domingo, 2 de diciembre de 2007

Entrada de cine : 6,75 euros.

Es la primera vez que vamos al cine con Daniel y Lucía. Lo habíamos retrasado un poco pensando que tal vez sería mejor dejar pasar uno meses más pero nos animamos pensando que lo peor que puede suceder es que dejemos la película a medias. Tratándose de una película infantil y viendo lo poco que se esfuerzan últimamente los guionistas, es probable que con la mitad sea suficiente para imagina el resto. El cine infantil de hoy es más previsible que la retransmisión de las campanadas de fin de año.

El caso es que pensaba que la primera vez, como suele uno proponerse en la vida, fuera inolvidable. Alguna película que hiciera historia y de la que los enanos, dentro de unos años, pudieran hablar orgullosos. La realidad, como siempre, prescinde de lo planeado siguiendo la máxima universal de que el hombre propone y la cartelera dispone.

Y he ahí que estamos un sábado a las cuatro menos cuarto comprando cuatro entradas para “Bee movie”. Como admirador de Pixar que soy, me siento un poco culpable llevando a mis hijos a ver una película de Dramworks. Públicamente admito que Shrek no me hace ninguna gracia y que el humor de Dreamworks se aleja bastante del mío. Por decirlo de una forma bastante expresiva, es como si un madridista se sentara en una mesa de culés en una comida homenaje a Stoichkov, ese gran hijo del balompié.

Pero ser padre implica esfuerzos como éste y mantener la neutralidad frente a los hijos animándoles con frases del estilo.

-Ya verás qué película más divertida

o

-Lo vas a pasar muy bien.

Cogemos las bases de plásticos para los asientos de los enanos y entramos en la sala. Independientemente de la película que vaya a ver, entrar en una sala cuando todavía está a oscuras y permanece en silencio es como caminar por un restaurante que acaba de abrir y ver todas las mesas preparadas. De alguna forma, éste es mi mundo, aunque no sepa cuál es la conexión que tengo con él : si me limitaré a ser espectador o alguna vez lo que proyecten se basará en una historia mía. Sí sé que se que es un reencuentro, una forma de ir cogiendo el ritmo de nuevo, de recuperar ciertos ritos antiguos entre los que estaba el ir al cine. Queda muy lejana esa temporada de mi vida en la que veía hasta cien películas al año, pero tampoco pretendo alcanzar esas cifras. Por el momento, soy feliz subiendo con mis hijos por las escaleras, señaladas por pequeñas bombillas azules, mientras busco el número trece de la fila.

La primera imagen que los enanos ven en una pantalla de cine es un anuncio. Previsible pero decepcionante, como comprarse un deportivo nuevo y ver que los cenicero están llenos de colillas. A ellos, sin embargo, eso les da igual. Tras el anuncio, que se habrá quedado grabado en alguna parte de mi subconsciente y que se activará cuando camine por un centro comercial, llegan los trailers de varias películas infantiles.

-¿Es ésta? – me pregunta Daniel.

Voy negando hasta que, por fin, aparece la luna creciente que es símbolo de Dreamworks. Yo hubiera querido ver a mi lámpara saltarina, la que precede todos los grandes trabajos de Pixar, pero no puede ser. Maldigo en silencio y me giro hacia mi hijo, que está a mi izquierda y después a mi hija, que está a la derecha.

-¡Ya empieza!

Y trato de enfatizar los símbolos de exclamación para que no exista manipulación, para que, dentro de unos años, en el diván de un psicólogo, mis hijos no puedan reprocharme que con mis palabras les mandara un mensaje mientras que con mi expresión corporal les enviaba otro. Mejor evitar las visitas a los psicólogos desde ya e insistir con esas exclamaciones que clavo en la palabra con la misma fuerza y decisión que un banderillero sabiéndose observado por una rubia de noche larga.

-¡Ya empieza!

Dentro de mi cabeza suena la aclamación del tendido siete a mis palabras y, satisfecho, trato de enfrentarme a esta película sin prejuicios. Una abeja charlatana que se subleva contra su rutinario futuro, una abeja que se enamora de una florista, una abeja que lleva a la industria de la miel a los tribunales, una abeja que acaba poniendo su propio despacho y asesora a las vacas que se sienten explotadas por el hombre.

La historia no tiene ni pies ni cabeza. Muchas veces me siento como esos abducidos que expresan sus experiencias con los extraterrestres en forma de salto temporal : en un momento se ven invitándo a alguien a tomar un té e inmediatamente se encuentran despidiéndole en la puerta de su casa. Así ando yo en esta película, de abducción en abducción, La abeja dice que va a poner una demanda y en la escena siguiente ya está en el tribunal, por ejemplo.

Tal vez a esta película le pillara la reciente huelga de guionistas de Hollywood y éstos le mandaran al director escenas inconexas y sin orden para que él las filmara, como el que se encuentra con un montón de huesos entre las manos con el mandato de montar un Tyrannosaurus Rex en la sala principal del museo. El director presenta su dinosaurio pero debe decirse que el trabajo no es bastante convincente. ¿Quién me mandaría a mí serle infiel a Pixar?

A los enanos mis problemas con los dinosaurios o con los guionistas les traen sin cuidado. Lucía, por ejemplo, apenas empezada la película, se tumba encima de mi mujer y aprovecha la oscuridad para darse una buena siesta. A Daniel, por el contrario, lo único que le preocupa es reconocer la fotografía de la película que le enseñé ayer en la que la abeja aparece mojada por el agua.

-¿Cuándo se moja?

Y una vez que ve la escena, como el turista que se hace la fotografía de rigor junto a la torre de Pisa, cambia de preocupación.

-¿Cuánto queda?

Que es lo mismo que yo me pregunto, sobre todo cuando la película presenta un falso final tras el que viene una sucesión de incoherencias que demuestra la necesidad de mimar a los guionistas, de tratarles como personas y de dejarles que de vez en cuando reciban la luz del sol y beban agua potable. Tras varios amagos, la historia termina y se encienden las luces. Lucía se incorpora con el mismo gesto que me encuentro por la mañana cuando voy a por ella a la cama. Daniel me dice que sí, que le ha gustado, que si nos vamos a casa a ver dibujos, como si esta experiencia tuviera todavía algo de sucedáneo.

Bajamos las escaleras hasta el primer piso. Todos los niños van corriendo hasta la pantalla para tocarla. Daniel tira de mí para imitarles, para comprobar algo que él tiene en su cabeza.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Caja de doce lapiceros Bic Kids : 5,47 euros

Sé que comprar papel para la impresora en un Workcenter es como asumir que a uno no le importa el dinero que gasta. En cualquier papelería lo encontraría mucho más barato, ya lo sé, pero cuando se tiene mellizos de tres años hay que aprovechar las ocasiones y en esta mañana de viernes coinciden el espacio y el tiempo, unos minutos sin prisas y un lugar en el que comprar papel, y entro a por lo que necesito.

Decía Einstein que si viajáramos junto a la luz, veríamos cómo el flujo del tiempo empezaría a variar. Yo experimento esa fluidez del tiempo cuando estoy juntos a los enanos, en mis particulares experimentos científicos. En este, por ejemplo, el tiempo se detiene cuando descubro una mesa con lápices y fotocopias para que los niños dibujen. Los dos se sientan en sus sillas de colores y van probando con diferentes colores, ensimismados en su particular noción del arte.

Voy rápidamente a por los folios y cuando regreso junto a ellos veo en qué han estado empleando esos dos minutos que he estado eligiendo entre dos paquetes de diferente gramaje. Lucía ha pintado en todas las fotocopias con un color distinto en cada una de ellas. Daniel se ha dedicado a colorear un gato. Llego a tiempo de ver cómo Lucía empieza a pintar en el dibujo de Daniel en su particular estrategia de probar todas las hojas, como quien le quita los pétalos a una margarita. Javier hace intención de llorar y el tiempo vuelve a acelerarse.

-¿Vamos a buscar unos lápices?

Y el tiempo se detiene otra vez. Dejan lo que tienen en la mesa y se acercan a mí, esperando que les lleve hacia la zona de lapiceros.

Sé que comprar lápices en un Workcenter es como asumir que a uno no le importa el dinero que gasta. La razón para justificarme es la misma que he expuesto en el primer párrafo, así que se puede acudir a él mientras me muevo entre los expositores buscando los lápices. Que estaban por aquí, creo, o por ahí. Ah. Ahí están.

Pararse frente a un expositor de lapiceros debe ser una recomendación de Feng Shui por esa sensación de orden, optimismo y tranquilidad, entre muchas más, que experimento frente a ellos. Así debería ser mi vida, me digo. Al que se sienta más perdido que un trompetista en un grupo heavy bastaría con mandarle una de estas cajas para sanearle un poco las ideas. El tiempo se detiene aún más y noto cómo se demora a mis pies, como un gato caminando de noche. Pero uno de los enanos, no quiero saber quién, le pisa el rabo al gato y me recuerda qué he venido a hacer aquí.

-¿Esos son los lápices?

Así que el tiempo sufre una sacudida, como la del vagón parado cuando tira de él la máquina del tren. Nada serio todavía si no tardo en encontrar los lápices que busco. No sabría expresar lo que busco, pero sé que lo reconoceré cuando lo encuentre. No puedo ser más explícito en este punto de la narración. Voy descartando lo que veo aunque como no sé lo que busco, tampoco puedo decir por qué lo aparto. Los enanos, claro, poco saben de mis vagas intuiciones. Me fijo en los que me señalan y niego con la cabeza improvisando excusas como el que le lanza cacahuetes al león que le persigue.

-Ya tenemos de esos en casa.
-Tienen la punta fina
-No tienen todos los colores.

Y frases por el estilo. La máquina comienza a acelerarse, el león está a punto de lanzarse sobre mí y apenas queda nada de esa sensación del Feng Shui que ahora parece un recuerdo muy lejano. Y es en este momento de crisis cuando me fijo en unos lapiceros que me llaman la atención. En una esquina aparece un 3 con el signo más. Esa señal me invita a cogerlos y a ver qué es lo que los hace especiales para niños de tres años. Un lápiz es un lápiz es un lápiz. A estas alturas ya no hay nada que descubrir.

Eso es lo que pensaba cuando entré en la tienda, pero al leer la descripción de esos lapiceros descubro que son lo que buscaba. La vida cotidiana se compone de bastantes momentos en los que uno se dice “debería haber algo que”. Es una frase que surge como una especie de plegaria dirigida a ese lugar incierto en el que algo incierto se ocupa de estas peticiones inciertas. Para las solemnes están los espacios de culto pero para estas frases que son más que una queja pero menos que una plegaria hablaría del limbo si al limbo no lo hubiera recalificado hace pronto para dejarlo con menos sentido que un diccionario de latín en la jaula de un oso.

Uno se olvida de esas quejas pero el deseo de verlas atendidas persiste de una forma casi silenciosa, modificando en ciertos momentos nuestra forma de actuar. Se quedan ahí y se hacen presentes cuando uno va a elegir unos lapiceros, por ejemplo. ¿Y qué tipo de quejas persistían escondidas e hibernando como la bolsa de guisantes al fondo del congelador? La descripción de los lapiceros las presenta claras ante mí :

-Triangulares, fáciles de coger.
-Con colores vivos
-Con punta súper sólida.

Basta un poco de imaginación para asociar esas frases con los momentos en los que yo pronuncié mis particulares quejas. Para aquellos sin imaginación, seca por la televisión como un lago al que le diera demasiado el sol, presentaré una escena resumen, con uno de los enanos agarrando con problemas un lápiz, apretando varias veces el papel con él para que el color se note y dejándolo caer al suelo rompiendo la punta al instante.

Y hay pocas que provoquen más desasosiego que ver un lapicero de colores con la punta rota. El Feng Shui lo incluye en la lista de cosas que nunca debes hacer, como enfrentarte a tu padre con una espada láser si los dos os apellidáis Skywalker.

Ahora sí que me da igual el precio exagerado que pago por los lapiceros. Que un tipo de Bic haya atendido mis plegarias es algo que vale más que lo que pago. Los enanos caminan contentos con sus lápices junto a mí. El tiempo se adapta a mí para que pueda disfrutar de este momento, de esta mañana de sábado.

jueves, 1 de noviembre de 2007

Un ramo de margaritas y claveles : 14 euros

Ayer cenamos en un bar decorado con calabazas y murciélagos. Nuestra mesa estaba junto a una pantalla gigante en la que el Madrid fue metiéndole una serie de goles espléndidos a un Valencia, que , tal vez sintiéndose protegido por el murciélago de su escudo en una noche como ésta, no se esperaba esa lección de buen fútbol. Daniel gritaba con cada gol y seguía haciéndolo cuando el resto del local ya se había tranquilizado.

-¿Pero te quieres callar?

Y cuando intentaba razonar con él, el Madrid volvía a meter otro gol, la gente gritaba de nuevo y Daniel me miraba como diciendo :

-Si ya sabía que iban a meter otro.

Lucía, cansada de todo el ruido, me miraba y me pedía que la llevara a tocar las figuras de papel que colgaban del techo. Tras dar varios paseos empezó a preguntarnos cuándo nos marchábamos, así que en el descanso, con un 0-4 que nos había dejado satisfechos, nos marchamos a casa.

Eso fue ayer. Hoy por la mañana hemos leído en el periódico que media hora después de irnos del restaurante y a unos veinte metros de donde estábamos, un hombre fue tiroteado en su coche. La escena parece una descripción de algo sucedido en un sitio muy lejano, no junto a la casa en la que vivimos. En el restaurante ofrecían una copa gratis a quien se presentara disfrazado en esa noche de Halloween, pero los que realmente dan miedo pasan desapercibidos hasta que paran junto a tu coche, sacan la pistola y te recuerdan que en este mundo globalizado las fronteras entre ciudades no existen y que en unos pocos metros puedes saltar de una celebración americana a un paseo por Madrid a un rincón de Bogotá y al salón de tu casa.

Esa representación de la muerte continúa en el mexicano en el que comemos hoy. En una mesa, cerca del servicio, estaban colocados, entre velas y figuras de colores, varios platos de comida. Me gusta la combinación de comida y homenaje a los muertos porque muchos de los recuerdos que tengo de mi padre son de las comidas que celebrábamos todos juntos y que él tanto disfrutaba. Llamo a mi madre para ir al cementerio por la tarde.

Mi madre compra dos ramos de margaritas y claveles en la floristería del cementerio, repleta de gente. Caminamos hacia la tumba de mi padre disfrutando de la vista : sólo se ven flores frescas, de todos los colores, junto a las pequeñas placas que, perfectamente ordenadas, se distribuyen por una amplia superficie de césped bien cuidado. Al llegar junto a la lápida de mi padre, mi madre comienza a quitar las flores que ya se han quedado secas.

Mientras espero a que mi madre termine, me fijo en una niña de unos seis años que va caminando con una bolsa de chucherías. Se para frente a las inscripciones que se va encontrando, como si las estuviera leyendo, y al acabar mete una mano en su bolsa, saca una bola y la deja entre las flores.

martes, 23 de octubre de 2007

Tratamiento de varices : 2.000 euros

En un reciente artículo en El País se argumentaba a favor de la desaparición del dinero en efectivo como método para luchar contra el dinero negro. Si todos pagáramos con tarjeta o electrónicamente, se decía, se podría seguir el rastro de cualquier transacción y saber su origen. La razón moral para que el dinero se convierta en algo virtual no está nada mal, pero yo prefiero que el dinero pese, que se haga menudo, que me abulte los bolsillos. Si no, uno deja un talón de dos mil euros en un mostrador como si nada, como si aquello, más que algo real, fuera un juego.

Pero volvamos atrás, a ese momento en el que vuelvo a encontrarme con el especialista en cirugía vascular que ya me vio hace diecinueve años y que al mostrarle la pierna derecha me dijo :

-Esta variz tiene mala pinta

Mala pinta para la vida civil, pero no para la quirúrgica, que a los pocos días pasaba por el quirófano para operarme, vendarme la pierna, obligarme a pasar unos días en casa sin moverme y, de paso, impedirme ver a Peter Gabriel en su gira “So”. Todavía hoy cuando escucho algún tema de ese disco la pierna me pica con la misma fuerza que los huesos a alguien con problemas con la humedad poco antes de que Noé saliera a navegar.

Diecinueve años después le enseño la otra pierna, la izquierda.

-Esta variz tiene mala pinta

La frase, repetida de la misma manera, hace que el tiempo se junte como los pliegues de un acordeón. Y poco me falta para improvisar una letra de tango para esta relación tan especial por la que los días no pasan. No somos, precisamente, dos amantes que, apenas se miran a los ojos, vayan dejando prendas por el camino.

Esa ilusión de la ausencia de tiempo es efímera porque Peter Gabiel no anda de gira estos días por Madrid, yo tengo menos pelo, peor memoria y esta vez no me sugiere que me opere. Me habla de un tratamiento nuevo con microespuma mucho más cómodo.

-No requiere anestesia ni ingreso. Se hace en quince minutos y sales andando por tu propio pie.

Para mostrarme los beneficios de esta nueva técnica, me enseña dos fotografías con una variz más impresionante que la mía antes y después de utilizar el nuevo método.

-En tu caso, además, te quedaría mejor la pierna que con la cirugía.

Tengo que decir aquí que mi variz era de medalla de plata. Caminar con ella era como llevar una serpiente debajo del pantalón. Diecinueve años dan para mucho y en todo este tiempo mi variz había llevado una vida de reina sedentaria, moviéndose menos que el suplente de Casillas. Llegó el momento en el que parecía que iba a cobrar vida propia y esa amenaza me animó a visitar al especialista.

-El precio, tengo que decírtelo, son dos mil euros.

Alguien más valiente habría dudado al escuchar el precio del tratamiento, pero yo no lo hice. Ya había decidido esquivar la anestesia y la cantidad que me dijo provocó la queja de mi yo económico, al que en ese mismo momento di la espalda como a un funcionario degradado obligado a trabajar en los archivos de un sótano. Me gustaría ser valiente y ser sincero, pero puestos a elegir, prefiero ser sincero y admitir que pudo más el miedo y que rápidamente empecé a pensar de dónde sacar el dinero. Tampoco puedo presumir de cobardía porque tampoco en este campo soy constante ni me esfuerzo lo que debiera para alcanzar cierto nivel: me quedo en un decepcionante cinturón amarillo.

Así que ahí estoy, con el talón en la mano, pasándoselo a la enfermera antes de entrar para que me quiten la variz en quince minutos. Si hubiera pagado con monedas de veinte duros, todo habría sido más real, menos etéreo. Todavía ahora, días después, cuando me quito la venda para aplicarme hielo, me sorprende que la variz no esté ahí, que la realidad, como ya advertía Italo Calvino, se vuelva tan leve.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Empanada de atún : 3,60

Mañana de domingo. Damos un paseo por la calle Fuencarral buscando una chocolatería para desayunar que no encontramos. Esta sensación de que Madrid va cambiando muy deprisa no se debe a que la ciudad se haya acelerado, sino a las pocas veces que en estos tres últimos años hemos podido caminar por el centro. Somos como el astronauta que se pasa toda la vida por el espacio y que al volver a la tierra se da cuenta de que su hermano gemelo no está en la chocolatería sino en una estrenada franquicia de cafés americanos. Einstein lo explicó mejor, pero el concepto está ahí y nosotros, viendo que los mellizos se distraen, entramos en el Starbucks.

No sólo ha desaparecido la chocolatería, sino el bar de Malasaña especializado en croquetas. Las servían con una pequeña banderita en la que explicaban de qué estaban hechas y en algunos casos los experimentos estaban realmente buenos.

-¿Y no estará más adelante?
-No, era aquí, seguro.

Y es al admitir que era ahí, en el local ocupado ahora por una tienda, donde pretendíamos tomar unos vinos y unas croquetas cuando me siento algo mayor. Uno realmente cumple años en los momentos más inesperados y en ese instante a mí me caen dos de golpe.

-¿Y ahora?

Llegar hasta aquí con los enanos es una inversión en tiempo y esfuerzo que no podemos desperdiciar. Lucía se ha recorrido toda la calle Malasaña gritando que la cojamos en brazos. Daniel, más tranquilo después de comerse media magdalena en Starbucks (y de desmenuzar la otra media en el suelo) va señalando los distintos colores con los que están pintadas las puertas y deteniéndose ante ellas como si estuviera recorriendo una particular exposición. Mi mujer me mira como pidiendo que la asegure que todo esto no ha sido en balde. En ese momento me adelanto unos metros y descubro que en “La Tapería”, un local que está al final de la calle, hay sitio.

En el lugar todavía se percibe esa tranquilidad del que lee el periódico totalmente abierto sobre la mesa, del niño que revisa sus cromos una y otra vez, del camarero que ajusta los platos con los pinchos bajo un cristal, de los amigos que se acaban de pedir una caña para hablar de las reformas de uno de ellos.

-Tiraron la casa en Mayo y hasta la semana pasada no ha vuelto.

Esa mañana de domingo que trata de alargase todo lo que pueda empieza a desaparecer con nuestra llegada. Somos los primeros en pedir el menú para comer. Revisamos la carta y elegimos unas láminas de bacalao y unas croquetas para los enanos y un tartar de buey y una empanada de atún para nosotros. Dos copas de Arzuaga. Me siento un poco culpable cuando la camarera se marcha a la cocina porque en ese momento habría sido más apropiado un café con leche y un croasán que un tartar de buey. Hemos entrado por la puerta y la mañana de domingo ha saltado por la ventana.

Los mellizos, ajenos a mis culpabilidades sin sustancia, se dedican a dibujar en la parte de detrás de sus manteles. Lucía traza varias líneas rojas paralelas. Daniel recorre todo el borde de su mantel con un lápiz azul y cuando termina me pide mi mantel. La camarera sostiene los platos mientras los enanos se niegan a que les coloquen algo encima de su mantel. Al final decidimos que lo mejor es darles la vuelta para que no se manchen.

Nada más llegar la empanada de atún, sé que ha sido una buena elección. Se la ve fresca y jugosa. Por un momento pienso que los enanos están neutralizados con las croquetas y el bacalao, pero apenas he probado un trozo, Daniel señala la empanada.

-Quiero eso.

Le explico que las croquetas están muy buenas, que las han traído con salsa, que no queman, que hay un montón.

-Quiero eso.

Le doy un trozo con la esperanza de que no le guste. ¿Para qué voy a negarlo?. Iban a ser unos buenos momentos de intimidad gastronómica entre mi empanada, mi Arzuaga y yo. La media magdalena que terminó desmigajada en el suelo era mía y con ese sacrificio ya he cumplido hoy como padre. Con lo que cuesta una magdalena en el Starbucks se podría pagar a medio equipo de regional preferente, por poner un ejemplo de fútbol y dejar a los astronautas del primer párrafo en paz.

-Quiero más.

Hay un contrato tácito entre un padre y su hijo en temas de comida y es que, salvo que se trate de chucherías o de objetos manifiestamente nocivos (como una piedra o una llave inglesa) un padre no puede negarle a un hijo más comida si éste se la pide con esa mirada interrogante que me encuentro yo ahora.

-Toma, toda tuya.

El grupo de amigos paga sus cañas, el lector de la mesa de al lado cierra su periódico, una pareja mayor se sienta en otra mesa y yo me como las croquetas. Mi mujer, viendo cómo, resignado, le hecho de vez en cuando un vistazo a lo que va quedando de empanada, sale en mi ayuda. Le hace una señal a la camarera.

-¿Nos trae una tabla de ibéricos?

Tan pronto nos la sirve, los mellizos se lanzan a ella. Daniel se olvida de su empanada y empieza a comer jamón. Lucia, con la cabeza apoyada en su mano izquierda, tira con fuerza con la otra mano de un trozo de chorizo que ha mordido. Recupero la empanada lentamente.

-Eres otro niño más – me dice mi mujer.

Y en ese momento pierdo los dos años que gané antes.

domingo, 16 de septiembre de 2007

Corte de pelo : 10 euros

Llevo varios años yendo al mismo peluquero porque me gustan sus historias. Me resultaría más cómodo cortarme el pelo en una franquicia que tengo cerca de casa donde todo está en orden, las peluqueras te dan un suave masaje en el pelo, la luz se refleja en todos los cristales y las revistas de moda son siempre las últimas. Nada que ver con ese pequeño local al que acudo donde sólo hay sitio para dos sillas de peluquero, un armario con un cubo y una escoba, tres sillas para los clientes y una repisa en la que hay una radio exactamente igual a la que mis padres me regalaron hace unos veinte años. Carlos me ve llegar y levanta las bolsas que lleva.

-Mira, tierra para las espinacas – me dice.

Vive en un ático por el que paga un alquiler ridículo. Ésa es una buena historia.

-¿Espinacas?
-Ya ves. Para todo el año. Y si pudiera, también tendría gallinas, pero huelen muy mal – me dice.

Soy el único cliente esta mañana de sábado. Muy cerca los obreros siguen con la reforma del mercado en el que está la peluquería. Cuando era pequeño acompañaba a mi madre a hacer la compra y el recuerdo de todos los puestos abiertos con la mezcla de olores ya sólo existe en mi memoria. Poco a poco todos han ido cerrando y darse un paseo por este mercado era más efectivo para deprimirse que escuchar a Melendi defender su pasión por el fútbol.

-Te van a tirar el muro.
-Sí, el lavabo está suelto de un golpe que le dieron – Y para demostrármelo deja las bolsas con la arena junto a la radio y lo mueve – Pero desde entonces, nada.

Me siento en el sillón y ojeo un periódico de hace un mes. Tengo así la segunda oportunidad de leer, relajadamente, algunas noticias que en su momento se me pasaron. Apenas empiezo la crónica de la llegada de Beckham a Los Angeles, me enseña un papel. Leo “tabaquismo” e “infarto”.

-Un poco más y no estoy aquí.

Me lo dice como si hubiera estado a punto de perder un autobús.

-Me dio un ataque al corazón estando de vacaciones en la playa. Empecé con sudores y el brazo me dolía, así que le dije a mi mujer que llamara a una ambulancia.

Todas sus historias, por extrañas que parezcan, tienen algo que las avale. Ahí está esa máscara de gas, junto a la radio, que le regaló un alemán. Una buena historia la de esa máscara. O una foto con un peluquero muy famoso, de cuando iban a afeitarle a algunas mujeres esa zona que normalmente no se afeitan los hombres. Buenas historias también las de esa época.

-Me han puesto en el corazón como dos puentes que sueltan su propia medicina para evitar que el cuerpo los rechace. Creo que son de platino. La operación salió por unos cinco millones.

Todo eso me lo cuenta como si le hubiera pasado a otro. Ahí está el dibujo del corazón con dos porcentajes escritos a máquina.

-Si no me lo pillan ahora, en dos años habría sido definitivo. Así que se acabó lo de fumar.

En la peluquería entra un hombre mayor con camisa blanca, el pelo al cero y unas gafas negras, amplias, que le cubren media cara. Una versión de la mosca con sesenta años. Se sienta y veo que asiente a todo lo que escucha. Por las sillas de esta peluquería pasa toda la gente que trabaja en el mercado para comentar algo o soltarle un par de pullas a Carlos. Como éste que ahora abre la puerta y se asoma.

-¡Qué pasa, peluca! ¿Todavía vivo?
-Vivo y coleando.
-Lo de coleando lo dudo con tu edad.
-Pues pregúntaselo a tu mujer
-¡Qué cabrón! Jajajajaja
-Jajajaja

La mosca de sesenta años se ríe, como si fuera esta escena la que hubiera venido a presenciar. Yo sigo mirando el dibujo del corazón, pensando que habría sido duro encontrarse con la peluquería cerrada para siempre.

-Pero hay que seguir adelante. En cuando salí del hospital, me fui con mi hija a pescar. Y a una de las enfermeras la he invitado a pasarse por aquí cuando quiera. ¿Tú ves el zorro? Pues hay una muy mala que está muy buena. Y yo le decía, tú , de mala, no tienes nada.

Me corta el pelo mientras hablamos. Hoy se lo he pedido muy corto. Cuando termina me pasa un espejo por detrás para que vea cómo ha quedado. Cada vez veo el pelo más blanco.

-Perfecto.

Le tiendo el billete de diez euros y veo que se queda mirando algo fuera de la peluquería. La mosca también parece sentirse atraída por algo. Me giro para ver a una morena de unos veinte años caminar por la acera. Nadie dice nada. Tan pronto dejamos de verla, Carlos se acerca a un jarrón con caramelos y saca un puñado.

-Toma, para tus hijos – me dice.

Los caramelos deben de tener la misma edad que la radio, pero eso es lo de menos. Se lo agradezco y salgo contento de la peluquería, como cuando de niño, cuando mi madre compraba la fruta, me daban una mandarina.

-Hoy tiene quién le defienda – le decían a mi madre.

Los obreros siguen trabajando.

lunes, 3 de septiembre de 2007

Menú infantil de Frescco : 6 euros.

Antes de entrar en un restaurante nos aseguramos de que no esté permitido fumar y de que haya espacio suficiente para que los enanos corran. Nos asomamos al Frescco de la calle Orense y comprobamos que las condiciones necesarias (pero no suficientes, que eso depende de los enanos) que pedimos se cumplen. Con dos mellizos de tres años, el horario de comidas se acerca más al que existe en el resto de Europa y cuando entramos en los restaurantes, apenas hay gente. Podemos elegir dónde sentarnos pero no sabemos si el que el sitio esté vacío se debe a que no es un buen lugar para comer o, simplemente, a que es demasiado temprano.

En el Fresco el menú de adultos cuesta 9,95 euros y el de niños, 6. Junto a un largo pasillo está dispuesta la zona de las ensaladas al final de la cual está la caja. En el fondo del local se encuentran los platos calientes. La oferta no es muy amplia (arroz, pasta, tomates, guisantes…) pero esa limitación parece compensarse con la posibilidad de poder repetir todas las veces que uno quiera salvo en la bebida, ya que tenemos que pagar 1,30 euros por un refresco de limón.

A los enanos la variedad de los platos les da igual. Serían felices comiendo pollo y natillas. Cualquier pediatra nos colgaría de los pies, con razón, al leer esto, argumentando que en la dieta hay que incluir verdura, fruta y otras carnes. Lo sabemos y lo aceptamos, apreciado pediatra, pero conocer el camino correcto no quiere decir que podamos seguirlo. Aquí, por ejemplo, lo prueban todo pero acaban comiendo pasta y pizza. El término comer tampoco es apropiado para el proceso por el que ellos se alimentan: tienen sus ritos, su tiempo y su forma de mezclar los platos. Toda comida queda definida por su capacidad de insistir y nuestra paciencia. Si nuestra paciencia es poca, pueden comer espaguetis con las manos y apurar el café del cortado sin que movamos una ceja (situación excepcional, sí, pero verídica). Si nuestra moral es alta, como tropa inglesa después de un arenga de Shakespeare, de la silla no se mueve nadie, las cosas se piden por favor y hasta que nosotros no digamos, no se da por terminado un plato (también excepcional, cierto, pero real) Hoy la negociación es muy suave y pronto llegamos a un acuerdo : ellos utilizan el tenedor, se dirigen a nosotros sin gritos, se tragan todo lo que se metan en la boca en un tiempo aceptable y a cambio nosotros les ayudamos a pintar, con los lapiceros que nos han regalado, una hoja con hortalizas.

-¿Y la zanahoria de qué color?
-Negra
-Tú mandas. Trágate el arroz.

Haber elegido este restaurante , básicamente de ensaladas, viene bien si has dejado el coche con un ticket hasta las dos y se acerca la hora de cumplir con el sistema tributario de Madrid. Llegado el momento, como Cenicienta, me levanto de la mesa y rebusco en los bolsillos para comprobar que tengo las monedas necesarias. Pretendo, ingenuamente, que ninguno de los enanos se fije en mí

-¿Dónde vas?
-Al coche
-Yo también

Ahora están en la fase del “yo también”. Decir que tienes un hijo de tres años es quedarse en lo narrativo. Habría que ser un poco más específico y añadir. Está en la etapa del “yo también”. Del “yo soy spiderman”. Del “yo solo”. Del “me gusta decir caca”, “vamos a tomar algo al bar” o “lo quiero ahora”. Miro a mi mujer, que no me dice nada porque ya sabemos que esto es un lote : si te llevas uno, gratis, el segundo. Así que salgo del restaurante con los dos enanos cogidos de la mano, camino del parquímetro. Me cruzo con una vigilante de la hora que anota con los labios apretados una matrícula en su cuaderno. En el parquímetro, con las monedas en la mano, tengo que repartir las funciones entre los mellizos.

-Tú le das al botón verde para que salga el ticket y tú lo recoges.
-Vale.

Estos enanos están también en la fase del vale, ese vale que nos delata a los madrileños. Rebusco en las monedas las más pequeñas para ver si le puedo provocarle una indigestión al parquímetro y se las voy echando mientras, mentalmente, que hay niños, le deseo que sufra una indigestión que le lleve directamente a ese paraíso con el que soñarán los parquímetros y no soy capaz de imaginar. Toma moneda de diez céntimos, y toma, y toma. Sería un buen negocio que alguien, junto a los parquímetros, te cambiara un euro en monedas más bajas, como cuando en el zoo compras cacahuetes para el elefante, para disfrutar de este pequeño placer, de esta pequeña revolución, de esta oposición contra semejante forma de financiar el sector público de Madrid. Cuando llego a la hora apropiada, la enana aprieta el botón y el enano recoge el ticket. La enana se empeña en tirar el antiguo a la basura.

-Hemos hecho magia – me dice, contenta.

Nos cruzamos con la controladora, que me mira un momento y vuelve a su cuadernillo. La diferencia de peso que noto en mis bolsillos, aligerados de monedas, me sirve para medir mi venganza. Los enanos, agarrados cada uno a una mano, caminan lentamente.

Recupero la ensalada donde la dejé. Mi mujer se levanta para servirse un trozo de pizza. En la zona caliente hay poco donde elegir. Me recuerda al menú de la mili, en los lejanos tiempos de la escuela militar de Marín. Pizza, pasta, gazpacho, pollo y arroz con gambas (las gambas debe habérselas llevado alguien antes).

Al poco de sentarme, los enanos vuelven al ataque, pidiendo ir al baño. La petición no es ni tan educada ni en voz baja. Suele ser un “quiero hacer caca” con urgencia, como si tu cuerpo con tres años no se preocupara por darte los mensajes con cierta anticipación e hiciera todo cuando la necesidad fuera ya inevitable. Algo del estilo : “tienes que hacer caca y tienes que hacerlo ya, pero ya, así que búscate un adulto, preferentemente de la familia, que te lleve al baño y ahí quítale a tu cuerpo lo que ya no necesita, pero ya, pero ya, pero ya”

Mi mujer mira su trozo de pizza caliente, respira por la nariz y se levanta.

-Yo te llevo.
-Y yo pis – añade la enana.

Cosas de mellizos, parece que tienen una cierta coordinación en temas de baño. Es más una cuestión de solidaridad o de curiosidad por ver cómo es el baño porque pocas veces tienen que hacerlo a la vez. Los tres desaparecen por las escaleras que llevan a los baños, en el piso de abajo, y yo retomo la ensalada donde la dejé.

martes, 28 de agosto de 2007

3 kilos de naranjas (21 naranjas) : 4,59 euros.

Debo ser de los pocos que todavía siguen haciendo zumo de naranja por la mañana. Según un informe de la FAO, en doce años el consumo por cápita de naranjas frescas en la Comunidad Europea se ha reducido de 13 al 9,7 kg. frente a los 30 Kg de naranja procesada, cifra que dobla la cantidad de partida.

Hay que ser un poco romántico para estar a las siete de la mañana con las naranjas listas, el exprimidor preparado y la voz de Pilar Arzak dando los buenos días en “Peligrosamente juntas”, de RNE3. Lo más práctico sería abrir la nevera y llenar los dos vasos con algún zumo preparado y ahorrase tiempo, pero empiezo a desconfiar de todos atajos que se usan para ganar tiempo porque son a al realidad lo que un viaje en metro a una ciudad : llegas antes pero no has visto nada, y a mí me encanta andar.

Así que no puedo quejarme de los diez minutos menos de sueño que me cuestan los zumos. Sí que me quejo cuando al sacar las naranjas de su bolsa las noto pequeñas duras y al abrirlas con el cuchillo me encuentro con una pulpa amarilla. La marca sigue siendo la misma, pero la naranja, no. Vuelvo a leer la etiqueta, donde todo queda claro :

-Producto : Naranja / Variedad : Valencia Late / Origen : Argentina.

En el supermercado se vendían otras naranjas, de Sudáfrica, pero en el cartel de éstas , de la empresa Joytom, aparecía bien clara la palabra Valencia como referencia. Una manera como cualquier otra de engañar el comprador con prisas. No es que tenga algo en contra de las naranjas de Argentina o de Sudáfrica en estos tiempos en los que pides una fabada en Asturias y te la sirven de lata, con su trozo cuadrado de tocino para que no quede dudas. Sí que sospecho del viaje en barco y de lo que le hagan a las naranjas para que no se mareen, no se golpeen y conserven el humor y la buena cara al llegar a puerto. Algo debe pasarles a las pobres para que estén tan duras y en unos pocos días en la cocina empiecen a perder el brillo y a arrugarse rápidamente como señoras de Marbella que no hubieran pasado por la clínica para seguir el tratamiento de cirugía. En la etiqueta, con letra mucho más pequeña, se muestra qué les han aplicado : Imazalil, Tiabendazol, Ortofenilfenol y ceras E903 Y E 904.

Sé que es culpa mía el no respetar los meses de Julio, Agosto y Septiembre y pretender seguir comprando naranjas cuando la temporada, como la Liga, ha echado el cierre. Bastaría con despedirse del zumo cuando, por poner un ejemplo, el Madrid gana la Liga y reiniciar el rito cuando llega el momento de memorizar todos los fichajes que el Madrid, por seguir con el mismo ejemplo, ha hecho durante el verano. Como en la ciudad lo único que parece de temporada es la ropa, mi obstinación con el zumo me obliga a comprar esta bolsa de naranjas : veintiuna naranjas, tres kilos, por 4,59 euros.

En la radio, Pilar Arzak presenta el primer tema de esta mañana. Necesito siete naranjas para hacer el zumo y hoy voy tarde…¿Y Drenthe? ¿Cuál era el dorsal de Drenthe?.