2-¿No lo eres? Sigue leyendo cuando lo seas.
lunes, 20 de diciembre de 2010
Seis huevos ecológicos : 2,3 euros.
2-¿No lo eres? Sigue leyendo cuando lo seas.
lunes, 13 de diciembre de 2010
Tribuna baja en el Circo Price : 30 euros.
-¿Qué se celebra? - me pregunta Lucía
-No lo sé - le respondo.
Que es una verdad que cojea un poco, o una mentira a la que le queda muy poco para salir ya corriendo. Del título de la celebración hay muchas palabras que no me sé explicar, así que prefiero mirar para otro lado y esperar que Lucía no insista. No insiste.
Tampoco es verdad que uno no tenga referencias cuando se pasea por la calle con dos niños de seis años en pleno mes de Diciembre. Es una mentira literaria que le ha dado cierta fuerza al arranque del post. ¿Para qué, si no, está el circo? Si es fiesta, y tienes niños, y es Diciembre, la palabra que te sale es circo. Por eso estamos aquí, sentados en la tribuna baja del Circo Price, haciendo lo que uno debe hacer. Esta sensación, que relaja mucho, deberían utilizarla de reclamo.
Es la primera vez que venimos a este circo. Es pequeño, ordenado, y no huele a circo, lo que agradezco. Las acomodadoras se mueven como si estuvieran en la junta general de un gran banco atendiendo a accionistas con tantos años como millones en la cuenta : mucho que gastar en poco tiempo, justo lo contrartio que nosotros. Seguimos la indicaciones y llegamos a nuestro sitio. La segunda sorpresa es que las localidades son buenas. De hecho, todas las localidades del circo son buenas, ya que sentarte en el camerino de la gimnasta del hula-hop no es una opción.
El circo está muy bien.
Y desarrollo lo del muy bien para los que necesiten argumentos y no se fíen de mi juicio. Está muy bien porque uno tiene delante un tipo de circo al que le han quitado toda la grasa. Es verdad que a veces se le ven un poco las costillas, de lo estilizado que está, pero ahora que van a prohibir la bollería industrial en los colegios, está bien que los niños se acostumbren a espectáculos donde se ve la fibra en acción, lo que da de sí un cuerpo cuando uno se alimenta bien.
-Niños, no desayunéis doritos con fanta - parecen decir todos los cuerpos.
Y salen un montón de cuerpos afinados, tensos, duros, fuertes y deseables. Este circo es un catálogo de cuerpos que se doblan, que se juntan, que hacen girar el hula-hop, que saltan desde un trampolín y que hacen equilibrios sobre una escalera. Es la demostración de que un cuerpo sirve para algo más que para llevar bolsas de Mercadona y ducharlo por la mañana.
Salvando las distancias, uno se reconoce en esos cuerpos y se alegra de tener uno, de que le enseñen todo lo que puede hacer, aunque lo tenga desaprovechado y sospeche que se irá a a tumba con bastantes músculos sin estrenar.
-¿Y los animales?
Daniel, a mi derecha, deja de comer palomitas para hacerme esa pregunta. ¿Y para qué quieres animales, pienso, habiendo mujeres que se doblan, que hacen girar el hula-hop o que se balancean sobre un trapecio? Estos circos, a la estela del Circo del Sol, van prescindiendo de los animales, como si no supieran ya qué hacer con ellos ni nosotros qué pedirles que hagan.
-Pues mira, un caballo.
El caballo es el único nimal que sale. Se limita a dar vueltas por la pista y a comer lo que su jinete le va ofreciendo de una bolsa. Parace que haya salido a estirar las patas y a tapear. Es el número más flojo, como para demostrarnos que estamos mejor así, sin animales.
Así que pocos animales, pero sí que tienen músicos (frase que le dedico a un músico que me lee). Están arriba, lejos, como si fueran peligrosos (frase que vuelvo a dedicarle al músico, con la sospecha de que quizás no siga leyéndome). También hay un payaso que consigue hacer reír con los mínimos elementos, facultad que conviene desarrollar frente a la realidad. Me gusta mucho escuchar las carcajadas de Daniel. Consiguen que todo esto sea importante.
Los números están tan bien encajados, que el tiempo corre pendiente abajo. Parece que sólo necesitara treinta minutos para recorrer las dos horas que dura. Agradezco esa eficacia, como de concierto de Madonna, porque lo contrario, subir por una cuesta, es algo agotador cuando se va con niños.
El espectáculo se abre y se cierra de la misma manera : con un artista que realiza dibujos sobre la arena. Si no puedes sacarle partido a tu cuerpo, utiliza la imaginación. Trabaja sobre una superficie blanca y lo que dibuja aparece en una gran pantalla que hay al fondo de la pista. Todos los niños gritan cuando reconocen las figuras. Barcos que se hunden, casas bajo la nieve, palmeras que extienden sus sombras, gatos que miran la ciudad desde los tejados o caballos que galopan. El mensaje está claro : puedes meter la arena en un reloj y ver pasar el tiempo o hacer algo con ella.
Hacer algo con ella. Es tan fácil decirlo.
-Niños, tenemos que usar nuestra imagiación - Aunque luego no sepamos ni cómo, ni cuándo,ni con qué, ni para qué. Mejor comprarlo todo hecho.
Termina la función dentro del circo y retomamos la nuestra afuera, en una mañana de domingo que empieza a condensarse en nuestro estómago. Es hora de comer.
lunes, 29 de noviembre de 2010
Reconocimiento médico : 40 euros.
martes, 23 de noviembre de 2010
Entrada de adulto a Cosmocaixa : 3 euros.
-Sí, pero para usar las cosas eso no importa. (Inútil)
-¿Y si quiero entenderlas? (So cabrones)
-¿Desde cuándo hace falta entender algo para usarlo? (Inútil)
jueves, 11 de noviembre de 2010
Calamares en Teatriz : 22 euros.
-¿Tienes las manos limpias?
Me las miro y no veo gérmenes corriendo de un lado a otro, así que le digo que sí y cojo el menú que me tiende con un cuidado que, seguro, no tuvo Moisés cuando le entregaron el otro menú. Mi tarea es leer los platos para que él me los explique conforme aparecen en la pantalla. Debe haber sido una experiencia inolvidable porque habla alto y deprisa, como un locutor narrando cómo Roberto Carlos da el pase y Zidane lo espera sin moverse. No sé si disfrutó más comiendo o ahora, recordándolo: se ve que su cerebro todavía sigue con la digestión de las imágenes y de la historia que llevaba cada uno.
-Esos pistachos estaban blandos como judías, así que te los metías en la boca y se te llenaba con su sabor. Y eso combinado con gelatina de panceta y caldo.
Y siguen unos segundos de silencio en los que no sé si arrodillarme. Se detiene ante cada plato como si fuera la foto de un animal recién descubierto y quisiera relacionarlo con ese instante fundamental en el que el primer pez salió del agua y dijo :
-Hale, a urbanizarlo todo.
Es sorprendente toda la historia que sigue a cada plato, larga como la cola de una novia caprichosa. Mi hermano me cuenta esos detalles de naturalista fascinado y es mi estómago el que empieza a calentar motores. Es una exposición de cerebro a cerebro, pero son los estómagos los que conversan, igual que sucece con cualquier encuentro anodino entre hombre y mujer.
-¿Este es el transbordo para la línea cinco?
-Sí, por ahí.
Mientras los cuerpos se dicen :
-Buen cruce genético haría yo contigo.
-Ya. Y yo te iba a agitar el árbol genealógico hasta que cayera sólo lo mejor.
El hecho es que no se ha limitado a comerse los platos. Los ha hecho suyos. Es un acto de canibalismo intelectual en el que Ferrán Adriá le sirve un plato y él trata de comerse su mano, el codo, el hombro y hasta esa parte de la cabeza en la que las ideas caen, o florecen, o se iluminan. Vaya uno a saber.
Yo sigo leyendo la lista y él sigue hablando. Es la vuelta al paladar en treinta y seis platos con el objetivo de descubrir sabores que no conocías. Uno no va al Bulli a comer, va a otra cosa, a traerse esa euforia que provoca encontrarse con nuevas posibilidades. Se puede vivir del huevo frito con patatas como el que pasea por su barrio, pero conviene ampliar el punto de vista y observarlo todo desde bien arriba, desde una órbita en la que veas la tierra con sus nubes y sus océanos.
Y así hasta el último plato, los profiteroles flotantes con sopa-gin y frambuesa helada al cardamomo. Son las ocho y media de la noche y mi estómago ruge como fans de Metallica esperando que el grupo salga. La exposición termina con la caja de distintos chocolates que ofrecen al final. Yo ya no puedo más.
-¿Y ahora me das algo de comer?
-Preparo un poco de pasta.
Le devuelvo el menú y le pregunto cuánto ha pagado para saber, resumiendo, si es un sitio bueno o no, que con tanto halago no me ha quedado claro.
-Doscientos cincuenta euros cada uno.
Hago la cuenta deprisa y la hago mal, así que la repito despacio. ¡Eso da siete euros por plato, vino incluido! ¡Siete euros! ¿Puedes tomarte en serio una comida en la que cada plato cuesta unos siete euros? No puedes. No-pu-e-des. Está claro que a mi hermano le han tomado el pelo. Si divides esos doscientos cincuenta euros entre treinta y ocho, bombones incluidos, la división te da la palabra engaño. Si parece una comida de marca blanca. ¡Con lo contento que está! Qué pena que sea ingeniero y no se dé cuenta de esas cosas.
Debería contarle en ese momento que el sábado sí que fue especial para nosotros. ¡La primera vez que pagamos más de ciento cuarenta euros en una comida! ¡Dos niños y dos adultos! ¿No tiene mérito? Y todo eso con unos huevos estrellados, unos calamares, dos platos de atún, una botella de vino, un postre y dos cortados. Sí, parece uno de esos menús que te sirven en mesas de plástico con el logotipo de la Coca-Cola impreso, pero luego te fijas en la factura y ahí tienes los calamares a veintidós euros y te dices "vaya comida que me he pegado, sí que debe haber sido buena", que llegaron los calamares y pensé :
-Mira, nos traen unos aperitivos.
Y María, observadora, señaló :
-No, si son los primeros.
Una palabra, primero, que le quedaba grande al plato, como cuando mi hijo se pone una de mis camisas. Los calamares venían en un cuenco de diseño, finitos, nada de esas fuentes grandes como de boda. Aquí era un detalle grastronómico, como el que pica algo mientras espera que empiece el siguiente acto de la ópera. Que hasta ganas me entraron de escuchar algo de Verdi.
Pero todo eso me lo callo cuando mi hermano trae la pasta. Nos sentamos a la mesa y reflexiono, porque me da por reflexionar en cualquier lugar, que nos acostumbramos a ser felices con lo que tenemos, aunque nos engañen, como a mi hermano.
miércoles, 3 de noviembre de 2010
Impuesto de Bienes Inmuebles : 553,47 euros
-Mira, vamos a dar más dinero que el año pasado para asfaltar hospitales y levantar carreteras. O al revés.
Los niños, que están desayunando, se contagian del buen ambiente y se terminan rápidamente su zumo de naranjas argentinas y su Cola-Cao Turbo y repasan rápidamente The Family Tree (Grandpa, grandma, cousin y todo eso). En la televisión, las tres mellizas me guiñan un ojo. Qué bien sienta levantarse pronto : Dios te ayuda y, además, te permite ser más solidario.
Un día que empieza así no puede ir mal. Hace poco un mail de la Comunidad de Madrid estuvo a punto de arruinarnos la jornada, pero, afortunadamente, nos denegaron la beca para libros que, egoístamente (lo veo ahora), habíamos pedido. Los fondos irán a alguien que los necesite más. Hoy, salvo imprevistos, todo me sonríe.
Sólo lamento, mecachis, que el gozo no sea pleno, que vuelvan al estilo impersonal cuando, con la tasa de basuras, se habían acercado al impuesto más humano. Identificabas el pago con un servicio y eso te implicaba emocionalmente. Sólo les fató haber ofrecido la posibilidad de adoptar a un trabajador de los servicios de recogida de basuras.
-Hombre, guapo no es, pero se le nota buena persona.
-Me da igual. Hay que quererle por lo que es. Yo meto su foto en la cartera.
-Mejor nos la imprimimos en la tazas del desayuno y así le vemos todas las mañanas.
Ahora podrían haber enviado la foto de una funcionaria de correos para que la adoptaras, acompañada de una carta manuscrita en la que te contara dónde pasa las vacaciones, cuál es su plato favorito y si se queda dormida por la noche viendo Telecinco o La Sexta. Ese vínculo sentimental haría que desapareciera cualquier enfoque negativo del impuesto, si es que lo hay.
Pero alejo los malos pensamientos y me siento a ver en el salón a Noddy mientras mis hijos se visten. ¡Qué gracioso es Noddy! ¡Qué contentos están todos sus amiguitos! Se nota que pagan muchos impuestos y que se saben parte activa de la comunidad, seguros de que van allí donde más se necesitan. Ja,ja,ja. Me río mucho con Noddy.
-¡Pero bueno! – dice mi mujer - ¡Si lo tenemos domiciliado!
-¿Y eso te preocupa?
-Claro. Igual nos lo pasan al final del plazo y es posible que los necesiten ahora mismo.
Nos quedamos serios. La televisión empieza a retransmitir en blanco y negro. La tensión se acumula y provoca los sollozos de Daniel, molesto consigo mismo, seguro, por no derramar sus lágrimas por causas más serias.
-Bueno – reacciona mi mujer – Me paso ahora mismo por el banco y lo soluciono.
Se disipan las nubes negras y hasta juraría que oigo a Heidi reír al fondo del pasillo. La alfombra se torna césped y me entran ganas de correr con ella, de preguntarle a los abetos si cantan, de comprarle todos los panecillos blancos del mundo a la abuela de Pedro y de meter la cabeza entre las patas de todas las cabras y beberme directamente su leche.
-Rotenmeyer no pagaba impuestos – les digo a mis hijos.
-Ya – sonríe Daniel, sorbiéndose los mocos. Esta frase es un comodín que utilizo con ellos cuando les veo tristes o preocupados. No falla. “¿Por qué estaba tan seria Rotenmeyer?” Y su sonrisa, que hace florecer mi corazón, aparece antes de que respondan. “¡Por no pagar impuestos!”
Mis hijos terminan de vestirse. María les peina mientras yo miro la hora. Hay que darse mucha prisa por la mañana. ¡Parezco el conejito de Alicia!. Lo pienso y lo digo en voz alta. Los cuatro compartimos risas.
-Jajaja – ríe Daniel.
-Jajaja – ríe Lucía.
-¡Cómo eres, cariño! – observa mi mujer.
Es bueno compartir al máximo el poco tiempo que tenemos los cuatro. Una hora por la mañana y dos horas por la noche. Jolín que es complicado ser papá o mamá (o mamá o papá, perdón) ahora. Pero si no trabajáramos tanto no habría dinero ni para la sopita de pollo de los ancianos que están malitos.
Risueños mis hijos, contenta mi mujer, me deleito en la estampa. Cojo (en broma) la carta con el IBI.
-¡Venga! ¡Lo pago yo, que tú ya llevaste la declaración de la renta!
-La idea ha sido mía. Yo lo llevo.
-Vengaaaaaa.
-A que te quedas sin postre esta noche
.
Los niños pensarán que el postre son las natillas, pero no. Hablamos así para que no se enteren.
-¡Papá no toma postre!
Les sigo la broma a los niños frotándome la tripa y simulando que me relamo para que no sepan que hablamos del otro postre. Le entrego la carta del Ayuntamiento y ella la guarda, satisfecha, en el bolso.
-El próximo impuesto lo pagas tú.
Ya, pero hay tan pocos impuestos. Apago la luz, me despido mentalmente de Heidi y me pongo de mala hostia al recordar el día de mierda que me espera hoy.
jueves, 28 de octubre de 2010
Pez de agua fría : 2,95 euros
-Fluky.
Y Fluky se queda, aunque lo de ponerle nombre a un animal que no te oye no tenga mucho sentido (auditivo). La seguridad que me provoca escribir frases rotundas como ésta desaparece cuando recuerdo que este verano he estado quince días en casa de mis tíos llamando por su nombre a una perra que lleva sorda más de dos años.
-Que no te oye. No, ni aunque grites.
Cierto, y tampoco me leen, pero aquí estoy, estrenando otro párrafo. Estamos en que le pago los dos peces a la mujer y pienso en los que, hasta el momento, se nos han muerto. El primero se murió por tonto, el segundo por listo y al tercero lo maté yo. No sé si estoy en la media. Sería aconsejable que cuando te entregan el acuario, te orientaran, mirándote a ti, después a tus hijos y de nuevo a ti.
-Cuente con que se le mueran unos veinte peces hasta que se haga con la pecera.
Esto te ayudaría, pero aquí nadie dice nada. En vez de disfrutar de la pista esquiando, pasas el tiempo evitando los árboles.
-Cuente con que se pongan los cuernos unas diez veces. Lo normal.
En vez de eso, el cura menciona a Perales y habla,bla,bla pensando en lo mismo que todos los demás, en la novia y en el banquete que se va dar el novio. Acabas casándote con las mismas dudas con las que te llevas el acuario a casa.
-¿Fluky? ¿Y cómo se llamaba el otro?
-Flaky.
Con esos nombres parece que estuviéramos apadrinando una generación de payasos. Los peces y yo compartimos el mismo tipo de memoria, así que no hago ningún esfuerzo por recordarlos. Además, yo les pongo mis propios nombres cuando mueren, lo que dice bastante de los peces y de mí. Inadaptado, Mago y Broncas. Inadaptado murió a los pocos días de montar el acuario mientras su compañero, con el que estrenó pecera, prefería comer y crecer. Mago se escondió detrás del filtro en un truco que sorprendió no sólo a sus dos camaradas, sino a nosotros, que pensábamos que se había desvanecido. Y Broncas merece un párrafo aparte.
Daniel eligió a Broncas porque era negro, como Mago. Ahí se acaban los parecidos. Mago era un pez precioso y digo precioso sabiendo que esta palabra es como un retrete de oro que la gente usara a oscuras : tiene valor pero conviene no sentarse mucho encima. Si hago una excepción es por Mago, un pez de ojos saltones que tenía unas aletas largas que era un placer observar moviéndose en el agua. Broncas era un pez afilado de ojos pequeños que, curiosamente, era el único de su tipo en el acuario de la tienda.
-Está solo porque ataca a los de su misma especie - nos dijo la dependienta mientras le hacía a la bolsa más nudos de los que me parecían necesarios.
A los pocos días, descubrimos que con especie, la dependienta no se había referido a los que eran como él, sino a los peces en general. Broncas era un cabrón, rotundo y sin matices, como una llave inglesa. Se pasaba el día acercándose a los demás peces, como buscándoles con la mirada, y les daba pequeños golpes. La gran mayoría de las veces, asomarse a la pecera era como ver una clase después de una revuelta : en el centro, Broncas, y en un extremo, mirando hacia una esquina, los otros tres peces.
Que hubiera tensión en el único sitio de la casa en el que debía fluir la armonía provocaba cierto desorden en el resto de las habitaciones. Es una noción básica de feng shui que se sabe de forma intuitiva, como que no conviene volver a ponerse la misma camiseta en el gimnasio aunque sepas que va a terminar igual que está ahora, sudada. No nos parecía bueno tampoco para los otros peces, que podrían acabar con los nervios rotos.
Así que había que elegir entre Broncas o los otros tres, y ya he dado bastantes pistas para saber cuál fue mi elección. Eran tres contra uno y las matemáticas también sirven para ayudarnos en problemas como éste. Admito, saliendo del cuarto de las matemáticas, que para mí siempre aparece iluminado con tonos de hospital, que también había algo personal, y aquí entro en lo subjetivo, donde las esquinas siempre se redondean y la luz es roja. Nunca me han gustado los cabrones y bastantes veces me he encontrado con gilipollas que, mirándote a los ojos, quieren que te fabriques tu propia esquina.
-Eso es interesante. Tumbate y desarrollá.
Y ya está, que prefiero pagar a un argentino por una buena entraña. Una noche, mientras mis hijos cenaban, cogí al pez con una redecilla y lo saqué del agua. Pensaba que abriría la boca un par de veces y se moriría, como hacían los peces en Suiza, cuando me cansaba de gritarle a la perra para que viniera y nos marchábamos al lago a pescar. Una cosa rápida que apenas iba a rozar mi conciencia, como pasarle un plumero a una estatua. Pero estaba equivocado.
El pez aguantaba quieto fuera del agua. No se movía violentamente, representando la lucha desesperada del que quiere seguir vivo y perdóname Tom Reagan, que no lo volveré a hacer. Broncas permanecía inmóvil, como si ésta hubiera sido una opción en la que ya hubiera pensado. De vez en cuando abría las agallas o la boca y continuaba fijo, esperando. Pasaron más de diez minutos en los que pasé del distanciamiento a la admiración. En ese pez había una fuerza, dura y fría, que me fascinaba. Broncas era un tanque y los otros peces tres globos atados a su cañón.
Cuando finalmente murió, lamenté no haber pinchado los tres globos. Empecé a guardarlo todo y a inventar una historia para mis hijos con la que borrar cualquier pista. Este post es la otra cara de la versión oficial y un homenaje a Broncas, o una disculpa, o un lamento.
martes, 26 de octubre de 2010
Caja de galletas sin azúcar : 1,51 euros
¿Y por qué? Pues porque, siendo madridista, lo de la marca blanca suena bien. Además de ésta, también tengo otra razón : me caen mal las empresas que anuncian que no trabajan para otros fabricantes. Como si el que elige la opción de marca blanca lo hiciera por gusto, ellos están ahí para decirte que no se juntan con los pobres. Hasta la profesora os tendría que sacudir la tiza en el recreo. ¿Qué cuesta sacar una línea con la mitad de cacao o con los bifidus menos rápidos del pelotón? Algo en plan : No te pongo a Casillas, pero te saco a Dudek, que también es del Madrid.
Esta tarde de compras, elijo una caja de galletas marca Hacendado. Estos de Mercadona te ponen juntos los artículos de marca aristocrática y los suyos para que no tengas que esforzarte en hacer la comparación. Se nota que juegan en casa. Como la diferencia de precio suele ser grande, no hace falta que los otros precios los den en yenes y con ese tamaño que hace que en las visitas al oftalmólogo, más que descifrar unas letras, parezca que estés dando clases de morse : punto, punto y otro punto.
Lo que más me gusta de esta caja de galletas es que no parece un diseño
-Packaging, se dice packaging, paleto.
-Tú te callas o les digo a los demás dónde te has escondido antes de que acabe el recreo.
un diseño, como decía, que no parece para pobres, del tipo ayuda humanitaria con fondo blanco y la palabra "galletas" escrita en mayúsculas. Es un trabajo cuidado en el que, incluso, hay una segunda intención.
-Hombre, por un poco más, vamos a comprar unas galletas oficiales, que hay cosas con las que no se juega.
-¡Traidores!
-Calla y no salgas del cuarto de baño.
martes, 19 de octubre de 2010
Caja de Silly Bandz : 3,95 euros.
-¿Ves? Ya estás corriendo - me recuerdan las sirenas.
-Ahora paramos en algún Vips antes de llegar a casa - le digo.
jueves, 7 de octubre de 2010
Tasa de recogida de basuras : 121 euros.
miércoles, 29 de septiembre de 2010
Concierto de Peter Gabriel : 90,5 euros
Uno se imagina a Peter Gabriel o cualquiera de los grandes de la música como un rey en su castillo al que de vez en cuando le apetece recorrer su reino para ver cómo están las cosas. Llegado ese momento, llama a su gente más cercana y les anuncia que se marcha de gira, que asomarse al patio virtual te da una idea pero que no es lo mismo ver un plato de jabugo en la pantalla que sentir la grasa en los dedos.
-Algo sencillo, sin el grupo.
Un concepto ambiguo eso de sencillo en alguien que ha militado en el terreno del rock sinfónico y que en este caso se convierte en una orquesta de cincuenta músicos que le acompaña, claro, para que podamos decir que este hombre tiene cuerda para rato. Con esa orquesta, la “New Blood Orchestra”, y su último disco, “Scratch my back”, se presenta Peter Gabriel un miércoles en el Palacio de Deportes de Madrid.
El Palacio de Deportes es un recinto en el que lo mismo se celebra un espectáculo sobre dinosaurios, se ofrece un show con los Gormiti, o actúa Peter Gabriel. Para adaptarse a cada circunstancia, colocan más o menos sillas, dándole a todo cierto aire de verbena en el que encajaría bien una sangría en vaso de plástico, no una entrada de noventa euros. Afortunadamente, cuando Peter Gabriel arranca, puntual, demuestra que aquí lo importante no son las sillas, sino lo que él viene a cantar y a contar.
No sé si “Scratch my back”, que es un disco de versiones, es superior a las originales o las dilapida como el que hace una reproducción de la Mona Lisa con macarrones. Lo único que me importa es que esas canciones, que Peter Gabriel ha presentado, en español, como distintas partes de una historia, me permiten darme una vuelta por esos túneles que su experiencia, sus años de psicoanálisis y la música han ido abriendo dentro de él.
Mentiría si dijera que el paseo es acogedor, porque durante la primera mitad del concierto me siento más cerca del frío y la humedad, como si pasara la noche en la cama de una cabaña, que de las playas de un anuncio de ron, pero resulta fascinante. Uno entra siendo un gusano, nota cómo se convierte en capullo, más metafórica que literalmente hablando, y sale hecho una mariposa, aunque oscura y con preferencia por las flores negras, pero mariposa.
La culpa de esa metamorfosis la tienen los arreglos de las canciones, la fuerza de la orquesta, que toca como si quisiera despertar hasta el último de los murciélagos de las cuevas de Transilvania, y a la forma en la que Peter Gabriel canta y hace suyos los temas. Cuando alguien a quien admiras se sube a un escenario con sesenta años, no sabes si será peor abrir los ojos para descubrirle convertido en tu abuelo o escucharle atentamente para encontrarse con una voz más desgastada que el pasamanos de una residencia de ancianos. Peter Gabriel tiene pinta de abuelo, pero su voz apenas ha cambiado, lo que hace que el concierto, lejos de ser un motivo para el recuerdo de tiempos mejores, sea un reencuentro en el que te puedes quitar unos cuantos años de encima.
Terminada la primera parte del concierto con el último de los temas de “Scratch my back”, se ofrece un intermedio para que los artistas descansen y tú trates de poner un poco de orden en tu cabeza, tu corazón y tu vejiga, por ese orden. Extraña cosa ésta del amor, te dices, que en manos de Peter Gabriel se convierte en una escalera que, da igual que suba o baje, te ofrece más problemas que soluciones. Le das vueltas al tema, te limpias las manos y vuelves a tu silla más ligero por eso de la metamorfosis.
La segunda parte está dedicada a canciones del propio Peter Gabriel. Lo suyo es que, habiendo tocado temas de otros, fueran ellos los que hicieran versiones de Peter Gabriel, en ese juego del yo te rasco la espalda y después tú me la rascas a mí al que se refiere el título del disco. Ya sea por el coste de traer a varios grupos o por el cariño que le tiene a su orquesta, a la que no deja de alabar en cuanto puede, es él mismo el que se versiona. La selección es algo más optimista, pero aún así aparecen temas como “The Drop” o “Washing of the water” capaces de congelar un vaso de agua. Parece que después de la exigencia de la primera parte, todos tensos y en silencio, como en una clase sobre Nietzsche en alemán, quisiera sacarnos al recreo para correr, saltar y celebrar la vida. Un premio por portarse bien que la gente celebra acercándose al escenario y bailando cuando suenan temas como “Solsbury Hill” o “In your eyes”.
Termino el concierto como una croqueta pasada por el microondas de un bar : caliente por fuera y frío por dentro. La mezcla, aunque pueda parecer lo contrario, me gusta. Ha sido una gran experiencia en esta vida en la que sólo suelen pasar cosas. Peter Gabriel, con una toalla blanca alrededor del cuello, se despide de nosotros junto a las dos mujeres que han hechos los coros : su hija Melanie y Ane Brun. Unos hacen quince minutos de bicicleta para mantenerse en forma y otros dan conciertos de tres horas.
No sé si, de vuelta a su castillo, decidirá volver a subirse en un escenario, pero ya puedo decir que ya son más los conciertos suyos que he visto que los que me he perdido. En esto, el tiempo sí ha corrido a mi favor.
sábado, 25 de septiembre de 2010
Botella de vino Barbazul : 7,25 euros
Le pido a la vendedora que me recomiende algún vino que ronde los siete euros y noto que se crea un momento de tensión, como si le hubiera exigido que me resumiera Guerra y Paz en dos frases. Subo a diez euros y se relaja al ver que puede ampliar su selección. Se dirige hacia una botella y me la muestra, sosteniéndola con el cuidado de una matrona.
-Es un vino que deja un gusto final fuerte en la lengua, como si raspara.
La mezcla de esas dos palabras, lengua y raspar, me lleva a un párrafo de “Hacia la boda”, de Berger. El narrador de ese libro, que releo con placer, es un ciego que sabe detenerse en las voces de las personas : unas le recuerdan a rodajas de sandía en una bandeja, otras calman, otras son pequeñas y rasposas como la lengua de un gato. Dejo que el gato meta la lengua en la boca, cierro el libro y presto atención a la botella, que cojo como si se tratara de un recién nacido.
El vino es un “Barbazul”, de la Tierra de Cádiz. 2008. Con una graduación del 15%. La etiqueta de detrás no dice nada más, lo que me parece un desperdicio. Habría que cuidar más los textos de los vinos, pero parece que ahora toda la importancia se la llevaran las imágenes. Entre un “Vino tino, para acompañar la carne” y “Beber puede perjudicar a las embarazadas con miopía que conduzcan de noche deprisa y sin gafas bajo un intenso aguacero con riesgos de huracanes mientras el cristal se le empaña”, tan del gusto protector de los americanos, podría crearse un subgénero literario interesante.
Tal vez debería hacer alguna pregunta sobre el tipo de uva o la barrica en la que ha reposado (uno pide que le aclaren si de roble francés o americano y queda muy bien), pero no se me ocurre nada y me parece ridículo decirle que me lo voy a llevar porque lo he relacioando con Berger. Sería más sincero si le preguntara lo que de verdad me ronda la cabeza:
-¿Es un buen vino para beber con la familia esta tarde en una fiesta de cumpleaños?
A la pregunta me respondo yo mismo. Con ese 15% de graduación, es probable que los adultos acabemos saltando encima del sofá mientras los niños asisten en silencio a la escena, preguntándose por qué necesitamos beber para hacer algo que a ellos les sale por las buenas. Es que a veces, hijos míos, los años te alejan de esas cosas que hacías por las buenas y el vino te ofrece un salto al pasado para reencontrarte con ejercicios tan saludables como éste. Es el viaje en el tiempo con tecnología “Tempranillo”
-Pues me llevo dos botellas.
Saca dos botellas y las coloca, muy juntas, en el pequeño mostrador que tiene. Sólo estamos ella y yo en la tienda, lo que hace que el local parezca mucho más grande. En una tienda abarrotada te entran ganas de meterte de todo en los bolsillos y pagar sólo un bote de sacarina al pasar por caja. Aquí, por el contrario, daría tres veces lo que me pide como una pequeña contribución al local. Hay que ser un apasionado de los vinos para abrir una tienda en un barrio de supermercados, bancos, locales de bolas y pizzerías. Parece el proyecto de alguien que no sólo quiere ganarse la vida, sino demostrarse algo a sí mismo.
Así que salgo de la tienda con mis dos botellas, sin nada más. Desde el punto de vista práctico, no es una compra muy eficiente cuando se puede ir a una gran superficie y llenar el carro y ahorrar tiempo y dinero, pero creo que la vida sería más interesante si compráramos naranjas en una tienda de naranjas, pasta en una de pasta y vino en una tienda como ésta. Hay algo extraño en mezclar tantas cosas distintas en un carro.
La celebración empieza a partir de las seis. Comemos y bebemos mientras los cuatro primos inventan juegos en un cuarto, visitándonos de vez en cuando como para comprobar que nos portamos bien y que pueden seguir tranquilos. Cuando uno de ellos se acerca a la mesa a por un trozo de empanada o unas patatas los cinco adultos nos inclinamos sobre la mesa para proteger las copas de vino.
Ya avanzada la tarde, abierta la segunda botella, entiendo por qué han elegido un nombre así para la botella. Me siento como un pirata que hubiera llegado a esa isla abandonada en la que uno sueña cuando naufraga durante la semana. Todas las normas que nos persiguen el resto de los días quedan lejos y me recuerdo que mi valor como pirata depende de la distancia a la que consiga mantenerlas. Ahora les he sacado ventaja. Aquí, protegidos por el mar, celebramos en nuestra pequeña fiesta que no tenemos grandes problemas de los que preocuparnos, que es lo que nos decimos con todas las frases en las que nos contamos temas superficiales y sin importancia.
Recuerdo entonces un párrafo del libro de Berger que le iría muy bien a una botella de vino. Me levanto un momento para buscarlo y leerlo:
“Todos se disponen a comer. Con la carne beberán vino tinto de Barolo. Los invitados empiezan a tocarse con más confianza, corren los chistes y las bromas. Cuando alguien olvida algo, otros se lo recuerdan. Se dan la mano al reírse. Algunos se quitan prendas, una corbata, un pañuelo, una chaqueta, un par de sandalias que aprietan de pronto. Las costilletas dispuestas en las tablas invitan a ser comidas con la mano hasta dejar limpio el hueso. Todos comparten”
Vuelvo al salón y sirvo la última ronda. Los niños no dejan de correr por toda la casa en un espectáculo que sólo tiene sentido desde dentro, no como espectador, igual que pasa con la fórmula 1.
viernes, 10 de septiembre de 2010
Pecera de veinte litros : 59,95 euros.
-Un hurón.
-No.
-Una gallina.
-No.
Y decimos que no a lo de la gallina, pensado que es una idea absurda, y una noche vemos en un documental que en Chicago hay gente que las tiene en su jardín. Nos negamos a lo del hurón y a los pocos días María me comenta que un amigo suyo se va a comprar uno, que ya son la tercera mascota más común en Estados Unidos. Quizás es que Javier, por su edad, sea más sensible al espíritu de los tiempos y no haga sino anticipar tendencias.
Para evitar que sus peticiones se vuelvan más exóticas, acudimos a la tienda de animales que hay en el centro comercial para empezar por lo básico : una pecera y dos peces.
La tienda tiene cierto aire provisional, como de local que hubiera sufrido las rebajas y no hubiera repuesto nada. Es extraño porque, a pesar de estar rodeado de peces, conejos y cachorros, no tengo la sensación de encontrarme en una tienda de animales. El dependiente, un hombre alto y con media camisa por encima del pantalón, se acerca lentamente hacia nosotros. Le contamos lo de la pecera y los peces, nada de lo del hurón y la gallina y el espíritu de los tiempos.
-Eso es lo que tengo – dice, señalando un mueble.
En el mueble sólo hay dos peceras. Una es demasiado grande. La otra, más pequeña, es, más o menos lo que buscamos. María la coge con las manos.
-Cuidado con esa porque está rota. Tiene una raja en un lado.
-¿Y no tiene otra?
-No.
Es un no tranquilo, algo extraño, de los que, no cabe duda, definen no sólo un estilo de venta, sino una forma de vida, un estar en el mundo. Ortega habría escrito un buen libro sirviéndose de ese no. Es el no del que, en medio de la vía, ve acercarse el tren y no hace nada, como si la cosa no fuera con él, como si estuviera en esta dimensión de paso y su verdadero ser estuviera en otra, desconocida y muy alejada de nosotros.
Como para darme la razón, el vendedor enciende un cigarrillo y con él en la mano nos señala unas cajas que tiene en una repisa alta.
-Los chinos están sacando unas peceras más baratas pero de mala calidad. Las mías son buenas.
Y miramos las cajas que nos indica en silencio, como si fueran los retratos de sus antepasados. No sabemos si las cajas están vacías o no y no hace ninguna intención de añadir nada más. Seguimos mirando hacia arriba como el que estudia en un panel del aeropuerto las horas de despegue sin planes de coger un avión. Jamás hubiera pensado que comprar una pecera y dos peces fueran tan complicado. Tal vez deberíamos haber dicho que sí a lo de la gallina.
Me imagino a este hombre recién levantado de la siesta. Camina a nuestro lado como si él mismo fuera un cliente, atento a los peces. No se ofrece para encargarnos una pecera que no tenga una raja rota ni trata de convencernos para que compremos una más grande. Fuma y nos mira, como si fuéramos nosotros los que tuviéramos que decir la frase que acabe con todo esto.
-Bueno, pues muchas gracias.
Y el vendedor, con una mano en el bolsillo, agita la otra a modo de despedida y se vuelve hacia sus animales.
Una hora y media más tarde estamos en otra tienda completamente distinta. Aquí todas las estanterías están repletas, la luz es cálida, hay madres con sus hijos mirando animales, animales mirando a sus madres y a sus hijos, y podemos elegir el color del acuario de veinte litros que buscamos.
Las dos dependientas que nos atienden son jóvenes y guapas, de las que uno sería mascota sin pensárselo demasiado. Cuando les contamos lo que queremos nos detallan lo que necesitamos con cuidado, explicándonos lentamente, como si hablaran con nuestro hijos, no con nosotros, qué gotas hay que echarle al agua para tenerla lista para los peces y el cuidado que hay que tener con la comida.
Salimos de la tienda con dos bolsas llenas, sospechando que la cantidad de objetos que necesitas con un animal es inversamente proporcional a su tamaño. La palabra pecera es la suma de varias (tierra, filtro, gotas, comida, plantas o carbón) que se asocian por un efecto psicológico y sólo se muestran en la relación de la factura. En ese sentido, no es lo mismo decir paternidad que nuez. Uno abre la palabra nuez y se come lo de dentro. Si hace lo mismo con paternidad, es la palabra la que te come a ti.
Como cliente me digo que así deberían ser todas las tiendas. Como amante de los animales sospecho que acabaría siendo como el primer vendedor : al final haría lo posible por no tener que desprenderme de los animales que tengo, buscando una forma no demasiado violenta de conseguir que los posibles clientes compren los animales de otro. Cada uno resuelve como puede la lucha entre la obligación y la devoción.
Camino de casa recuerdo que en el documental de las gallinas de Chicago aparecía un local al que la gente acudía para meter los pies en unas peceras en donde unos peces se comían la piel muerta. Depende de los peces que acabemos comprando, habrá que decidir si ponemos la pecera en el cuarto de los enanos o a los pies del sofá. Tengo que encontrar un momento para planteárselo a todos.
domingo, 29 de agosto de 2010
Crepe provenzal : 9,50 francos suizos
Por eso es un consuelo regresar a Neuchatel y encontrarme, de nuevo, con la creperia de la Rue de L´hopital, sin cambios y con las sugerencias del día escritas en una pizarra a la entrada. Les explico a los enanos lo que es una crepe y Lucía dice que no y Javier que sí. Vivir con mellizos es bueno porque uno se acostumbra a lidiar con los opuestos a todas horas sin que te afecte.
-Hay crepes dulces y saladas – digo, como solución al problema, lo que, reconozco, es igual que responder “Picos de Europa” cuando se te pregunta por los múltiplos de veinticinco.
El local es estrecho, con mesas redondas y un espejo que recorre una de las paredes. En la otra hay algunas fotografías y anuncios de conciertos y de obras de teatro. Es en esa oferta cultural, vanguardista, en la que se nota que ésta es una ciudad universitaria. Como hace buen tiempo, han colocado unas mesas en la calle, enfrente de la Migros, pero el rito debe cumplirse como es debido, sentados en ese pasillo, junto a un hombre gordo y de barba blanca que lee el periódico con una dedicación y un cuidado que atrae mi atención continuamente. Uno se haría escritor por tener lectores así.
-Ahora mismo les atiendo.
El camarero, que nos ha escuchado explicarles las crepes a los enanos, se dirige a nosotros en español, con un ligero acento que no identificamos. Es sorprendente todo lo que puede llevar dentro una crepe. Cuando el diablo no tiene nada que hacer, debe dedicarse a escribir menús como éste para que su lectura a dos niños inquietos deje lo de Sísifo en una excursión sin problemas. Al final resumimos todo en una frase, como hacen los políticos en campaña.
-Tienen una de nocilla.
Y la nocilla es bien recibida. Ahora somos nosotros los que no sabemos qué elegir. Debería continuar con la tradición y escoger una de chocolate con plátano porque así puedo elegir la edad y la compañía que quiera. Podría estar con mis padres y mi hermano en Navidad, solo en un curso de francés en verano, con mi hermano y mi tía después de ir a comprar una caja de soldaditos a una juguetería que no existe, o con mi primo cuando mi primo tenía pelo y me enseñaba a subir por las cañerías de las fachadas de las casas. Chocolate y plátano y el ascensor me deja en el piso que quiera.
El problema es que hoy no me apetece algo dulce, lo que es como ir a una cata y pedir una Coca-Cola. La tradición es la tradición, sí, pero hoy el paladar se rebela y me encuentro perdido.
-¿Ya se han decidido?
El camarero va anotando lo que le pedimos en una libreta de hojas blancas sin perder detalle, como si fuera un periodista y mis palabras los titulares del periódico que el hombre gordo y con barba fuera a leer mañana. “Pide una crepe para sus hijos y se queda en blanco cuando se le pregunta”. No es una elección entre dulce y salado, sino entre presente y pasado, entre tradición y renovación. Qué complicado parece todo y qué sencillo cuando el camarero espanta mis dudas como el que, de un silbido, logra que las vacas dejen libre la carretera, imagen inevitable en un país como éste, y sugiere.
-La provenzal es la que tiene más éxito.
Y probamos la provenzal con atún y vuelvo a entrar en un estado místico. Mis limitaciones intelectuales me dejan el gastronómico como atajo para las epifanías de marca blanca ¿Cómo es posible que nadie me hablara nunca de la provenzal con atún? Cuando el camarero nos deja la cuenta, sujeta con una pinza de la ropa, recibe nuestros elogios con la sonrisa del que sabe una verdad que es útil a los demás.
-Es la que más se ha pedido en los últimos treinta años.
Entra una pareja en la creperia con un bebé recién nacido y el camarero al escucharles reconoce ese acento que se nos escapaba. Los tres son de Colombia, los tres, descubren sorprendidos, de Pereira. La globalización tiene esas cosas. De fondo, una canción de Miguel Bosé. La crepe porvenzal me ha relajado, recibiendo todos esos detalles como si fueran lógicos.
Al sacar de la cartera un billete de cien francos, veo en él la cara de Giacometti. Me mira con los ojos abiertos. Es una imagen con contrasta con una fotografía de René Burri en la que le recuerdo con los ojos cerrados mientras modela una de sus altas y estilizadas figuras. De repente tengo ganas de ver alguna obra de Giacometti, de encontrar y de releer un ensayo de Berger sobre él. Todo esto en el instante en el que me fijo en ese billete. Un país en el que es posible encontrarse con Giacometti en un billete tiene que ser, forzosamente, un país distinto. Estos detalles son importantes.
Estoy de buen humor, con ganas de seguir enseñándoles a mis hijos la ciudad.
sábado, 7 de agosto de 2010
Pelota de plástico : 4,90 euros
La playa, dicho de otra forma, para el pelotón que haya estado a punto de abandonar la lectura tras el primer párrafo, vuelve todo del revés, haciendo que uno se sienta igual que un astronauta en el espacio, sin saber qué está arriba, qué abajo. Abandonar el traje por un bañador naranja y unas chanclas verdes no es sólo un aviso al mundo exterior, al que esto le trae sin cuidado, sino, más bien, la advertencia al inconsciente de que las cosas van a funcionar de otra forma.
Esbozada la teoría, me propongo presentar un caso concreto, que bastante lectores recibirán con la misma ilusión con la que un niño se agarra al bocadillo de la merienda después de dejar las espinacas de la comida. Heme aquí, por ejemplo, en una tienda de artículos variados de Oropesa, sorprendido por la cantidad de objetos diferentes que la mente humana es capaz de crear sin un fin aparente. Basta con moverse entre las estanterías para descubrir que esta tienda da un paso más allá frente a la competencia porque en lo que ofrecen las tiendas chinas se adivina una utilidad que aquí no existe.
Se rompe así la regla del comportamiento según la cual voy a una tienda a por algo que necesito y por lo que pago un precio. Tras media vida actuando así, uno empieza a sospechar que muy pocas cosas de las compradas eran realmente imprescindibles y decide actuar al revés, adquiriendo objetos inútiles para ver si, con el uso, pueden acabar convirtiéndose en algo necesario. Con ese planteamiento en la cabeza y las chanclas en los pies, no hay mejor sitio que una tienda como ésta, donde puedes comprarte una figura dorada de un toro, un imán con forma de paellera para la nevera, un diploma a la mejor madre del mundo, un azulejo con el nombre de Oropesa, un llavero de plástico con tu nombre, otro con tu signo del zodiaco, un póster con jugadores que hace años abandonaron tu equipo de fútbol o unas gafas de buceo que sabes que se te llenarán de agua en cuanto te metas en el mar a ver cómo se levanta la arena cuando mueves los dedos de los pies.
Toda esa oferta te va sumergiendo poco a poco en una especie de estado zen en el que estás dispuesto a aceptar todo lo que pueda aparecer. Como todo es inútil, todo es válido. Sé que, si uno quiere mantener lectores, dejar escrita aquí una frase como ésta es más irresponsable que repartir tijeras de podar en una guardería, pero no se trata de un mero juego de palabras, sino de un razonamiento que pronto va a adquirir pleno sentido.
Y el sentido me lo trae Lucía en sus manos, en forma de una pelota de plástico con el escudo del Real Madrid. Después de rechazar las llamadas de varias figuras de Hello Kitty, elige esa pelota para que se la compre. Y entonces lo veo todo claro y tengo que estar en ese momento en ese lugar para darme cuenta de que Florentino y compañía, aunque aparezcan con traje en las fotos, diseñan su campaña veraniega en bañador y con chanclas. Ellos también se han metido en una tienda de playa y parecen ir comprando jugadores con la esperanza de acabar encontrándoles alguna utilidad en el futuro. La revelación me deja satisfecho, como toda buena explicación de fenómenos que no conocemos. Así que es eso, me digo.
Desvelada la revelación, es posible que el lector que haya llegado hasta aquí se sienta un poco decepcionado, pero, a cambio, le ofrezco dos conclusiones evidentes y apetitosas, como las banderillas que acompañan a la cerveza y que vienen al caso. La primera es que es necesario pasar unos días en la playa para experimentar esa serie de cambios que el Carnaval, más lujoso, sólo ofrece de forma limitada. La segunda es que no se puede actuar en plan playero si no se está en una playa.
No sé si, a punto de cerrar ya este caótico razonamiento, las cosas han quedado claras. Que conste, en mi descargo, que todavía no me hago a la idea de no volver a ver a Guti de blanco y que eso, junto con el sol, la sed, el cansancio, no me está haciendo muy bien.
Si hay un sitio para calmar mi desasosiego es éste. Entre tanto artículo absurdo, es posible que tengan una camiseta del Besiktas con el nombre de Guti a la espalda. Voy ahora mismo a preguntárselo en mi muy rudimentario turco a un inmigrante oriundo de la zona:
-¿Besiktas? ¿Guti?
lunes, 19 de julio de 2010
Camisa de boda : 80,10 euros
-¿Pero no la colgaste tú con el resto? – me pregunta María.
No, no la colgué pensando que María lo haría. Me acerco al traje y compruebo, varias veces, que ahí no está la camisa. Seiscientos kilómetros desde Madrid no pueden terminar así. Si hay un momento para descubrir que uno tiene superpoderes es éste. Cosas más difíciles han hecho los magos con menos motivación que la que yo tengo ahora. Bastaría con meter la mano en esa realidad paralela en la que sí me acordé de coger la camisa y traérmela a ésta como el que le roba unas pinzas al vecino de su cuerda de la ropa. La teoría está ahí, pero la realidad paralela se aleja y en la actual se abre un agujero por el que desaparece la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y un trozo de mi matrimonio.
-Pues corre al pueblo a por una camisa.
Cuando a uno le quitan el atajo de la magia, se ve obligado a recorrer el camino de lo práctico, más largo y caluroso. Digo que sí y me acerco a hablar con la recepcionista, a la que le cuento que he tenido un accidente y que tengo que comprarme una camisa blanca. Maquillo un poco la historia para no reconocer abiertamente que yo soy el accidente y obtener así un poco de comprensión. Saca una fotocopia del plano de Ribadeo y empieza a marcar con cruces las tiendas, dándome información sobre cada una de ellas.
-Esta es más formal – me dice – Aquí seguramente tengan camisas como la que necesita.
Es evidente que se sabe el pueblo de memoria. Si le preguntara por los bares es posible que pudiera decirme la especialidad de cada uno y quién, en este momento, ya se está tomando unos vinos. En una batalla con el Google Maps, no hay duda de que esta mujer llevaría las de ganar, vengando así la humillación de Deep Blue. Doblo el mapa con cuidado y me lo guardo como si fuera un soldado alemán con un salvoconducto para salir del cerco de Stalingrado. Vuelvo a la habitación.
-¡Vámonos! – le digo a María en la habitación. Ella me lanza una mirada afilada que pincha mi orden haciendo que recorra toda la habitación perdiendo aire y terminando, mansa y flácida, a sus pies mientras ella termina de pintarse los ojos. Sólo después de dar el visto bueno a lo que ve, de ponerse los zapatos y de coger el bolso, da ella la orden.
-¡Vámonos! – La suya, definitiva y majestuosa, como un zeppelin por el cielo de Nueva York.
No tenemos tiempo para esperar a que el navegador encuentre la señal, así que nos encomendamos al plano. Como esta mañana hemos dado un paseo por el pueblo, podemos orientarnos un poco y no tardamos en decidir por dónde ir. El pueblo, sin embargo, parece no acomodarse al plano, como si fuera una fotografía en la que ya no se reconociera. Nos encontramos con accesos cortados, calles en sentido contrario y cruces que nos obligan a torcer por donde no queremos. Cuando estoy escuchando ya el sonido que hace el presente al terminar de caer por el sumidero, descubrimos que, a la derecha, tenemos la tienda que buscábamos. No sé si es magia, pero como truco resulta convincente, aunque no sé a quién agradecérselo.
Entro en la tienda con el pantalón del traje puesto, la chaqueta en un brazo y una camiseta oscura comprada en Carrefour encima.
-Necesito una camisa blanca.
La dependienta no parece sorprendida. Me mide el cuello y se queda pensando. Por un momento temo que también me vaya a medir la cabeza para saber qué tipo de persona deja una compra así para última hora. Se dirige sin dudar a una estantería y, de una caja blanca, saca una camisa con la que puedo salvar la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y, creo, un trozo de mi matrimonio. Mi alivio es tan evidente que parece decepcionada por no poder hacer su trabajo en una compra que ya está terminada : tumbo mi rey como respuesta a su primer movimiento de peón.
-Es una tela muy fina – me dice.
Me meto en el probador y compruebo que es mi talla. Salgo eufórico. Ella no está convencida, como si una venta, como una comida, necesitara seguir unos pasos que yo me salto.
-Pero habría que plancharla – observa.
-No tengo tiempo. La boda empieza en un cuarto de hora.
Me mira con cierta desolación, como si yo fuera el ejemplo de por qué las cosas no van bien en el mundo. Le tiendo la tarjeta y el DNI y veo que estoy empeorando las cosas. Ni siquiera le he preguntado cuánto cuesta.
-Son ochenta y nueve euros – me dice, enseñándome la etiqueta para demostrarme que no se está aprovechando de mi necesidad. – Y ahora tiene un diez por ciento de descuento.
En lo que el terminal da el visto bueno, la dependienta me ata los botones de los puños, me corta la etiqueta que me sale del cuello y me pregunta si, por lo menos, llevo chaleco. Sé que esa es la pregunta definitiva, que, de responder que no, me quitará la camisa. Para ella tan importante es lo que se vende como a quién se vende.
-Sí, claro, chaleco sí que tengo.
Y, como dando su bendición, en ese momento el terminal empieza a imprimir el comprobante de la compra.
martes, 6 de julio de 2010
Bandera de España : 3,60 euros
Lucía se fija en los balcones del barrio y decide que, pasar seguir la tendencia, nosotros también tenemos que colgar una bandera de España. Supongo que para ella debe ser una cuestión de moda, un imperativo que debe aceptarse con un gran sí capaz de pasar por encima de nuestros noes como un tanque por un campo de margaritas.
Así que vamos a la tienda de chinos que tenemos al lado de casa, donde encuentras de todo cuando no buscas nada. Veo la figura de un jamaicano fumando, un gato dorado saludando con su pata derecha, un adaptador de portátiles para el coche, unas pegatinas de Bob Esponja, fundas para el móvil, sacos de naranjas, platos de papel para fiestas, pilas de marcas desconocidas y, colgadas de un estante, tres banderas de España de distinto tamaño. No sé qué argumentos utilizo para conseguir que Lucía acepte la más pequeña, que la cajera saca de una caja, perfectamente doblada y envuelta en una fina capa de plástico. Detrás de ella veo un periódico chino con la foto de la selección a color.
Me siento un poco raro cuando cuelgo la bandera en el balcón, como si todo se fuera a ver en blanco y negro y a mí me fueran a entrar ganas de dar un discurso de bienvenida a los americanos.
-Está al revés – me dice Lucía.
Y veo que es cierto. Para que se vea bien desde la calle, el escudo tiene que estar a mi derecha. Le deshago los nudos y vuelvo a hacerlos. Me siento raro y un poco perdido porque me doy cuenta de que la relación con la bandera siempre se realiza a través de intermediarios. Parece que fuera algo que sólo los profesionales pudieran manejar. Profesionales del ejército, de la política, del deporte o de la publicidad. Tan acostumbrado estás a que sean otros los que la icen, la arríen, la cosan en una camiseta o le pongan el sello de DYC o la leyenda de Manolo el del Bombo que cuando te toca a ti no sabes muy bien qué hacer, como el ayudante recién sacado del público que sigue torpemente las indicaciones del mago.
-Pues ya está – le digo a Lucía.
Y los dos nos quedamos mirando la bandera como si fuera a pasar algo. Lucía, cumplido su objetivo, mandar volver a los tanques a sus cuarteles y se marcha a pintar. Cuesta hacerle un hueco entre los que la utilizan como símbolo de sus ideas y los que, también como reflejo de las suyas, no quieren ni verla, pero de eso se trata. Ahora está ahí colgada al margen de unos y de otros, animando a la selección para que mañana gane a Alemania.
Todo lo que criticaba de los que llevan la bandera en el coche, en una camiseta o en una bufanda me lo puedo aplicar a mí. ¿Acaso va Casilla a jugar mejor gracias a esta bandera? Desde este lado de la barrera o del balcón, las cosas son distintas y me recuerdo la teoría de la mariposa que mueve las alas y el ciclón que se desata en un pueblo de la selva negra, por poner un ejemplo. Nunca se sabe.
Busco por curiosidad una etiqueta en la que se diga dónde está hecha la bandera. No sé si por una cuestión de delicadeza o de alta política, debe ser el único artículo de la tienda que no lleve el Made in China puesto.
Antes de seguir los pasos de Lucía, compruebo que los nudos estén bien hechos, no vaya a volarse durante la noche. Sería una mala señal para mañana y nos provocaría un disgusto en una semana muy tensa sentimentalmente hablando : Gary, el caracol que se movía a la velocidad de la luz por las noches, apareció ayer muerto debajo de una hoja en un tiesto. Muerto es una palabra que no describe bien la situación. Gary, por culpa del calor, después de muerto se había evaporado, en la prueba más palpable de la transmutación y ascensión de un cuerpo que he tenido en cuarenta y un años. Si mis hijos hubieran sido un poco mayores, le habría dado unas lecciones básicas de teología aprovechando lo del caracol, pero no era el momento. Tiramos la concha a la basura después de comprobar mil veces que estaba vacía y, tras cerrar la tapa, volví a sentirme como el ayudante que, por un error suyo, provoca el fracaso del mago.
Estoy a punto de entrar, pero me vuelvo. No puedo evitarlo.
-Como alcalde vuestro que soy...
miércoles, 23 de junio de 2010
Figura de Actimel : 2,5 euros
-¡Actimelízate!
Y al asomarme al salón veo a Daniel y a Lucía jugando con dos figuras de los Actimel. Noto que me falta agilidad para enfrentarme a la escena, como un luchador de sumo en un combate de esgrima. Los dos perciben que pasa algo raro porque me quedo mirándoles con las manos en los bolsillos.
-¿Qué es eso de actimelizarse?
-No sé – me responde Daneil, como sorprendido de que haya que entender las cosas para disfrutarlas.
Me gusta imaginarme a las profesoras de mis hijos como pacientes luthiers que tratan, día tras día, de ajustarlos para sacar lo mejor de ellos. Es probable que sea una visión romántica y que, una vez encerradas en clase, intenten repartir sabiduría como esos vendedores que recorrían el fondo sur del Bernabéu ofreciendo bocadillos a unos hinchas roncos de gritar sin que nadie les prestara atención, pero es algo en lo que me gusta creer. La verdad, en grandes dosis, puede ser nociva.
Sintonizo un poco mejor mis sensaciones y me descubro bastante violento. Como acabo de comprobar, el mundo parece empeñado en desafinarles. No me gusta que la publicidad se vaya agarrando a sus neuronas como las liendres a los pelos. El problema es que no hay ninguna loción que uno se pueda echar en la cabeza para que toda la información inútil que va escuchando se caiga muerta al suelo.
-Son las figuras que compraste con el periódico.
Sí, lo sé, lo sé. Soy la bola blanca que recorre la mesa del billar para que golpee a la bola elegida en el agujero deseado. Tengo que reconocer el éxito de un departamento de marketing que podría pasearme por las escuelas de negocios como caso práctico de un plan que ha funcionado. Un largo camino que empieza con la creación de una bebida en un laboratorio y termina con un padre que se saca del bolsillo dos euros y medio para pagar una figura. El actimel dice que refuerza tus defensas, pero en esa mañana de domingo me deja totalmente a merced de mis hijos, que señalan los sobres de las figuras con el brillo de la revelación en sus ojos.
Considero la posibilidad de aumentar los controles al llegar a casa. Ahora saben que tienen que vaciar de arena los zapatos y los bolsillos en la basura. Sería práctico que pudieran agitar un poco la cabeza, como cuando entra agua en los oídos, para que cayeran todas las frases irrelevantes que han escuchado a lo largo del día.
-¿Y esto? ¿“El puente hacia tu jubilación”?
-La escuché ayer en la tele, en el descanso del partido.
-Pues a la basura.
Nos hacemos la ilusión de que manteniendo en orden su cuarto logramos algo semejante dentro de sus cabezas, cuando lo más probable es que, con la cantidad de información que van a recibir, sus cerebro se parezca, más que a un expositor con las corbatas enrolladas en su celdas, a la mochila de un peregrino alemán al llegar a Santiago.
Así que, después de la violencia, viene la resignación. No hay ni caballo ni armadura ni escudo que uno pueda utilizar para enfrentarse a estos dragones que fabrican actimeles y los decoran con distintos personajes para que todo sea coleccionable. Supongo que el sueño de algún directivo de Danone será conseguir que el verbo actimelizar sea incluido en el diccionario de la Real Academia. Es, como todo, una cuestión de dinero y de paciencia. Podrían pagar a comentaristas, periodistas, deportistas y escritores para que dejaran caer la palabra de vez en cuando y convertirla en comodín, como han conseguido con la palabra habilitar.
¿Y qué podría definir el verbo una vez incluido en el diccionario? Dependería del entorno. No es lo mismo un ¡Actimelízate! en el grito de un Guardia Civil que se asoma a tu ventanilla después de darte el alto que en el susurro que entra en el oído como cera caliente después de unos vinos de más y unas inhibiciones de menos. Yo sigo con las manos en los bolsillos, viendo qué hacen mis hijos después de gritar esa palabra, pero, como todo observador acaba modificando lo observado, los dos se levantan y salen corriendo con las figuras por el pasillo, evitando que les interrumpa sus juegos con más preguntas absurdas.