lunes, 28 de septiembre de 2009

Invitación a un parque de bolas : 12 euros.

Estamos en un local con una gran piscina de bolas celebrando el quinto cumpleaños de los enanos. El problema de haber nacido en Agosto es que casi todos tus amigos y familiares están de vacaciones, pero esa ausencia se compensa con distintas celebraciones posteriores, con lo que los regalos van llegando poco a poco a lo largo de varios meses, como si un Baltasar con mala memoria llamara de vez en cuando a tu puerta.

-Y este otro regalo, que también se me olvidó.
-Pero Baltasar, hijo mío, a ver si nos centramos.

En la estructura de la piscina de bolas hay cuarenta y seis niños gritando, lanzándose bolas, tirándose por el columpio, agarrándose unos a otros y, sobre todo, sudando. Daniel días más tarde me contará que jugaban a perseguir a las niñas, que la jefa se llamaba María y que, una lección que aprenden desde pequeños, era muy difícil atraparlas.

-Tres más y habríamos llegado al límite – me dice la responsable del lugar. Tres más y me habría visto con el mismo problema que Valdano y el banquillo del Madrid, decidiendo quién entra y quién no.

Desde que los enanos repartieron las invitaciones en el colegio hemos llevado una lista con las reservas que nos confirmaban de cada uno. Pensábamos que celebrando el cumpleaños un jueves, el único día que nos ofrecían, vendrían menos niños y tomamos la decisión con un poco de miedo, temiendo que al final la fiesta fuera tan silenciosa y fría como el desfile de un grupo de hormigas perdidas por el suelo de una catedral.

-¿Cómo vamos?
-Dos para Lucía y cinco para Daniel

Así estaban las cosas el domingo por la noche, a sólo cuatro días del cumpleaños. Nuestros temores tenían las mismas posibilidades de convertirse en reales que las negativas de Zapatero de subir los impuestos indiscriminadamente. María y yo hablábamos tumbados en la cama, imaginándonos las caras de los dos enanos al verse sin amigos en el cumpleaños.

-Recuerda que hemos invitado a los primos y a los hijos de los amigos – me dijo María.

Sí, pero para los enanos los que cuentan son los que tienen tu uniforme. Los primos y los amigos cercanos son como los defensas, con los que ya cuentas. Lo importante es que Kaká decida ponerse tu camiseta. Sería un buen momento para explicarles, poniendo la venda antes que la herida, que la necesidad de reconocimiento es otra estrategia de un ego inseguro, pero sospecho que los que así lo creen no tienen amigos y se ven obligados a jugar contra ellos mismos al ajedrez.

-Pues que sea lo que tenga que ser – admití.

En los cuatro días que quedaban para el cumpleaños aprendimos dos cosas : que parece que el tópico que dice que todo lo dejamos para el final es verdad y que conviene preocuparse por las cosas cuando lleguen, que uno podría haber aprovechado la noche del domingo para otras cosas. El hecho es que son las seis de la tarde y cuarenta y seis niños sudan, corren y gritan como si hubieran pasado el resto del día atados con cadenas.

En esa estructura por la que corren desaparecen las edades. Todos se mezclan con todos y hay una alegría contagiosa que me hace temer que aparezca por aquí Manu Chao para inspirarse y componer de nuevo el mismo tema que lleva cantando media vida. Miro a un lado y a otro pero el hombre no aparece, lo que me tranquiliza. En su lugar veo a un grupo de madres charlando tranquilamente en una mesa, al hermano mayor de uno de ellos hacer los deberes en otra mesa y a una de las chicas del local pintándoles la cara a unas cuantas niñas.

Los adultos insistimos en que merienden y que soplen las velas, pero a los enanos todo lo que no sea seguir jugando les parece una trámite del que se puede pasar : en los platos se quedan los sándwiches enteros y somos los padres los que aceptamos los trozos de tarta a una insistente chica a la que parece que le da pena que la tarta vuelva a la cocina igual que salió de ella.

El momento especial de la celebración es la entrega final de los regalos. Es lo único que consigue que todos los niños dejen de jugar y se coloquen detrás de una línea que hay pintada en el suelo para ver qué esconden los envoltorios. Impresiona verles pegados unos a otros y mirar con tanta atención a Lucía y Daniel mientras desenvuelven los regalos. La escena es la versión infantil de la presentación de Cristiano Ronaldo. Uno tras otro van apareciendo gormitis, relojes de Ben 10, estuches de lápices, cuentos, naves de la Guerra de las Galaxias o clicks granjeros. Parece que la imaginación de los fabricantes de juguetes no tuviera límites. Dentro de unos años, frente a unas cervezas y unas tapas, jugarán a recordar sus juguetes de pequeños.

-Y los gormiti.
-¡Joder con los gormiti! Que no paraban de sacar series los cabrones.
-Ya. ¿Te has fijado en ésa junto a la barra, la del pelo largo?
-¿Pero no es María?
-No me jodas…

Los niños poco a poco van rompiendo la ordenada fila y se van acercando a Lucía y Daniel hasta rodearlos, como si los regalos fueran para compartir. Todos ven los que tienen y los que pueden pedir en su cumpleaños.

A las siete y media termina la fiesta. Los padres van recogiendo a sus hijos y poniéndoles los zapatos mientras piensan que esa noche el baño o la ducha van a estar justificados. En ese momento me acerco a la responsable para que me entregue la factura. Veo el importe y pienso que hay bodas que se han celebrado por menos dinero. Me tranquiliza pensar que todavía pago un 16% y que el año que viene cada niño costará un 2% más porque el valiente equipo de economistas de Elena Salgado sólo se atreven con el impuesto más débil, al que ningún poderoso, amigo de las SICAV, quiere defender.

Dicen que no hay nada peor que las plegarias atendidas, pero hoy, viendo todas las bolsas con los regalos dispuestas en una esquina, no estoy de acuerdo.

domingo, 13 de septiembre de 2009

Tarantelo de atún : 25 euros.

Si uno le pone a su restaurante “Volvoreta”, puede jugar con la imaginación del curioso y permitirse que se piense en un local en la planta treinta de un hotel de cinco estrellas o en una cafetería de diseño en la sede de Volvo donde sirvan la mejor caldereta de la ciudad. La ambigüedad prácticamente no existe si, como es el caso, uno está comiendo en el “Asador de la Esquina” y esa esquina es la del Santiago Bernabéu.

Estamos sentados en una mesa pegada a un ventanal desde el que se ve todo el estadio. Hoy están poniendo un nuevo césped, así que la escena, que normalmente hubiera sido un tanto aburrida, resulta entretenida porque, aunque sea políticamente incorrecto, da un placer añadido el comer mientras se ve a los demás trabajar. Dentro del inconsciente colectivo que uno lleva a cuestas es prácticamente seguro que ande algún capataz de las pirámides que reviva antes esta imagen y sonría de placer al recordar antiguas jornadas bajo el sol de Egipto.

Los camareros, que se mueven por las mesas con la misma mezcla de control de la situación y seguridad en sí mismos que uno percibe en auditores capaces de enseñarte las cicatrices de mil batallas con Hacienda, nos entregan los menús. Al abrirlo me sorprende no escuchar la voz de Raúl recomendándome las sugerencias y, temiendo que sea un error de mi menú, lo abro y lo cierro varias veces, como si me abanicara.

-¿Qué haces?
-No escucho a Raúl.

Hace unos meses recibimos una felicitación de cumpleaños en casa y se le escuchaba perfectamente. Me hizo tanta ilusión recibir un mensaje personalizado que me lo llevaba a todas partes y lo abría con esa expectativa no del todo satisfecha del que se asoma a la página central del Playboy. No me cansaba de escucharlo porque siempre tenía la esperanza de que cambiara alguna frase y, como en un mal cuento de Bradbury, se abriera una puerta de comunicación entre Raúl y yo. Aunque, bien pensado, abierta esa puerta no habría sabido qué decirle y lo más seguro es que la hubiera cerrado

Llegado el momento de elegir, me sale el Guti que llevo dentro y, en vez de pedir carne, elijo el atún que aparece en las sugerencias. Los siete adultos de la mesa, mis hijos, y creo que hasta uno de los operarios que están poniendo el césped, me miran fijamente para decirme, como en el coro de una ópera :

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

Pero ya digo que en ese momento no soy yo, sino Guti, que va por la vida de sordo y que sólo tiene oídos para esa intuición que le dice dónde tiene que dar el pase justo para que la receta del entrenador, que siempre suele tener la sutileza de la de la tortilla de patatas, adquiera otro tono. Guti podría haber sido el Adriá del Madrid si no fuera porque, como admirador suyo, me temo que ni él mismo sabe todavía lo que quiere. En tema de novela negra, en vez de un 007 ha preferido convertirse en el Adamsberg del equipo.

En fin, que el capataz de las pirámides ve incrementado su placer cuando comienza a llover y los trabajadores siguen extendiendo los rollos de césped. El proceso es bastante sencillo, como todo en esto del fútbol : el césped llega en grandes rollos estrechos y una máquina los va recogiendo uno a uno con un único soporte que encaja en el centro y después los va extendiendo, como el que coge un tigretón y lo desenrolla, en el suelo. No sé si es que el anterior césped estaba muy mal o que, igual que uno no mete un Mercedes por un camino de piedras, conviene que el nuevo esté a la altura de los últimos fichajes de la temporada. Quizás todo se haga por Ronaldo, para que se vaya sintiendo más cómodo y cada vez que falle deje de poner esas caras de dolor tan intensas capaces de detener la rotación de la tierra por unos segundos.

Llega el atún y me siento decepcionado. Esperaba un buen trozo de atún, grueso y denso, y lo que me llega es un pariente cercano de ese emperador que uno se encuentra en el menú cuando está de régimen.

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

El coro, incluido el operario del césped, en el que ahora distingo una sonrisa de superioridad, repite sus palabras con el tono del que sabe que la realidad siempre se las va a apañar para darle la razón. Yo aprieto los puños y tenso los músculos del cuello como Ronaldo para que se vea que eso no era lo que yo quería, que mi intención era muy buena y que la culpa es del césped, del la barrera, de la presión, y del portero, al que le da por atrapar todo lo que yo tiro.

De repente me quedo solo con mi trozo de atún en el plato y las dos patatas asadas que lo acompañan, como dos coristas que ya han visto pasar sus mejores tiempos y ahora acompañan a cualquiera que las contrate. Esa imagen me permite saltar al concierto de ayer de Leonard Cohen, al que desde ya lamento no haber ido, y a las hermanas Webb cantando ellas solas “If it is your will”.

No me vendría mal una temporada en un monasterio zen para aprender a centrarme y no andar divagando de esta manera, que como me encargue del texto de mi lápida será la primera a la que se le podrá dar la vuelta para seguir leyéndola hasta el final. Uno se centra, por ejemplo, y aprende que el tarantelo no es un baile griego, sino el nombre de esa pieza de atún que me han servido, la que es de forma triangular y se encuentra cerca del lomo. Si uno quiere solomillo de atún, lo mejor es que lo pida así, y no otra cosa. Esto me parece que le pasa a Guti, que piensa solomillo y dice tarantelo o al revés. La vida es para los que piensan solomillo y dicen solomillo.

Espero que tras esta última aseveración la tierra se pare, pero ni por ésas. Los rollos se extienden sobre la tierra, los comensales disfrutan de la comida y yo decido ser zen y aceptar el tarantelo como lo que es. Entonces todo mejora. Bebo un sorbo del Enrique Mendoza, que sí hemos pedido por su nombre, y, como si ésa fuera la señal, en una televisión que hay en la pared del fondo veo a Guti meter el segundo gol en el partido de ayer contra el Deportivo. Todo encaja si uno se deja llevar un poco para limar asperezas, como recomienda Adamsberg :

“A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Después de enterrar a mi padre, pasé el tiempo recogiendo guijarros en el río. Es una cosa que sé hacer. Dése cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el río se les está comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua” (“La tercera virgen” – Fred Vargas)

Bueno, gana el agua si no hay vino, claro.

martes, 1 de septiembre de 2009

Plato combinado número siete : 10 euros

Paramos a comer en un área de servicio camino de Ribadesella. Elegimos ésta porque en un cartel se nos informa de que la siguiente está lo suficientemente lejos como para que el difícil equilibrio en un coche con dos niños de cinco años se venga abajo en cuanto uno de ellos diga que tiene hambre o que quiere hacer pis.

Nos sentamos en una mesa junto a una ventana con un cactus con pinta de no haber probado una gota de agua en mucho tiempo. María se lleva a los enanos al baño y yo me quedo viendo cómo un camarero vestido de negro extiende con indudable eficacia dos manteles de papel encima de la mesa. Coloca los vasos y me tiende el menú, una hoja plastificada, como si fuera un comisario pidiéndome que reconozca a un sospechoso.

-¿Has visto algo? – me pregunta María cuando vuelve.
-Creo que todos son sospechosos.
-¿Perdona?
-Nada.

La elección de los enanos no plantea dificultades. Habría que ponerles un monumento a la croqueta de jamón y otro al pincho de tortilla por lo fácil que nos han hecho la vida en situaciones como ésta. Cuando busco qué comer me encuentro con una sección dedicada a los platos combinados. En otras circunstancias habría pasado por alto la propuesta, pero aquí me parece la mejor opción. No me atrevo a confesarle mi elección a María hasta que ella me sorprende diciéndome que se va a pedir el número cinco.

-Pues yo quiero un número siete – le digo.

No recuerdo la última vez que me comí un plato combinado, pero es probable que Fernando Alonso, al que veo en una carrera por televisión, estuviera dando vueltas con el triciclo por el patio de su casa hasta que una rueda saliera volando. El número siete tiene dos trozos de lomo adobado, una ración de ensaladilla del tamaño y la forma del helado de un cucurucho, unas cuantas patatas y dos huevos fritos. Lo del siete y los dos huevos debe ser el homenaje de un cocinero madridista a Raúl, que aún rodeado de estrellas, apela a lo que apela para hacerse un hueco en el equipo.

Cuando llega el plato, exactamente como me lo imaginaba, tengo una pequeña epifanía temporal. A saber : que el tiempo no avanza a la misma velocidad para todas las cosas. O, dicho de otra forma, que aunque algunas cosas viven en el siglo veintiuno, otras se han quedado en épocas anteriores, con menos posibilidades de salir de ellas que la de ver al cactus saltando de su tiesto para echarse un trago de Aquarius en la barra.

-¿Qué tal tu plato?
-Epifánico.
-Mira qué bien.

María se ha pedido un filete con lechuga y dos espárragos que, pegados el uno al otro, parecen subrayar al filete. Vuelvo a mi plato para tratar de estirar la epifanía todo lo posible y llevarme una experiencia importante de esta comida, algo que contarles a mis hijos para que, con el paso del tiempo y cuando sean ellos los que lleven a sus hijos sentados detrás, puedan señalar esta estación de servicio como aquélla en la que su padre tuvo una epifanía.

La cámara de fotos que tengo en la mesa es del siglo veintiuno, de eso no cabe duda, pero ya es más dudoso que nuestra forma de usarla no se haya quedado en el siglo veinte. El plato combinado huele a años ochenta. El mantel de papel con migas, a los setenta. La carrera de coches en la televisión parece de este siglo pero no es sino una variación de las de cuadrigas con la misma espectacularidad y, sin duda, la misma inutilidad. Tampoco han entrado en este nuevo siglo las botellas colocadas en unas estanterías encima de la barra ni la forma en la que un hombre le pide a la camarera que le sirve una copa que se la siga llenando. En la mezcla de cansancio y aburrimiento del camarero que nos atiende puede notarse, superpuestas como las capas de un árbol, todas las horas detenidas sufridas por cientos de camareros de toda la historia.

Experimentada la realidad de las cosas con el tiempo como una carrera de ciclistas en la que sólo los que van en cabeza llevan el reloj en hora me pregunto para qué sirve este conocimiento recién adquirido. En ese instante me identifico, por primera vez, con Fernando Alonso, al que un tapacubos mal ajustado no le permite seguir en la carrera. Su coche está en el siglo veintiuno pero su equipo técnico debe ser el mismo del de Ben-Hur. A mí también se me suelta un tapacubos en mi epifanía y me veo perdiendo velocidad hasta que me detengo frente al plato combinado y se me hace totalmente real.

-¿Me das el huevo frito?

Lucía me señala el huevo y le digo que sí. Le hablaría de Raúl, pero prefiero dejarlo para otro momento. El camarero regresa de un siglo pasado para preguntarnos si queremos algún postre.

-Dos cortados – pedimos.

Y asiente con el movimiento justo de cabeza cuando uno pide un cortado. Lo clava. Reconozco que la maestría es cuestión de tiempo y que cuando uno la ha alcanzado puede dejar que el tiempo corra para los demás. Al fin y al cabo es probable que el tiempo, más que en línea recta, se limite a dar vueltas, como los coches en el circuito, para acabar volviendo al punto de partida. Necesito otra epifanía para darle forma a esta intuición, pero dos epifanías son muchas para un día y me niego a seguir ese camino. En vez de eso, abro la botella de agua y sin que nadie me vea riego el cactus, del que sale, lo puedo asegurar, un suspiro de agradecimiento.