidiéndome que reconozca a un sospechoso.

-¿Has visto algo? – me pregunta María cuando vuelve.
-Creo que todos son sospechosos.
-¿Perdona?
-Nada.

La elección de los enanos no plantea dificultades. Habría que ponerles un monumento a la croqueta de jamón y otro al pincho de tortilla por lo fácil que nos han hecho la vida en situaciones como ésta. Cuando busco qué comer me encuentro con una sección dedicada a los platos combinados. En otras circunstancias habría pasado por alto la propuesta, pero aquí me parece la mejor opción. No me atrevo a confesarle mi elección a María hasta que ella me sorprende diciéndome que se va a pedir el número cinco.

-Pues yo quiero un número siete – le digo.

No recuerdo la última vez que me comí un plato combinado, pero es probable que Fernando Alonso, al que veo en una carrera por televisión, estuviera dando vueltas con el triciclo por el patio de su casa hasta que una rueda saliera volando. El número siete tiene dos trozos de lomo adobado, una ración de ensaladilla del tamaño y la forma del helado de un cucurucho, unas cuantas patatas y dos huevos fritos. Lo del siete y los dos huevos debe ser el homenaje de un cocinero madridista a Raúl, que aún rodeado de estrellas, apela a lo que apela para hacerse un hueco en el equipo.

Cuando llega el plato, exactamente como me lo imaginaba, tengo una pequeña epifanía temporal. A saber : que el tiempo no avanza a la misma velocidad para todas las cosas. O, dicho de otra forma, que aunque algunas cosas viven en el siglo veintiuno, otras se han quedado en épocas anteriores, con menos posibilidades de salir de ellas que la de ver al cactus saltando de su tiesto para echarse un trago de Aquarius en la barra.

-¿Qué tal tu plato?
-Epifánico.
-Mira qué bien.

María se ha pedido un filete con lechuga y dos espárragos que, pegados el uno al otro, parecen subrayar al filete. Vuelvo a mi plato para tratar de estirar la epifanía todo lo posible y llevarme una experiencia importante de esta comida, algo que contarles a mis hijos para que, con el paso del tiempo y cuando sean ellos los que lleven a sus hijos sentados detrás, puedan señalar esta estación de servicio como aquélla en la que su padre tuvo una epifanía.

La cámara de fotos que tengo en la mesa es del siglo veintiuno, de eso no cabe duda, pero ya es más dudoso que nuestra forma de usarla no se haya quedado en el siglo veinte. El plato combinado huele a años ochenta. El mantel de papel con migas, a los setenta. La carrera de coches en la televisión parece de este siglo pero no es sino una variación de las de cuadrigas con la misma espectacularidad y, sin duda, la misma inutilidad. Tampoco han entrado en este nuevo siglo las botellas colocadas en unas estanterías encima de la barra ni la forma en la que un hombre le pide a la camarera que le sirve una copa que se la siga llenando. En la mezcla de cansancio y aburrimiento del camarero que nos atiende puede notarse, superpuestas como las capas de un árbol, todas las horas detenidas sufridas por cientos de camareros de toda la historia.

Experimentada la realidad de las cosas con el tiempo como una carrera de ciclistas en la que sólo los que van en cabeza llevan el reloj en hora me pregunto para qué sirve este conocimiento recién adquirido. En ese instante me identifico, por primera vez, con Fernando Alonso, al que un tapacubos mal ajustado no le permite seguir en la carrera. Su coche está en el siglo veintiuno pero su equipo técnico debe ser el mismo del de Ben-Hur. A mí también se me suelta un tapacubos en mi epifanía y me veo perdiendo velocidad hasta que me detengo frente al plato combinado y se me hace totalmente real.

-¿Me das el huevo frito?

Lucía me señala el huevo y le digo que sí. Le hablaría de Raúl, pero prefiero dejarlo para otro momento. El camarero regresa de un siglo pasado para preguntarnos si queremos algún postre.

-Dos cortados – pedimos.

Y asiente con el movimiento justo de cabeza cuando uno pide un cortado. Lo clava. Reconozco que la maestría es cuestión de tiempo y que cuando uno la ha alcanzado puede dejar que el tiempo corra para los demás. Al fin y al cabo es probable que el tiempo, más que en línea recta, se limite a dar vueltas, como los coches en el circuito, para acabar volviendo al punto de partida. Necesito otra epifanía para darle forma a esta intuición, pero dos epifanías son muchas para un día y me niego a seguir ese camino. En vez de eso, abro la botella de agua y sin que nadie me vea riego el cactus, del que sale, lo puedo asegurar, un suspiro de agradecimiento.

domingo, 26 de julio de 2009

Entrada para concierto de Madonna : 96 euros.

A las doce en punto, Madonna se despide de todos nosotros sin ofrecer ni un solo bis. En una de las pantallas que ha utilizado en sus dos horas de espectáculo aparece “Game Over”, que es su manera de decirnos “Hasta aquí hemos llegado”. He visto ya suficientes conciertos como para no sospechar de un músico que, llegado el momento de despedirse, no necesite ofrecer unos cuantos bises para dar por zanjada la velada. Es como el anfitrión que después de los postres no preguntara :

-¿Qué? ¿Un licorcito? ¿Una copa? ¿Un pacharán?

Madonna se parece, más bien, a ese camarero que, sin que lo pidas, te deja la factura en la mesa cuando todavía no le has echado el azúcar al café.

-Es que tengo cambio de turno.

Sí, ya sabemos que el sábado toca en Zaragoza y que montar y desmontar todo el escenario lleva tiempo, pero creo que es en los bises donde uno le demuestra al público qué es lo que busca en un concierto, aparte del dinero, claro, que hasta los de festivales alternativos como el FIB te cobran siete euros por el programa para que puedas orientarte.

Pero llegan las doce y Madonna se despide sin un bis y me deja con la sospecha de que todo lo que hace, sin considerar el dinero, debe formar parte de las recomendaciones de su médico para tener cincuenta años y hacer lo que hace sin que le cruja un hueso, le falte el aliento o la memoria le falle y la obligue a tararear sus temas en plan Massiel y el lalalala.

-Un buen baño de masas siempre viene bien para que los años pasen por uno a menor ritmo.

Estas dos horas han sido un duelo consigo misma para saber hasta dónde puede llegar, en dónde puede dejar el listón para los que vengan detrás, como la exploradora que se decide a escalar la montaña más alta y dejar ahí una bandera con esa M rellena de diamantes que aparece en el escenario. Visto así, tiene sentido que se vean dos grandes emes a ambos lados del escenario y que en las pantallas, mientras canta “Give it 2 me”, la última canción del concierto, aparezcan otras dos emes volando y atacándose, como en un videojuego, hasta que una acaba con la otra.

Los espectadores, en esa lucha particular, sólo existimos para que ella pueda medir, en términos de cifras, qué Madonna ha ganado, si la de las anteriores giras o la de ésta. Si al mirarse en su propio espejo, éste, después de contar la gente que ha acudido a verla, puede decir :

-Sigues siendo la más bella.

Y he usado la palabra concierto con la sospecha de que ésta no sirve para describir lo que Madonna ofrece. Es importante dar con el término justo porque éste permitirá juzgar lo que Madonna hace. Resulta poco acertado criticarla por su poca voz, por sus falsas poses rockeras o por las versiones que realiza de sus temas antiguos. No estamos en un concierto al uso en el que eso deba medirse.

Lo que Madonna presenta en su “Sticky and Sweet” tiene más que ver con el espíritu del circo, del espectáculo por el espectáculo en el que todo vale si logra sorprender al espectador cada cinco minutos. El cómo lo logre no importa con tal de que consiga su propósito : se puede sacar un coche blanco en el escenario, o hacerla surgir del suelo encima de un piano negro, o simular un combate de boxeo o recrear una fiesta gitana con violinista incluido. Todo ello se presenta con un ritmo bien medido en el que no se permite ningún desliz. Para tenerlo presente, entre algunos números aparece ella misma en una de las pantallas repitiendo “Tic-tac-tic-tac”, como el jefe de cocina que les recuerda a todos los que están con ella que los platos tienen que salir en su justo momento y que no hay sitio para las improvisaciones.

El problema es que, como bien saben los del Circo del Sol, hasta en un espectáculo circense es necesario mantener un hilo narrativo. Se puede acumular toda la tecnología del mundo en un escenario pero la gente, empujada por esos genes que hace millones de años nos reunían junto al fuego para escuchar historias, le pide a lo que ve esa continuidad que da una historia.

A Madonna le falta que una de esas costureras que la deben ayudar con los trajes que se va poniendo le enhebre con un poco de hilo todos los números que presenta. Hasta los diamantes necesitan una base para lucirse. Ese hilo falta en el espectáculo de Madonna y lo que podía ser un collar se queda como un conjunto de escenas que uno recordará, de forma aislada, dentro de unos años, como el que se encuentra una cuenta perdida debajo de un sofá.

Pero ya se ha dicho que, en el fondo, este es un espectáculo de Madonna para Madonna en el que nosotros no contamos mucho. Es evidente que, en el tema tecnológico, ha demostrado lo que se puede hacer con esas pantallas que son las verdaderas protagonistas del espectáculo, pero podría haber ido mucho más lejos. Ya en el arranque , en el video que precede su aparición, aparece una pequeña esfera recorriendo diferentes escenarios, como si dijera :

-Lo que vais a ver, tenéis que tragarlo de golpe, como si fuera una píldora.

Y vista la reacción de la gente al final del concierto, ése es el mejor consejo para disfrutar de lo que presenta. Camino de casa, el taxista que nos recoge se pone a hablar de Madonna.

-Y lo más sorprendente es que tiene la edad de mi madre – nos dice.

Aunque no ha estado en el concierto, parece contento de que Madonna haya tocado hoy en Madrid.

-Todos los taxistas han debido de ir y venir al estadio porque por Madrid no se veía ninguno. He hecho varias carreras al aeropuerto y he cargado sin problemas. Un gran día – nos dice.

Nos mira por el espejo retrovisor.

-Aunque para conciertos , el de AC/DC. Eso sí que fue un concierto.

Y me doy cuenta de que lo de “Sticky and Sweet” también habría funcionado como título de la gira de los de Australia. Los extremos, que se tocan y todo eso.

lunes, 20 de julio de 2009

Gorra del Real Madrid : 12 euros

Dos horas antes de que empiece el último partido de esta temporada del Madrid en el Bernabéu, frente al Mallorca, decido que es una buena oportunidad para llevar a los enanos al campo por primera vez. Los dos me dicen que sí con un entusiasmo que, a estas alturas de la Liga y sin nada en juego, sólo deben compartir los madridistas que tengan menos de cinco años. El partido empieza a las nueve y les digo, mientras improviso una cena con lo primero que encuentro en la nevera, que sólo vamos a ver media hora, que si no se nos va a hacer tarde. Los dos me dicen que no les importa, como si ahora fueran madridistas de más de cincuenta años a los que incluso esa media hora les pareciera excesiva. Antes de terminar la cena, Daniel sigue animado pero Lucía, súbitamente, cambia de opinión y me dice que se queda.

Así que ahí estamos, Daniel y yo, en el vagón de la línea diez, como dos glóbulos (blancos, claro) que fueran directos al corazón del madridismo, al Bernabéu. Un corazón que en sus buenos momentos ha latido con la fuerza y la velocidad del de Indurain pero que ahora, admitámoslo, se parece al del jubilado jugador de petanca que desde veinte años no se quita el cigarrillo de la boca.

-Debe haber ido lejos la bola porque ni la veo.
-¡Ernesto, coño, que te la has tirado a los pies!

Nada más salir del metro, busco en un puesto algo que le sirva de recuerdo. Me hubiera gustado tener delante a Zidane regalándome dos camisetas firmadas para mis hijos, pero lo que me encuentro en la realidad es a una señora algo desmotivada que me dice el precio de las cosas tras dos segundos de silencio. En esos dos segundos la señora ha tomado en cuenta todas las variables para pedirme una cantidad por una gorra que piensa que voy a aceptar. Las variables no son muchas : La insistencia de Daniel, que se ha encaprichado con una bocina que no le voy a comprar, y mi paciencia.

-Doce euros.

Y doce euros es la cantidad en la que la insistencia de Daniel, que sube, se cruza con mi paciencia, que baja. El que quiera, que se imagine dos curvas en una gráfica cruzándose en un punto. El que no, que se imagine dos curvas en su punto cruzándose con uno.

Diez minutos antes de que empiece el partido, Daniel, en un puesto de chucherías frente a la puerta 42, me dice que tiene hambre. Sé que quiere una bolsa de nubes, pero mi mala conciencia por haberles preparado una cena con unos ingredientes que habrían hecho llorar en directo a Arguiñano, no me deja decirle que no.

Con una gorra en una mano y una bolsa de nubes en la otra, entro con Daniel en el Bernabéu un 23 de Mayo de 2009. Me veo entrando con mi abuelo y con mi padre en el estadio y me los imagino observándonos. Si éste ya es un plan discutible para los mortales, más dudoso debe ser para aquellos que puedan ver las verdades absolutas cara a cara.

-¿Y volver a conformarnos con las sombras de la caverna?
-No, caverna no, el Bernabéu.
-Pues lo mismo da.

El estadio está medio lleno. Venir al fútbol hoy es como pasar la mañana en la zona infantil del Parque de Atracciones sabiendo que las atracciones adultas están reservadas para los socios del Barça. Empieza el partido y me acuerdo de esos concursos de televisión en los que en verano invitan a los niños. Le diría a Daniel de quién son los dorsales si no fuera porque la gran mayoría no jugarán en el Madrid el año que viene.

-El 9 es de Di Stefano. El 11 es el de Gento. El 10 de Puskas.

Reconozco esas voces en mi cabeza, claro que las reconozco.

-No empecemos con las batallitas - les digo.

En el minuto veinte, Higuain mete el uno a cero. No nos sorprende que siete minutos más tarde empate el Mallorca. Es el momento de marcharse para no llegar tarde a casa. Daniel, sin mostrar demasiado interés por el juego (lo que no sé si es una buena señal) les ha cambiado un par de sus nubes por un puñado de pipas a las señoras que tenemos detrás. No se queja cuando le digo que tenemos que marcharnos.

Lo bueno de abandonar tan pronto el estadio es que la calle está vacía. Camino con Daniel de la mano por el centro. En ese momento me acuerdo de la magdalena de Proust y de otra forma de interpretarla : los hechos necesitan tiempo y las condiciones necesarias para crecer. Por eso el presente, por mucho que uno se esfuerce, suele estar crudo. La taza de té nos espera en el futuro.

miércoles, 3 de junio de 2009

Fucidine : 3,61 euros.

Así que ahí estamos, a las siete y media, en la cafetería del hospital de Sanitas. Los de esa mesa somos nosotros : Lucía, Daniel y yo. Encima de la mesa tenemos nuestra merienda : dos batidos, un café con leche, un zumo, una magdalena y unas natillas de chocolate. Por lo que hemos pagado por todo ello podría sentirme como si estuviera en una mesa de la plaza de san Marcos, viendo a las palomas posarse encima de los turistas.

Hemos venido al hospital a que un otorrino vea a Lucía. Llevamos ya varias visitas por culpa de un taponamiento que tiene en los oídos. El otorrino, nada más entrar, les hace a los enanos el juego del dedo que se separa de la mano. Siempre lo hace, quizás con fines profesionales, no lo sé, buscando algún tipo de reacción, como si una doctora realizara delante de mí el cruce de piernas de Sharon Stone para comprobar que mi atención y mis reflejos funcionan bien. Después del número de magia (el de las manos, no el de las piernas), el médico se fija en una herida que tiene Lucía en la nariz de tocársela. Dedica un buen rato a mirársela y le dice, como si no se fiara de que yo lo fuera a recordar mejor, que tiene que darse una pomada.

-Si no, se te puede poner peor – le dice. Me gusta este médico que utiliza la magia pero que les habla como adultos.

Y después de estudiar la nariz de Lucía, recuerda el motivo de nuestra visita y en un par de segundos mira sus oídos para ver cómo están.

-Limpios – dice.

Así que el principal motivo de nuestra visita se queda como algo secundario. Lo mismo nos pasó con Daniel cuando le llevamos al pediatra para que viera cómo iba una uña que se pilló con una puerta y le descubrió una otitis, sin darle apenas importancia a lo de la uña. Uno se cree que lo importante está en un sitio cuando realmente se encuentra en otro lugar. Quizás ese fuera el mensaje en clave del truco de magia del otorrino :

-Nunca nos fijamos en dónde está lo importante, por eso te crees este truco de magia.

En la mesa de la cafetería, por ejemplo, lo relevante no está en una magdalena, como yo pensaba, sino en una barra de pan. Lucía descubre en su magdalena pepitas de chocolate y se niega a probarla a pesar de que acaba de terminarse las natillas de chocolate (que anuncian en su tapa que no fabrican para otras empresas, que es lo que parece que Kaká lleva escrito en su camiseta del Milán, en su juego de ahora me marcho al Madrid, ahora no me marcho). Lo de la negativa tiene más de cuestión estética que gastronómica y Lucía la aparta. Insiste en comerse una barra de pan y en ese momento comienza la negociación. Le compro un bocadillo de salchichón si es para cenar.

-Para el camino – me dice.
-Para la cena
-Para el camino
-Para la cena – y hago amago de marcharme.
-Para la cena.

Antes de ir a casa pasamos por una farmacia a por la pomada. Daniel quiere saber qué diferencia hay entre una pomada y una crema.La pregunta, como todas las suyas últimamente, es buena y es una pena que mi respuesta no esté a la altura.

-Son iguales.

Y una mierda que son iguales y él lo sospecha y vuelve a insistir. Es la realidad, de nuevo, la que me echa una mano. La pomada cuesta 3,61 y entrego 3,60. Busco en los bolsillos ese céntimo que falta. Como si se avergonzaran de su poco valor, estas monedas son las que se esconden en lo más profundo del bolsillo. La farmacéutica, en vez de pedirme ese céntimo, les da a los enanos una piruleta de fresa. Y en un extraño juego contable, parece que esas dos piruletas cuadraran la transacción. Quizás es que, poco a poco, desconfiando de la situación actual, estemos volviendo al trueque, por si acaso.

Ya en casa, llegado el momento de cenar, Lucía abre su bocadillo y se come el salchichón sin probar el pan. Voy a decirle que no entiendo nada pero es ella la que se adelanta mirándome con cara de “efectivamente, no entiendes nada”.

domingo, 3 de mayo de 2009

Cena en Noemi : 49,11 euros.


María y yo estamos cenando en el restaurante Naomí, un japonés que está en la calle Ávila. La mujer mayor que nos toma nota nos advierte de que el atún que hemos pedido se sirve crudo y mezclado con huevo también crudo y espera a que repitamos sus palabras como si así se asegurara de que después de traerlo no nos vamos a echar atrás.


-Será por huevos - pienso.


Además del atún crudo pedimos berenjena y sashimi de atún y salmón. Cuando estoy tratando de poner orden en mis dedos para que manejen los palillos con la misma naturalidad que observo en las parejas jóvenes que ocupan las mesas del local, veo que entra una familia con dos hijos. La hija lleva una camiseta del Madrid y el hijo otra en la que se lee “Shit happens”. De repente viene a mi encuentro un pasado que creía ya muy lejano y aunque el atún y el salmón me dicen :


-Disfruta de la comida, aunque nosotros seamos el plato principal. Konbanwa. (Buenas noches)


El madridista que llevo dentro se impone y me escucho preguntándole a la chica cómo ha quedado finalmente el partido.


-2-6 - me dice, con la sonrisa del que ve cómo un meteorito cae encima de su casa y, poniendo un poco de distancia, trata de encontrarle la parte graciosa al asunto.


Efectivamente, “Shit happens”. Si María y yo estamos cenando en este restaurante a esta hora es gracias al quinto gol de Henry, que me animó, por primera vez en mi vida, a marcharme del Bernabéu antes de terminar un partido. Camino del coche pasamos por este japonés y la mujer que nos atendió, tal vez viendo en nuestra cara lo que acabábamos de experimentar mi mujer y yo, nos ofreció una mesa con la muy literaria condición de dejarla antes de las once, no sé si con el riesgo de convertirnos en salmón para el sashimi..


El caso es que el Barça se ha comido al Madrid como si éste fuera el blandito trozo de salmón sin espinas que me meto en la boca. Me imagino que los titulares de mañana sobre el partido serán más duros que unas gárgaras con chinchetas y por un momento desearía que esta tranquilidad de la cena, con su pescado, su flan de café y sus dos tés verdes no se terminara nunca.


Pero llegan las once y dos minutos antes de que termine el plazo estoy firmando el comprobante de pago y salimos a la calle. Escuchamos el sonido de varias ambulancias dirigiéndose al Bernabéu y me imagino que a más de algún socio sin capacidad de ironía se lo habrán tenido que llevar a casa en una de ellas.


Como la vida tiene esas coincidencias que a Paul Auster tanto le gustan y tanto dinero le deben dar, al zapear en casa veo que ponen “Astérix en los Juegos Olímpicos”, donde aparece Zidane en una pequeña escena. Me acerco a la pantalla como la niña de Poltergeist, pegando las manos a la televisión y susurrando en voz baja con la esperanza de que, en un día como hoy, el anhelado Zidane se manifieste y me ilumine.


-Vas a dejar de beber vino en la cena - me advierte mi mujer.
-Ya, pero es Zidane.


Cambia mi mujer de canal y vemos el episodio de Scrubs en el que una mujer, aquejada de una enfermedad, ve a todo el mundo cantando, como si viviera en un gran musical. ¡Ah, ojalá hubiera sido así esta tarde en el Bernabéu! Hasta lo más triste te anima el corazón si lo dices cantando. Yo habría compuesto para los jugadores un tema titulado “Hormonas enraizantes” (un producto que veo en la floristería cuando voy a comprarle a mi madre una orquídea para regalarle el domingo) porque lo que está claro es que a estos chicos de blanco les falta algo que les haga echar raíces en el escudo. Sé que es algo difícil cuando se tienen argentinos, holandeses y brasileños que deben ver su época en el Madrid con la frialdad del que hace escala en un vuelo camino de otro destino. Lo sé, lo sé, pero si Guardiola ha conseguido que el tronco seco de Henry florezca, lo mismo podemos hacer nosotros con unas buenas dosis de hormonas enraizantes. Un chupito antes de entrenar todos los días y seguro que estos chicos no nos habrían hecho sentir vergüenza ajena esta noche.


-Hormoras enraizantes para los futbolistas atacantes - tararero.
-¿Qué?
-Nada, nada - digo.


“Shit happens”. Sólo espero que el próximo año, al escuchar la alineación del esperado Madrid-Barça, en los marcadores del estadio del equipo de hoy sólo quede Casillas.


-Y Guti - susurra una voz con acento francés que sale de la televisión.

domingo, 12 de abril de 2009

Pincho en el Imanol : 1,6 euros

Son las ocho de la tarde y María y yo estamos en la barra del Imanol cenando unos pinchos. Los enanos están con los padres de María, así que no tenemos ninguna prisa. Nos sentimos, sin embargo, un poco desorientados, sin saber cómo manejar el tiempo o el silencio.

-Ahora estaría poniendo la cena mientras tú terminas de secarles el pelo – le digo.

Pero en vez de colocar un plato de Hello Kitty y otro de Barrio Sésamo en la mesa de la cena, muerdo un pincho de croquetas que acaban de sacar de la cocina. Así que así era la vida cuando no teníamos a los mellizos, me digo, y me vienen a la cabeza escenas como ésta en el asturiano que está junto a los cines Verdi (esas croquetas de manzana) o en el Quinto vino (esos montados de solomillo).

-Sí – dice María, y prueba el pincho de salmón relleno que tiene en el plato.

El local se va llenando poco a poco de gente. A nuestro lado se coloca de pie, junto a una mesa alta, un hombre mayor, rubio, totalmente vestido de negro, que señala el grifo de la cerveza. El camarero le muestra dos vasos y el hombre elige el alto y fino, levantando después el pulgar. Recibe la cerveza, la prueba y después de dejarla en la mesa se mete las manos en los bolsillos y se queda mirando la televisión, sin sonido, que tenemos detrás. La mira con una extraña atención, como si fuera el capitán de un barco decidiendo la mejor ruta para no encallar.

En la televisión está puesto un programa del corazón. No reconozco a ninguno de los famosos, pero me atrae la sucesión de imágenes, como si fuera un mono frente a un experimento. Me gusta esa lejanía de la realidad y mi total falta de implicación con lo que veo. Me termino la croqueta y al ver el plato vacío me ofrezco para buscar más pinchos.

Los camareros parecen filipinos. Me baso en el hecho de que entre ellos hablan un idioma que no reconozco del que saltan, sin ningún problema, a un español de taberna cuando , gritando, uno de ellos nos recuerda :

-¡Los palillos al plato!

O, más tarde, nos advierte :

-¡Las charlas para los domingos, aquí se viene a comer!

No sé si les entrenarán para lanzar gritos así, con la fuerza con la que un pelotari manda la bola contra el muro. Exceptuando el nombre del local y, en cierto modo, los pinchos, ante los que es posible que un ortodoxo en la materia negara lentamente, nada en el local parece vasco. De hecho, con la llegada del hombre rubio y su barco y el trajinar de los camareros, uno se siente un poco cosmopolita y ciudadano del mundo. Basta con que los platos de Hello Kitty y Barrio Sésamo sigan en su cajón para que se experimente cierto espíritu aventurero.

Movido por ese espíritu, recorro toda la barra con el plato en la mano buscando nuevos pinchos, como si fuera Darwin en el Beagle a la busca de ejemplares con los que apuntalar la teoría de la evolución. No encuentro pinzones de pico duro, pero sí un pincho de jamón serrano, otro de pasta de pimiento rojo, otro de salmón y un cuarto de cangrejo.

-Todavía no han sacado los pinchos calientes – comento al dejar el plato junto a los dos vasos de vino.

En ese momento entran dos mujeres con ropa deportiva. Se quedan cerca de la puerta y dejan a sus pies dos bolsas negras. Vienen de hacer deporte en el Holmes, un gimnasio caro que está cerca y en el que los monitores son capaces de ajustarte una tabla de ejercicios mientras te recomiendan dónde invertir el dinero a la vista de los vaivenes de la bolsa. Las mujeres parecen venir aquí a comprobar que sus esfuerzos aeróbicos tienen su recompensa. La selección natural en todo su esplendor.

-¿Sí o no? Me pregunta el culo de una de ellas al ver que me fijo en él.
-Bueno, hay que reconocer que sí.
-¡Ah! Eso le va a gustar a mi dueña.
-Sí, pero dile que quite ese gesto de tensión que tiene en la cara.
-Eso es porque le gustaría comerse un plato como el tuyo pero no puede.
-Todo sea por la especie – le respondo.

El capitán de barco sigue con su cerveza, bebiéndosela a lentos sorbos. Ahora en la televisión, que sigue sin volumen, han puesto el pasapalabra. Me quedo mirando cómo las letras se van iluminando. Es un ejercicio inútil pero relajante. Lo más parecido a ver un acuario. En la calle la tarde va empeorando, cubriéndose de unas nubes oscuras con ganas de anticipar la noche. Entre la poca gente que sigue en las mesas de afuera veo a una mujer con velo, a su marido y a sus dos hijos. Me extraña que no entren y se queden ahí afuera. Si nuestro gran presidente les viera, les invitaría a entrar y les hablaría de la alianza de las civilizaciones, que no es el nombre de un anillo de los que se anuncian por la noche en el teletienda, sino un programa político para que todos los niños del colegio sean amigos y compartan sus cromos.

Pedimos dos vinos más mientras acumulamos los palillos en el plato. Miro el reloj y le comento a María que ahora estaría empezando a contarle el cuento a los enanos. Dos veinteañeros se sientan a nuestro lado y comienzan a besarse con una dedicación e intensidad sorprendente, como si quisieran desenterrar un tesoro con la lengua. El chico, mientras la besa, busca mi mirada para asegurarse de que tiene testigos de su hazaña. Le contaría que la distancia entre un beso como ése y los cuentos a las ocho y media no es tan grande como él piensa, pero prefiero seguir acumulando palillos para no romper este eslabón en la cadena evolutiva y dejar que los genes puedan combinarse.

-¿Cuál es nuestro récord? – le pregunto a María.
-Diecinueve.

Cuento los palillos que hay en el plato y asiento.

-Pues vamos a ver si establecemos una nueva marca por mi bien y por el de la especie.

Y me levanto a buscar más pinchos. El capitán se termina su cerveza y sale a la calle. Me quedo junto a la puerta para ver si se sube a un barco, pero se mete en un Mercedes automático y se mezcla con el tráfico de la rotonda. Tal como están las cosas puede que para él éste haya sido un día más de trabajo o el último. Le debió resultar más fácil a los pinzones adaptarse a los granos duros de su dieta que a cualquiera de nosotros aceptar las nuevas reglas de la economía.