lunes, 20 de diciembre de 2010

Seis huevos ecológicos : 2,3 euros.

Compro seis huevos ecológicos, seis, y esto es lo que leo en la caja : "Las gallinas de Producción Ecológica disfrutan del acceso a parques al aire libre donde pueden picotear, escarbar y darse baños de arena, además de alimentarse de piensos procedentes de agricultura ecológica"

Bueno, pues otra cosa que, a mi edad, ya no podré ser : gallina de producción ecológica. Y bien que lo lamento, porque suena bien, pero me temo que éste es otro tren que debo dejar pasar (como debería haber evitado esta imagen, pero la entiende todo el mundo y funciona, como un anuncio de Fairy). Cumplir años es ir descubriendo en qué no podrás convertirte ya y, lo peor, sospechar que aquello que sí eres no acaba de convencerte. ¡Con lo bien que me lo habría pasado viviendo en ese centro de alto rendimiento para gallinas ecológicas!

Pero lo bueno que tienen estos huevos es que te sientes bien ya solo comprándolos y te olvidas de ese no ser gallina. Con los huevos normales te llevas a casa huevos normales. Estos, desde el momento en el que los colocas en la cesta, te dan derecho ya a una ecomedalla con la que te notas mejor persona. Para que la experiencia fuera completa, las gallinas deberían estar en peligro de extinción y así meter una ecocanasta de tres puntos al ayudar a su conservación. Desgraciadamente, parece que, por el momento, eso no entra en sus planes, por mucho que nos las comamos a todas horas y de todas las maneras posibles, que estornudas y sin querer desaparece una especie, y con las gallinas no hay forma.

Por el tema de las ecomedallas recomendaría que todos compraran ecohuevos, pero es que ser ecosolidario es un poco caro. Diría que es un huevo de caro y me arrepentiría al momento. Seis huevos de esas gallinas que se dan baños de arena y ven series en versión original en Canal + cuestan 2,3 euros. Doce huevos de gallinas que viajan en metro y leen el 20 minutos que otra ha dejado en el asiento de al lado, cuestan 1,15 euros. Voy a hacer unos cuantos cálculos y ahora vuelvo.

Ya estoy aquí. Dice el Excel que el ecohuevo cuesta cuatro veces más que el huevo normal. Para alejarnos del frío de las estadísticas, voy a buscar el calorcito de una imagen que haga más expresiva esta información. En la cena de esta noche puedo elegir entre freír un huevo para cada uno o compartir los cuatro un ecohuevo.

Vaya dilema.

En aquel libro de comida sana no hablaban de estos dilemas. De hecho, no hablaban de precios. Sí decía que empezaras a sospechar de los huevos y del pollo como de esos mails con textos del estilo "para evito problema acceso cuenta de tu banco, ingresar aquí clave de cotrol de su seguridad. Grazias". Textos todavía inquietantes hasta que la nueva generación empiece a dirigir bancos y uno se preocupe entonces con los mail que lleguen bien redactados.

El libro aconsejaba que te cuidaras desde ya y que empezaras a consumir ecoproductos, pero antes de eso debería haber comenzado con un simple cuestionario :

1-¿Eres rico? Sigue leyendo.
2-¿No lo eres? Sigue leyendo cuando lo seas.

Me salté ese cuestionario inexistente y me encontré con un conjunto de remedios destinados a hacer tu vida más larga y luminosa sin saber que antes tenías que ser rico.

Y ésta es la explicación de por qué estoy sentado en la cocina leyéndome los textos de la caja de huevos. Es mi forma de ganar tiempo para decidir si frío un huevo o cuatro. Me enfado conmigo mismo porque en el fondo debería emplear mi tiempo en descubrir cómo ser rico. De eso se trata. Si eres rico, tienes a alguien que hace la compra por ti, que compra los huevos que quiere y que te los sirve sin que tú llegues a sospechar que hay por el mundo gallinas que se dan baños de arena y cuyos huevos puedes comerte. De hecho, si eres rico, puedes cenar todas las noches un solomillo.

¿Pero no es el primer paso para ser rico imaginarse rico? ¿No es eso lo que recomiendan los libros de autoayuda? Me visualizo rico y ya no hay dudas. Cada huevo que casco es un mensaje al universo para que me haga rico. Pero ya. Voy a preparar una tortilla de patatas que va a hacer que se nos llenen los bolsillo de monedas mientras nos la comemos.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Tribuna baja en el Circo Price : 30 euros.

Cuando existen tantas ofertas de ocio, siempre se tiene la duda de haber elegido la mejor opción. Te quedas con la sospecha de si habría otro sitio donde sentirte como la flecha en el centro de la diana. Para eliminar esa incertidumbre, existen los locales de moda, los restaurantes de moda o las películas de moda, y así poder gastarte el dinero en algo que, aunque no te guste, te limpie de dudas por dentro y por fuera. El problema es que no hay nada así que sirva de referencia cuando uno tiene niños y se supone que debe celebrar la fiesta de la inmaculada concepción de la Virgen María.

-¿Qué se celebra? - me pregunta Lucía
-No lo sé - le respondo.

Que es una verdad que cojea un poco, o una mentira a la que le queda muy poco para salir ya corriendo. Del título de la celebración hay muchas palabras que no me sé explicar, así que prefiero mirar para otro lado y esperar que Lucía no insista. No insiste.

Tampoco es verdad que uno no tenga referencias cuando se pasea por la calle con dos niños de seis años en pleno mes de Diciembre. Es una mentira literaria que le ha dado cierta fuerza al arranque del post. ¿Para qué, si no, está el circo? Si es fiesta, y tienes niños, y es Diciembre, la palabra que te sale es circo. Por eso estamos aquí, sentados en la tribuna baja del Circo Price, haciendo lo que uno debe hacer. Esta sensación, que relaja mucho, deberían utilizarla de reclamo.

Es la primera vez que venimos a este circo. Es pequeño, ordenado, y no huele a circo, lo que agradezco. Las acomodadoras se mueven como si estuvieran en la junta general de un gran banco atendiendo a accionistas con tantos años como millones en la cuenta : mucho que gastar en poco tiempo, justo lo contrartio que nosotros. Seguimos la indicaciones y llegamos a nuestro sitio. La segunda sorpresa es que las localidades son buenas. De hecho, todas las localidades del circo son buenas, ya que sentarte en el camerino de la gimnasta del hula-hop no es una opción.

El circo está muy bien.

Y desarrollo lo del muy bien para los que necesiten argumentos y no se fíen de mi juicio. Está muy bien porque uno tiene delante un tipo de circo al que le han quitado toda la grasa. Es verdad que a veces se le ven un poco las costillas, de lo estilizado que está, pero ahora que van a prohibir la bollería industrial en los colegios, está bien que los niños se acostumbren a espectáculos donde se ve la fibra en acción, lo que da de sí un cuerpo cuando uno se alimenta bien.

-Niños, no desayunéis doritos con fanta - parecen decir todos los cuerpos.

Y salen un montón de cuerpos afinados, tensos, duros, fuertes y deseables. Este circo es un catálogo de cuerpos que se doblan, que se juntan, que hacen girar el hula-hop, que saltan desde un trampolín y que hacen equilibrios sobre una escalera. Es la demostración de que un cuerpo sirve para algo más que para llevar bolsas de Mercadona y ducharlo por la mañana.

Salvando las distancias, uno se reconoce en esos cuerpos y se alegra de tener uno, de que le enseñen todo lo que puede hacer, aunque lo tenga desaprovechado y sospeche que se irá a a tumba con bastantes músculos sin estrenar.

-¿Y los animales?

Daniel, a mi derecha, deja de comer palomitas para hacerme esa pregunta. ¿Y para qué quieres animales, pienso, habiendo mujeres que se doblan, que hacen girar el hula-hop o que se balancean sobre un trapecio? Estos circos, a la estela del Circo del Sol, van prescindiendo de los animales, como si no supieran ya qué hacer con ellos ni nosotros qué pedirles que hagan.

-Pues mira, un caballo.

El caballo es el único nimal que sale. Se limita a dar vueltas por la pista y a comer lo que su jinete le va ofreciendo de una bolsa. Parace que haya salido a estirar las patas y a tapear. Es el número más flojo, como para demostrarnos que estamos mejor así, sin animales.

Así que pocos animales, pero sí que tienen músicos (frase que le dedico a un músico que me lee). Están arriba, lejos, como si fueran peligrosos (frase que vuelvo a dedicarle al músico, con la sospecha de que quizás no siga leyéndome). También hay un payaso que consigue hacer reír con los mínimos elementos, facultad que conviene desarrollar frente a la realidad. Me gusta mucho escuchar las carcajadas de Daniel. Consiguen que todo esto sea importante.

Los números están tan bien encajados, que el tiempo corre pendiente abajo. Parece que sólo necesitara treinta minutos para recorrer las dos horas que dura. Agradezco esa eficacia, como de concierto de Madonna, porque lo contrario, subir por una cuesta, es algo agotador cuando se va con niños.

El espectáculo se abre y se cierra de la misma manera : con un artista que realiza dibujos sobre la arena. Si no puedes sacarle partido a tu cuerpo, utiliza la imaginación. Trabaja sobre una superficie blanca y lo que dibuja aparece en una gran pantalla que hay al fondo de la pista. Todos los niños gritan cuando reconocen las figuras. Barcos que se hunden, casas bajo la nieve, palmeras que extienden sus sombras, gatos que miran la ciudad desde los tejados o caballos que galopan. El mensaje está claro : puedes meter la arena en un reloj y ver pasar el tiempo o hacer algo con ella.

Hacer algo con ella. Es tan fácil decirlo.

-Niños, tenemos que usar nuestra imagiación - Aunque luego no sepamos ni cómo, ni cuándo,ni con qué, ni para qué. Mejor comprarlo todo hecho.

Termina la función dentro del circo y retomamos la nuestra afuera, en una mañana de domingo que empieza a condensarse en nuestro estómago. Es hora de comer.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Reconocimiento médico : 40 euros.

Me hago un reconocimiento médico porque así lo manda el artículo 22 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales y porque sería agotador decirles que no a los que crearon este artículo, a las leyes en general, a la Democracia en particular, a la Ilustración, y a los conceptos fundamentales que salieron de Roma o de los barrios que rodeaban Roma. Es mejor decir que sí y aceptar el reconocimiento. Por eso son las ocho de la mañana y estoy sentado en una clínica.

Como no he podido desayunar, me parece más pronto de lo que realmente es. Desde donde estoy se ve la calle : en el Supersol están metiendo mercancía y en el bar Riazor, ya abierto, tienen un poster enorme de Ronaldo, que no creo que vaya al Riazor a tomarse una caña, y una bandera grande del Real Madrid. Me da por pensar que cuanto más grande sea la bandera expuesta de un equipo, pero la calidad del café, que cuanto más espectaculares las fotografías de las mujeres de una peluquería, más feas las clientas. Inferencias que salen de mi tripa, no de mi cabeza.

En la recepción hay tres chicas morenas con bata blanca. Ahí es donde tengo que fijar la mirada, no en ese Ronaldo de papel, que éstas sí se mueven y se pasan informes y conversan entre sí. Hay cierta animación porque es jueves, ese día en el que la semana cambia de temperatura y empieza a salir ya caliente. Y el calor, lo recuerdo, hace que las cosas se dilaten y las moléculas se aceleren, venga a dar vueltas los electrones alrededor del núcleo.

Una mujer mayor entra y dice que tiene cita con el ginecólogo. Sigo serio y mirando el reloj. Al rato un médico se asoma y dice mi nombre y le sigo, porque el nombre es una correa que saben utilizar los policías y los médicos. Un suave tirón y camino hacia su despacho.

El despacho es pequeño porque el médico es grande. Noto que lleva la bata blanca sin mucha convicción y el despacho se hace más pequeño, algo que no se va a arreglar si sólo llegan pacientes de la mano del artículo 22. Confirma mi nombre y empieza a teclear. Teclea mucho. Detrás tiene un libro : María la Brava, de Pilar Eyre, en edición de pastas duras. ¿Cómo acaba uno comprando un libro con ese título? Sin dejar de teclear, me pregunta si fumo, si bebo y si me drogo. Con lo que teclea, creo que ya ha respondido por mí, pero no encuentro ningún motivo para ser borde.

-No. No. No. - le respondo.

Me dice algo y le obligo a repetírmelo. Y después me pasa lo mismo con otra frase. Creo que mis respuestas no le interesan, que cada vez habla más bajo para saber si puedo entenderle. Mueve los labios y yo me inclino hacia él. Sigue tecleando. Mis breves respuestas dan mucho de sí.

Vuelve a preguntarme si fumo, si bebo y si me drogo, tal vez para probar la consistencia de mis respuestas. Repito los noes, pero no sé si en el orden de la primera vez. Son parecidos pero no iguales, lo que hace que me sienta un poco mentiroso. Sigue tecleando.

Por fin deja de escribir y me pide que me siente en una camilla y me quite el jersey y la camiseta. Me dice que coja aire y que lo suelte. Como es jueves, el fonendo y sus moléculas están calientes. Inspiro y expiro obediente hasta un momento en el que dice inspira y se olvida de decir expira. O lo ha dicho muy bajo. O es una forma de pasar un buen rato a nuestra costa. Aguantemos un poco más, le digo a mis pulmones.

-Porque es jueves - me dicen.

Por lo que sea. Me pide la presión inflando el aparato hasta que oigo cómo el hueso empieza a astillarse. Le digo a mi hueso que no se queje.

-Porque es jueves - me responde.

Como siga así, el estómago vacío, el cuerpo se me va a amotinar. Me dice que me vista y que salga a la sala con cierta decepción, como si le hubiera hecho ilusión haber encontrado alguna enfermedad que le hubiera permitido ser médico, no un administrativo que se limita a firmar. Me despido y cierro la puerta.

Ahí está la mujer mayor, inclinada sobre el mostrador. El tiempo en esta zona de la clínica va más despacio. Me leo varias veces un cartel sobre la gripe. Ahora dice mi nombre una de las chicas que había en recepción y la sigo. Policías y médicos no tienen nada que hacer cuando una morena con bata blanca pronuncia tu nombre. Me dan ganas de hacer unas flexiones en el suelo para que vea lo sano que estoy, pero ella sólo quiere mi sangre.

Da pequeños golpes en mi brazo izquierdo. Me frota con un algodón que huele a alcolhol. Giro la vista para no romper ese momento de intimidad entre la aguja y mi vena. Junto a una abrigo doblado hay un ejemplar de "La sombra del viento". Debería repartir recetas con libros interesantes. Un "Bueyes y rosas dormían" por aquí, un "Vida y destino" por allá. El pinchazo es limpio. Tiene que insitir varias veces con la uña para arrancar un trozo de esparadrapo y pegarme el algodón. Esto le da más valor a la precisión del pinchazo.

Ver de nuevo a la mujer mayor hace que me sienta un poco en casa. No ha traído la tarjeta y tiene que esperar a que le autoricen la consulta. Lo que habría sido un problema el lunes, hoy se convierte en un pequeño reto, como de sudoku de playa. Todo son buenas formas y educación.

Me llama otra de las chicas de recepción. Qué bien le sienta a la bata blanca una mujer morena con el pelo liso. Ésta me hace una prueba de vista con las gafas puestas, lo que es como pasar un examen con las respuestas al lado. Tengo que decirle dónde se encuentra el círculo cerrado dentro de cada dibujo. Estoy contento porque con las gafas veo hasta los dibujos diminutos. Esto es como nadar con aletas. No sé si tengo bien los ojos, pero de las gafas me siento muy orgulloso. Parece que ella también está contenta con los resultados porque así no tiene que aconsejarme que me asegure la nariz por si acabo rompiéndomela contra una puerta.

Después me pide que me desnude de cintura para arriba y que me tumbe. Es fácil seguir una orden así cuando viene de una mujer morena con una bata blanca. Me moja con un algodón, que también huele a alcohol, en distintas partes. Me coloca pinzas y pequeñas ventosas. Dos de ellas en los talones. Debería haber añadido que me desnudara también de tobillo para abajo.

-Estate quieto y no hagas ruidos - me dice.

Temo que haya escuchado mis pensamientos. A veces me quito los auriculares para comprobar si llevo la música muy alta, pero con el tema de los pensamientos no hay forma de saber si te escuchan o no. Pienso en cosas que no hacen ruido : diez gatos durmiendo, un tejado cubierto de nieve, un columpio de noche y una tienda con el cierre echado.

-Ya está - me dice - Puedes vestirte. Los resultados llegarán en unos diez días.

Me despido de ella y le dejo los diez gatos encima de la camilla, por si otro los necesitara.

Llego a recepción. La mujer mayor no está, así que sólo tengo que despedirme de la tercera de las mujeres morenas, que me dice adiós levantando la vista de un cuaderno y sonriendo. Me parece una sonrisa excesiva, para la que no he hecho méritos, pero me la llevo entera, por si la necesito a lo largo del día.

Ya en la calle me quito el algodón del análisis y lo tiro a la basura.

-¿Ya hemos terminado? - preguntan los pulmones.

-Sí. ¡Ah, perdonad, que ya podéis respirar!

Y respiro. Qué bien sienta respirar. No dejéis de hacerlo.

martes, 23 de noviembre de 2010

Entrada de adulto a Cosmocaixa : 3 euros.

Hace una mañana de perros. Lo que veo, tras pasar con el coche tres veces por el mismo sitio, es que todos los padres hemos decidido aprovechar el mal tiempo para traer a nuestros hijos a Cosmocaixa. La excusa es que así aprenden y disfrutan, pero es igual que si a nosotros, después de una semana de curro, nos llevaran a pasar la mañana del domingo en un curso sobre la doble imposición en el impuesto de la renta. Como si nuestros hijos fueran al colegio a romper muebles a cabezazos y gracias a nosotros recibieran el conocimiento.

Pero ahí estamos, descubriendo que todas las actividades están ya llenas. Sólo nos queda la opción de dar un paseo por la exposición permanente, a ver qué es lo que uno aprende. Empezamos por una muestra con los fósiles de dinosaurios que unos científicos encontraron en el desierto del Gobi. Es una experiencia realmente interesante porque descubro dos cosas : que el desierto del Gobi no es una invención de Ibáñez para mandar ahí a Mortadelo y Filemón y que la mejor manera de cocinar un dinosaurio para la posteridad es cubriéndolo de arena. El efecto es el mismo que con la dorada a la sal, con la diferencia de que al rascar la arena lo que te encuentras son unos fósiles que quedan muy bien expuestos.

Pasear entre fósiles es como darse una vuelta por el foro romano. O le echas imaginación o lo que te llevas es lo que ves, que suele ser bastante poco. En unas pantallas, dándole un toque tecnológico al asunto, se emiten unos videos sobre algunos de esos dinosaurios. Son tan cortos que cuando nos sentamos a verlos ya se han terminado. O los científicos no sabían mucho o los programadores no tenían ganas de trabajar.

-¿Ya se han acabado? - me pregunta Daniel.
-Sí, pero lo que decía es que si corrían más que el dinosaurio grande, se salvaban.

No me parece mala lección y la doy por buena sin añadir nada más. Irlanda, por ejemplo, no ha corrido más que su deuda y le ha caído encima el FMI, pero eso no lo digo. De toda la exposición, lo que más me gusta son unas manos gigantes de Deinocherius que se exponen. El resto todavía no se ha encontrado, quizás porque se adelantó algún perro que al remover la tierra vio sus plegarias atendidas. Trato de imaginarme lo que falta y me doy cuenta de que, como siempre, es tras la sugerencia cuando realmente empieza a funcionar la imaginación, dogma sobre el que se levanta el imperio de la lenceria.

Y en esas estoy, imaginando, cuando los enanos me dicen que ya han tenido bastante de dinosaurios y que toca seguir. Pasamos el resto de la visita en la parte de los experimentos porque ahí pueden apretar botones, subir y bajar palancas, asustar peces y dar balonazos contra la pared. No me parece mal porque todo tiene su base científica, como las historias con mensaje, y eso hace que la realidad alimente, lo que evita la anemia intelectual y todo eso.

El problema es que la distancia que hay entre cada experimento y su explicación es tan grande que no sabes si merece la pena hacer el esfuerzo. Como subir al Torumalet en triciclo. Me acerco a dos experimentos que conozco como el que encuentra con quién charlar en uan fiesta repleta de desconocidos. Les explico cómo funciona la vejiga natatoria y cómo afecta el sentido de la corriente a los peces. Y ahí me bajo del tricilo y me dedico a seguirles de experimento en experimento.

Me basta con escuchar a los demás padres para descubrir que compartimos el mismo nivel de incultura, lo que no me consuela. En el fondo, todo el paseo por esta zona es un reproche a mí mismo por todo lo que debería saber y no sé. Aprovecho para tener un breve diálogo de agradecimiento con todos los profesores de ciencias que tuve.

-¿Pero no veían que era, científicamente hablando, un analfabeto? (So cabrones)
-Sí, pero para usar las cosas eso no importa. (Inútil)
-¿Y si quiero entenderlas? (So cabrones)
-¿Desde cuándo hace falta entender algo para usarlo? (Inútil)

En lo que les tengo que dar la razón. Al final el mundo se divide entre los que crean y los que usan. Y si eres de los que usan, sólo queda asumirlo y seguir a tus hijos de juego en juego, mirando la hora y añadiendo el tiempo que querrán pasar en la tienda para saber cuándo toca marcharse.

Camino intelectualmente rendido y si abrir la boca para no delatar mi incultura, cuando súbitamente sucede el milagro. Es un pequeño milagro científico, si es que ambas cosas pueden combinarse, pero me deja paralizado. Descubro un experimento simple en el que unas figuras geométricas, realizadas con un fino alambre, se meten en una solución líquida y verde, parecida, para ser más exactos, a lo que uno ve en el fregadero cuando echa el Fairy antes de limpiar los platos.

Lo que sale al levantar las figuras son unas pompas sorprendentes que utilizan como base el alambre. A veces en forma de una fina superficie y otras combinándose para crear figuras dentro de figuras. Me fascina que eso esté escondido dentro del Fairy, del que yo sólo saco tazas que hay que frotar con fuerza para quitarles el culo seco del cola-cao. Me parece una imagen expresiva : lo que saques dependerá de lo que metas. Los enanos suben y bajan las palancas con la misma enegía que usan en las máquinas cuando intentan atrapar con un gancho un juego de tres en raya para el coche. Al rato se aburren y se marchan.

Yo me quedo un rato más, experimentando. Leo la explicación que aparece al lado. Parece que las pompas, al buscar la menor área de superficie entre puntos y aristas, solucionan problemas matemáticos complejos relacionados con el espacio. Me gusta la idea de la belleza como solución. Se me llena la cabeza de argumentos en contra, molestos por dejar que esa imagen de piernas largas se cuele mientras ellos hacen cola en la calle, pero no les escucho para mantener esa ilusión.

Qué distinto habría sido todo si algún profesor se hubiera llevado un día un barreño con agua y Fairy al colegio y hubiera hecho un pequeño truco de magia. Con lo poco que les habría costado.

So cabrones

jueves, 11 de noviembre de 2010

Calamares en Teatriz : 22 euros.

Mi hermano me enseña todas las fotos de los platos que ha hecho en su visita al Bulli.

-¿Tienes las manos limpias?

Me las miro y no veo gérmenes corriendo de un lado a otro, así que le digo que sí y cojo el menú que me tiende con un cuidado que, seguro, no tuvo Moisés cuando le entregaron el otro menú. Mi tarea es leer los platos para que él me los explique conforme aparecen en la pantalla. Debe haber sido una experiencia inolvidable porque habla alto y deprisa, como un locutor narrando cómo Roberto Carlos da el pase y Zidane lo espera sin moverse. No sé si disfrutó más comiendo o ahora, recordándolo: se ve que su cerebro todavía sigue con la digestión de las imágenes y de la historia que llevaba cada uno.

-Esos pistachos estaban blandos como judías, así que te los metías en la boca y se te llenaba con su sabor. Y eso combinado con gelatina de panceta y caldo.

Y siguen unos segundos de silencio en los que no sé si arrodillarme. Se detiene ante cada plato como si fuera la foto de un animal recién descubierto y quisiera relacionarlo con ese instante fundamental en el que el primer pez salió del agua y dijo :

-Hale, a urbanizarlo todo.

Es sorprendente toda la historia que sigue a cada plato, larga como la cola de una novia caprichosa. Mi hermano me cuenta esos detalles de naturalista fascinado y es mi estómago el que empieza a calentar motores. Es una exposición de cerebro a cerebro, pero son los estómagos los que conversan, igual que sucece con cualquier encuentro anodino entre hombre y mujer.

-¿Este es el transbordo para la línea cinco?
-Sí, por ahí.

Mientras los cuerpos se dicen :

-Buen cruce genético haría yo contigo.
-Ya. Y yo te iba a agitar el árbol genealógico hasta que cayera sólo lo mejor.

El hecho es que no se ha limitado a comerse los platos. Los ha hecho suyos. Es un acto de canibalismo intelectual en el que Ferrán Adriá le sirve un plato y él trata de comerse su mano, el codo, el hombro y hasta esa parte de la cabeza en la que las ideas caen, o florecen, o se iluminan. Vaya uno a saber.

Yo sigo leyendo la lista y él sigue hablando. Es la vuelta al paladar en treinta y seis platos con el objetivo de descubrir sabores que no conocías. Uno no va al Bulli a comer, va a otra cosa, a traerse esa euforia que provoca encontrarse con nuevas posibilidades. Se puede vivir del huevo frito con patatas como el que pasea por su barrio, pero conviene ampliar el punto de vista y observarlo todo desde bien arriba, desde una órbita en la que veas la tierra con sus nubes y sus océanos.

Y así hasta el último plato, los profiteroles flotantes con sopa-gin y frambuesa helada al cardamomo. Son las ocho y media de la noche y mi estómago ruge como fans de Metallica esperando que el grupo salga. La exposición termina con la caja de distintos chocolates que ofrecen al final. Yo ya no puedo más.

-¿Y ahora me das algo de comer?
-Preparo un poco de pasta.

Le devuelvo el menú y le pregunto cuánto ha pagado para saber, resumiendo, si es un sitio bueno o no, que con tanto halago no me ha quedado claro.

-Doscientos cincuenta euros cada uno.

Hago la cuenta deprisa y la hago mal, así que la repito despacio. ¡Eso da siete euros por plato, vino incluido! ¡Siete euros! ¿Puedes tomarte en serio una comida en la que cada plato cuesta unos siete euros? No puedes. No-pu-e-des. Está claro que a mi hermano le han tomado el pelo. Si divides esos doscientos cincuenta euros entre treinta y ocho, bombones incluidos, la división te da la palabra engaño. Si parece una comida de marca blanca. ¡Con lo contento que está! Qué pena que sea ingeniero y no se dé cuenta de esas cosas.

Debería contarle en ese momento que el sábado sí que fue especial para nosotros. ¡La primera vez que pagamos más de ciento cuarenta euros en una comida! ¡Dos niños y dos adultos! ¿No tiene mérito? Y todo eso con unos huevos estrellados, unos calamares, dos platos de atún, una botella de vino, un postre y dos cortados. Sí, parece uno de esos menús que te sirven en mesas de plástico con el logotipo de la Coca-Cola impreso, pero luego te fijas en la factura y ahí tienes los calamares a veintidós euros y te dices "vaya comida que me he pegado, sí que debe haber sido buena", que llegaron los calamares y pensé :

-Mira, nos traen unos aperitivos.

Y María, observadora, señaló :

-No, si son los primeros.

Una palabra, primero, que le quedaba grande al plato, como cuando mi hijo se pone una de mis camisas. Los calamares venían en un cuenco de diseño, finitos, nada de esas fuentes grandes como de boda. Aquí era un detalle grastronómico, como el que pica algo mientras espera que empiece el siguiente acto de la ópera. Que hasta ganas me entraron de escuchar algo de Verdi.

Pero todo eso me lo callo cuando mi hermano trae la pasta. Nos sentamos a la mesa y reflexiono, porque me da por reflexionar en cualquier lugar, que nos acostumbramos a ser felices con lo que tenemos, aunque nos engañen, como a mi hermano.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

Impuesto de Bienes Inmuebles : 553,47 euros

Unos días después de la llegada de la tasa de basuras, llega el IBI. Abro el sobre del Ayuntamiento por la mañana, después de ir al gimnasio, y, al ver que son casi seiscientos euros, me pongo de muy buen humor. Me alegra poder entrar en casa y darle una buena noticia a mi mujer :

-Mira, vamos a dar más dinero que el año pasado para asfaltar hospitales y levantar carreteras. O al revés.

Los niños, que están desayunando, se contagian del buen ambiente y se terminan rápidamente su zumo de naranjas argentinas y su Cola-Cao Turbo y repasan rápidamente The Family Tree (Grandpa, grandma, cousin y todo eso). En la televisión, las tres mellizas me guiñan un ojo. Qué bien sienta levantarse pronto : Dios te ayuda y, además, te permite ser más solidario.

Un día que empieza así no puede ir mal. Hace poco un mail de la Comunidad de Madrid estuvo a punto de arruinarnos la jornada, pero, afortunadamente, nos denegaron la beca para libros que, egoístamente (lo veo ahora), habíamos pedido. Los fondos irán a alguien que los necesite más. Hoy, salvo imprevistos, todo me sonríe.

Sólo lamento, mecachis, que el gozo no sea pleno, que vuelvan al estilo impersonal cuando, con la tasa de basuras, se habían acercado al impuesto más humano. Identificabas el pago con un servicio y eso te implicaba emocionalmente. Sólo les fató haber ofrecido la posibilidad de adoptar a un trabajador de los servicios de recogida de basuras.

-Hombre, guapo no es, pero se le nota buena persona.
-Me da igual. Hay que quererle por lo que es. Yo meto su foto en la cartera.
-Mejor nos la imprimimos en la tazas del desayuno y así le vemos todas las mañanas.

Ahora podrían haber enviado la foto de una funcionaria de correos para que la adoptaras, acompañada de una carta manuscrita en la que te contara dónde pasa las vacaciones, cuál es su plato favorito y si se queda dormida por la noche viendo Telecinco o La Sexta. Ese vínculo sentimental haría que desapareciera cualquier enfoque negativo del impuesto, si es que lo hay.

Pero alejo los malos pensamientos y me siento a ver en el salón a Noddy mientras mis hijos se visten. ¡Qué gracioso es Noddy! ¡Qué contentos están todos sus amiguitos! Se nota que pagan muchos impuestos y que se saben parte activa de la comunidad, seguros de que van allí donde más se necesitan. Ja,ja,ja. Me río mucho con Noddy.

-¡Pero bueno! – dice mi mujer - ¡Si lo tenemos domiciliado!
-¿Y eso te preocupa?
-Claro. Igual nos lo pasan al final del plazo y es posible que los necesiten ahora mismo.

Nos quedamos serios. La televisión empieza a retransmitir en blanco y negro. La tensión se acumula y provoca los sollozos de Daniel, molesto consigo mismo, seguro, por no derramar sus lágrimas por causas más serias.

-Bueno – reacciona mi mujer – Me paso ahora mismo por el banco y lo soluciono.

Se disipan las nubes negras y hasta juraría que oigo a Heidi reír al fondo del pasillo. La alfombra se torna césped y me entran ganas de correr con ella, de preguntarle a los abetos si cantan, de comprarle todos los panecillos blancos del mundo a la abuela de Pedro y de meter la cabeza entre las patas de todas las cabras y beberme directamente su leche.

-Rotenmeyer no pagaba impuestos – les digo a mis hijos.

-Ya – sonríe Daniel, sorbiéndose los mocos. Esta frase es un comodín que utilizo con ellos cuando les veo tristes o preocupados. No falla. “¿Por qué estaba tan seria Rotenmeyer?” Y su sonrisa, que hace florecer mi corazón, aparece antes de que respondan. “¡Por no pagar impuestos!”

Mis hijos terminan de vestirse. María les peina mientras yo miro la hora. Hay que darse mucha prisa por la mañana. ¡Parezco el conejito de Alicia!. Lo pienso y lo digo en voz alta. Los cuatro compartimos risas.

-Jajaja – ríe Daniel.
-Jajaja – ríe Lucía.
-¡Cómo eres, cariño! – observa mi mujer.

Es bueno compartir al máximo el poco tiempo que tenemos los cuatro. Una hora por la mañana y dos horas por la noche. Jolín que es complicado ser papá o mamá (o mamá o papá, perdón) ahora. Pero si no trabajáramos tanto no habría dinero ni para la sopita de pollo de los ancianos que están malitos.

Risueños mis hijos, contenta mi mujer, me deleito en la estampa. Cojo (en broma) la carta con el IBI.

-¡Venga! ¡Lo pago yo, que tú ya llevaste la declaración de la renta!
-La idea ha sido mía. Yo lo llevo.
-Vengaaaaaa.
-A que te quedas sin postre esta noche
.
Los niños pensarán que el postre son las natillas, pero no. Hablamos así para que no se enteren.

-¡Papá no toma postre!

Les sigo la broma a los niños frotándome la tripa y simulando que me relamo para que no sepan que hablamos del otro postre. Le entrego la carta del Ayuntamiento y ella la guarda, satisfecha, en el bolso.

-El próximo impuesto lo pagas tú.

Ya, pero hay tan pocos impuestos. Apago la luz, me despido mentalmente de Heidi y me pongo de mala hostia al recordar el día de mierda que me espera hoy.

jueves, 28 de octubre de 2010

Pez de agua fría : 2,95 euros

No me mira mal la dependienta cuando nos vende dos peces de colores, aunque seguro que ella sabe lo que yo sé : que uno de ellos va a ocupar el puesto de un pez muerto. En el fondo (bien traído, ya que hablamos de peces y de agua), cuidar peces es como jugar al Mario Bros, porque en ambos casos tienen vidas infinitas. Como se parecen tanto, pones uno nuevo en el acuario y ya es el mismo que se murió. Hasta tus hijos te echan una mano eligiendo un nombre semejante al que ya no está entre nosotros.

-Fluky.

Y Fluky se queda, aunque lo de ponerle nombre a un animal que no te oye no tenga mucho sentido (auditivo). La seguridad que me provoca escribir frases rotundas como ésta desaparece cuando recuerdo que este verano he estado quince días en casa de mis tíos llamando por su nombre a una perra que lleva sorda más de dos años.

-Que no te oye. No, ni aunque grites.

Cierto, y tampoco me leen, pero aquí estoy, estrenando otro párrafo. Estamos en que le pago los dos peces a la mujer y pienso en los que, hasta el momento, se nos han muerto. El primero se murió por tonto, el segundo por listo y al tercero lo maté yo. No sé si estoy en la media. Sería aconsejable que cuando te entregan el acuario, te orientaran, mirándote a ti, después a tus hijos y de nuevo a ti.

-Cuente con que se le mueran unos veinte peces hasta que se haga con la pecera.

Esto te ayudaría, pero aquí nadie dice nada. En vez de disfrutar de la pista esquiando, pasas el tiempo evitando los árboles.

-Cuente con que se pongan los cuernos unas diez veces. Lo normal.

En vez de eso, el cura menciona a Perales y habla,bla,bla pensando en lo mismo que todos los demás, en la novia y en el banquete que se va dar el novio. Acabas casándote con las mismas dudas con las que te llevas el acuario a casa.

-¿Fluky? ¿Y cómo se llamaba el otro?
-Flaky.

Con esos nombres parece que estuviéramos apadrinando una generación de payasos. Los peces y yo compartimos el mismo tipo de memoria, así que no hago ningún esfuerzo por recordarlos. Además, yo les pongo mis propios nombres cuando mueren, lo que dice bastante de los peces y de mí. Inadaptado, Mago y Broncas. Inadaptado murió a los pocos días de montar el acuario mientras su compañero, con el que estrenó pecera, prefería comer y crecer. Mago se escondió detrás del filtro en un truco que sorprendió no sólo a sus dos camaradas, sino a nosotros, que pensábamos que se había desvanecido. Y Broncas merece un párrafo aparte.

Daniel eligió a Broncas porque era negro, como Mago. Ahí se acaban los parecidos. Mago era un pez precioso y digo precioso sabiendo que esta palabra es como un retrete de oro que la gente usara a oscuras : tiene valor pero conviene no sentarse mucho encima. Si hago una excepción es por Mago, un pez de ojos saltones que tenía unas aletas largas que era un placer observar moviéndose en el agua. Broncas era un pez afilado de ojos pequeños que, curiosamente, era el único de su tipo en el acuario de la tienda.

-Está solo porque ataca a los de su misma especie - nos dijo la dependienta mientras le hacía a la bolsa más nudos de los que me parecían necesarios.

A los pocos días, descubrimos que con especie, la dependienta no se había referido a los que eran como él, sino a los peces en general. Broncas era un cabrón, rotundo y sin matices, como una llave inglesa. Se pasaba el día acercándose a los demás peces, como buscándoles con la mirada, y les daba pequeños golpes. La gran mayoría de las veces, asomarse a la pecera era como ver una clase después de una revuelta : en el centro, Broncas, y en un extremo, mirando hacia una esquina, los otros tres peces.

Que hubiera tensión en el único sitio de la casa en el que debía fluir la armonía provocaba cierto desorden en el resto de las habitaciones. Es una noción básica de feng shui que se sabe de forma intuitiva, como que no conviene volver a ponerse la misma camiseta en el gimnasio aunque sepas que va a terminar igual que está ahora, sudada. No nos parecía bueno tampoco para los otros peces, que podrían acabar con los nervios rotos.

Así que había que elegir entre Broncas o los otros tres, y ya he dado bastantes pistas para saber cuál fue mi elección. Eran tres contra uno y las matemáticas también sirven para ayudarnos en problemas como éste. Admito, saliendo del cuarto de las matemáticas, que para mí siempre aparece iluminado con tonos de hospital, que también había algo personal, y aquí entro en lo subjetivo, donde las esquinas siempre se redondean y la luz es roja. Nunca me han gustado los cabrones y bastantes veces me he encontrado con gilipollas que, mirándote a los ojos, quieren que te fabriques tu propia esquina.

-Eso es interesante. Tumbate y desarrollá.

Y ya está, que prefiero pagar a un argentino por una buena entraña. Una noche, mientras mis hijos cenaban, cogí al pez con una redecilla y lo saqué del agua. Pensaba que abriría la boca un par de veces y se moriría, como hacían los peces en Suiza, cuando me cansaba de gritarle a la perra para que viniera y nos marchábamos al lago a pescar. Una cosa rápida que apenas iba a rozar mi conciencia, como pasarle un plumero a una estatua. Pero estaba equivocado.

El pez aguantaba quieto fuera del agua. No se movía violentamente, representando la lucha desesperada del que quiere seguir vivo y perdóname Tom Reagan, que no lo volveré a hacer. Broncas permanecía inmóvil, como si ésta hubiera sido una opción en la que ya hubiera pensado. De vez en cuando abría las agallas o la boca y continuaba fijo, esperando. Pasaron más de diez minutos en los que pasé del distanciamiento a la admiración. En ese pez había una fuerza, dura y fría, que me fascinaba. Broncas era un tanque y los otros peces tres globos atados a su cañón.

Cuando finalmente murió, lamenté no haber pinchado los tres globos. Empecé a guardarlo todo y a inventar una historia para mis hijos con la que borrar cualquier pista. Este post es la otra cara de la versión oficial y un homenaje a Broncas, o una disculpa, o un lamento.

martes, 26 de octubre de 2010

Caja de galletas sin azúcar : 1,51 euros

Se quejan los fabricantes de que las marcas blancas están acabando con ellos y apelan a nuestro buen juicio como consumidores. "Los distribuidores nos pegan en el patio cuando no mira la profesora", dicen. Yo les escucho y asiento afirmativamente de arriba a abajo porque me bastan dos argumentos enlazados para darle la razón a todo el mundo. Les entiendo, claro, pero llegado el momento elijo la marca blanca.

¿Y por qué? Pues porque, siendo madridista, lo de la marca blanca suena bien. Además de ésta, también tengo otra razón : me caen mal las empresas que anuncian que no trabajan para otros fabricantes. Como si el que elige la opción de marca blanca lo hiciera por gusto, ellos están ahí para decirte que no se juntan con los pobres. Hasta la profesora os tendría que sacudir la tiza en el recreo. ¿Qué cuesta sacar una línea con la mitad de cacao o con los bifidus menos rápidos del pelotón? Algo en plan : No te pongo a Casillas, pero te saco a Dudek, que también es del Madrid.

Esta tarde de compras, elijo una caja de galletas marca Hacendado. Estos de Mercadona te ponen juntos los artículos de marca aristocrática y los suyos para que no tengas que esforzarte en hacer la comparación. Se nota que juegan en casa. Como la diferencia de precio suele ser grande, no hace falta que los otros precios los den en yenes y con ese tamaño que hace que en las visitas al oftalmólogo, más que descifrar unas letras, parezca que estés dando clases de morse : punto, punto y otro punto.

Lo que más me gusta de esta caja de galletas es que no parece un diseño

-Packaging, se dice packaging, paleto.
-Tú te callas o les digo a los demás dónde te has escondido antes de que acabe el recreo.

un diseño, como decía, que no parece para pobres, del tipo ayuda humanitaria con fondo blanco y la palabra "galletas" escrita en mayúsculas. Es un trabajo cuidado en el que, incluso, hay una segunda intención.

A lo que vamos, que me voy a cansar de sostener la caja para que se vea empíricamente mi explicación, como de guía en el Prado. Si se fijan en la parte superior, verán la palabra "María" y, debajo, en rojo, "Sin". A nuestros padres, que no necesitaban del inglés porque se iban de viaje de novios a Mallorca, esto no les dice nada. A nosotros, sí. Vaya con María la pecadora. ¿Y qué es eso que se esconde debajo de mi pulgar? El ombligo de María. Del ombligo de María, la mirada cae, lenta y densa, como una gota de aceite, hasta un punto en el que se juntan el tazón de leche, el zumo de naranja y el epicentro pecador de María. Uno no sabe si va a desayunar o a estudiar el origen de los terremotos. Y si se da un rodeo al ombligo para evitarse seísmos matutinos, como el jugador que evita Las Vegas, llegará a esas tres espigas que vuelven a señalar el camino al lugar en el que el desplazamiento de las placas tectónicas provoca el derrumbamiento de las torres más altas.

Con este diseño, la marca blanca sube de nivel porque aparece lo subliminal. Digamos que es un tratamiento al que se le ve el truco, como de magia infantil (si te comes estas galletas podrás a prueba tu sismógrafo), pero funciona muy bien, aunque no ahí donde chapotea ahora la imaginación. La imagen apunta a un sitio pero acierta en otro, en esa parte en la que cada cual tiene alojada la culpabilidad. Al romper con la representación típica de la marca blanca, ya es más fácil saber qué cable hay que cortar para desactivar la culpabilidad e impedir que dejemos de nuevo el paquete en la estantería diciendo :

-Hombre, por un poco más, vamos a comprar unas galletas oficiales, que hay cosas con las que no se juega.

Como si hubiera galletas oficiales. La típica amenaza que activan anuncio tras anuncio y cuyo tic-tac se vuelve más peligroso cuanto más se aleja uno de la ortodoxia. Al coger esta caja de galletas, escucho cómo los alicates cortan por el sitio justo.

Me leo los componentes de las galletas para convencerme del todo. Encuentro : maltitol, adesulfame K, suero de leche en polvo, bicarbonato sódico y amónico, metabisulfito sódico, lecticina de girasol y harina de arroz, entre otras cosas. Suena bien, aunque seguro que le das esos ingredientes a tu abuela y no sabe por dónde empezar. Siguiendo con el estudio de la caja, descubro que los que están detrás de estas galletas son los de San Siro, que aparecen en un borde para firmar el cuadro de las espigas y el ombligo.

-¡Traidores!
-Calla y no salgas del cuarto de baño.

Es curioso que ése sea también el nombre del estadio del Milan, oficialmente el Giuseppe Meazza, al que el Madrid le metió dos goles en su última visita al Bernabéu. ¡Qué gran noche!. Lo de escribir tiene estas cosas : al final parece que sólo tuviera que atar el nudo de lo que he ido preparando antes.

martes, 19 de octubre de 2010

Caja de Silly Bandz : 3,95 euros.

Como ya quedan pocos días de buen tiempo, pasamos el fin de semana con unos amigos en un pueblo de Segovia. El sábado quedamos con ellos a comer y, antes de que traigan el primer plato, su hija, que tiene la muñeca derecha repleta de gomas de colores, se quita una de ellas, con forma de delfín, y se la regala a mi hija. Mientras eso sucede, los adultos, por llamarnos de alguna manera, entre vino y vino vamos proponiendo soluciones macroeconómicas a la crisis con la sutileza del que le pega un puntapié a la nevera para que se arregle. En otro foro seríamos, científicamente hablando, más cuidadosos con nuestros comentarios, pero la amistad, el vino, y el olor a carne a la brasa, hacen que pensemos que basta con arremangarse y plantar bien los pies en el suelo para arrancar cualquier problema de cuajo como el que quita las malas hierbas.

Mal asunto ése de darle martillazos a las grandes cuestiones, como si fuéramos uno de esos herreros de la propaganda soviética, cuando la microeconomía pasa delante de nosotros con la rapidez y energía de una plaga de lagartijas. Ese momento en el que mi hija se coloca la goma del delfín en la muñeca tiene una trascendencia a la que no presto mucha atención : no soy capaz de imaginarme ese mecanismo de reloj suizo que en este preciso momento ha hecho que un pájaro de madera se asome y abra el pico varias veces dando por iniciada la carrera.

Probamos las croquetas y seguimos con el vino. Con la realidad ocurre lo mismo que con la ley : no conocerla no te exime de su cumplimiento. Aunque no lo sepa, yo ya estoy corriendo. Es cierto que en ese instante, frente al solomillo en su punto, estoy donde quiero estar (una de las cosas que uno busca cuando come), pero la liebre de mentira ya ha salido y yo hago mal quedándome en mi cajetín. La parte más sedentaria de mi naturaleza se ata a la silla con un cinturón y, emulando a Ulises, se hace unos tapones con miga de pan para no oír las advertencias de las sirenas, que me recuerdan lo malo que es para el ecosistema consumir carne y, ya de paso, la necesidad de fijarse en el tema de las gomas de colores.

Las sirenas siguen ahí por la tarde cuando el solomillo es un recuerdo y mi hija me enseña las cuatro gomas que tiene en la muñeca. Se las quita con cuidado y me habla de ellas. Un pingüino, un avestruz, una medusa y un delfín. Una vendedora de joyas no las habría colocado con más elegancia encima de la mesa. Le pregunto por esas figuras y el tiempo se dobla como una hoja por el punto exacto para que tenga frente a mis ojos una imagen de mí hacendo lo mismo con mis padres. Conseguir que tus padres mostraran interés por un juguete tuyo era tener ganada la mitad de la batalla. Este ejercicio de papiroflexia temporal me deja en evidencia : Lucía me cuenta qué animales le faltan.

-¿Ves? Ya estás corriendo - me recuerdan las sirenas.

Y también digo que sí aunque responda a mi hija que no. Mi no debe ser como esos aparcamientos en los que se ven surgir, entre las grietas de allquitrán, pequeñas plantas. Lucía se dedica a regarlas el resto del sábado y del domingo con un cuidado y una insistencia infantil : ahí donde yo creo ver un tallo deprimido que ya no crecerá más, ella descubre un árbol mágico capaz de desarrollarse completamente, como esos dibujos que crecen al abrir las hojas de algunos libros. Cosas de haber visto "Mi vecino Totoro" tantas veces.

Mi no, pues, se ha visto desbordado por un árbol de varios metros de altura, de tronco grueso y repleto de hojas. Me lo podría reprochar duramente, pero ahí viene la imagen del ying y del yang para recordarme que todo sí lleva su no dentro, y viceversa. Tal vez sea así en la macrofilosofía, pero en la filosofía más mundana, la que tenemos en el coche el domingo por la tarde, de vuelta a Madrid, mi sí es un sí, con la solidez y evidencia empírica de una bola de granito.

-Ahora paramos en algún Vips antes de llegar a casa - le digo.

Y voy rezando en voz baja para que tengan esas gomas en el Vips. Lo bueno de tener esta fe difusa es que te permite pedir estas cosas con un fervor que no aplico a cuestiones que pueden salvar mi alma. Digamos que en el tema de la vida eterna soy el que se va gastando el dinero en chucherías en vez de invertir en un piso en el que descansar cuando el cuerpo esté bajo tierra y la eternidad sea más que un atasco el lunes por la mañana.

Aparco el coche y descubro que voy andando muy deprisa, casi corriendo.Todavía no sé que la culpa de todo la tiene un japonés que ideó lo de las formas de animales para que la gente no tirara las gomas elásticas después de utilizarlas. Esa idea tan noble inspiró a Robert Croak, que la perfeccionó hasta conseguir que las cintas perdieran su función original y se convirtieran en objeto de deseo por sí mismas, lo que invirtió las buenas ideas japonesas hasta llevarlas a ese lado oscuro del capitalismo que es capaz de gastarse recursos en producir objetos como los regalos de los huevos Kinder. Sea como sea, el japonés fracasó, Robert Croak debe estar ganado bastante dienro y yo respiro aliviado cuando veo, al lado de la liebre de mentira, las cajas de plástico con las colecciones de gomas de colores.

Me gustaría creerme que he llegado a la meta, pero sé que ésta es sólo una etapa. La cantidad de figuras que pueden hacerse es tan grande que me pregunto cuándo terminará esta moda. Quizás la solución sea grabar un vídeo y colgarlo en la red. En él se vería una imagen del pomo de la puerta de la cocina en el que mi madre dejaba las gomas. Había tantas que muchas veces había que sacar varias porque se enredaban. Cuando finalmente tenías una, estaba más seca que un calamar en el escaparate de una cafetería y te la llevabas al cuarto pensando que a lo mejor se recuperaba debajo del grifo. Soñaba entonces con una caja de gomas nuevas y flexibles, pero eso habría sido hacerle un feo al pomo de mi madre.

jueves, 7 de octubre de 2010

Tasa de recogida de basuras : 121 euros.

Llega un sobre del Ayuntamiento a casa y lo abro con la misma emoción con la que le quitaría el papel de regalo a un botijo. Como hace tiempo que fue mi cumpleaños y el único que me felicita por carta es Isidoro Álvarez, no me sorprende encontrarme con un nuevo impuesto, el de la recogida de basuras. 121 euros.

Para que no duela tanto, lo llaman tasa, que parece la versión infantil del impuesto, como si te lo pidiera Coco en vez de Gallardón. Supongo que buscarán que, en vez de dolor, perciba cierto malestar, y que no note cabreo, sino un leve resquemor, pero la verdad es que me siento como el chicle de Mourinho.

Me sorprende que empiecen a cobrar por un servicio que ya se venía dando. Quizás, me digo, es que antes lo hacían gratis o que las empresas de recogida habían recibido el mismo mensaje que los antiguos corsarios : daros por pagados con lo que encontréis de valor. Con esa crisis, en la que la gente preferirá destilar la piel de la patata antes que tirarla, por si un día se presenta Yeltsin a merendar, ese modelo no sería interesante, por lo que había que tirar del contribuyente.

Decido entonces leer la ley de la tasa, por si el legislador hubiera tenido un día tonto, como esos que ofrecía Yeltsin, y hubiera dejado un hueco legal al que lanzar el impuesto hecho una bola de papel antes de tirar de la cadena. Me alejo de mi plan de ver el primer episodio de la quinta temporada de Dexter y me interno en el texto con la desazón del que tiene que cruzar un desierto con un botijo lleno de crema pastelera. Mi único mapa en esta situación es el dicho popular de que quien hace la ley, hace la trampa. Doy los primeros pasos por la ordenanza esperando encontrarme con un cofre repleto de excepciones.

Leer el texto, no nos vamos a engañar, es como correr con una furgoneta sin amortiguadores por una carretera comarcal : cada párrafo es una piedra. Este estilo es a la literatura lo que una nave industrial a la arquitectura. Funcional, pero con menos alma que el escaparate de una tienda de chinos. A pesar de todo, pronto encuentro algo importante : si eres una comunidad religiosa, iglesia o confesión, no pagas.

-Podríamos crear una iglesia - le digo a mi mujer.
-No creo en nada - me contesta. Como no puede ver a Dexter, ha puesto, en venganza, un programa de La Sexta, sobre mujeres ricas, que no necesita pasar por el cerebro para conseguir efectos sedantes.

Desechada esa opción, veo otra infalibre. Los establecimientos de enseñanza tampoco pagan. Como ahora mis hijos han empezado a llevar mochila al colegio, podemos meterle a uno los envases y al otro la basura orgánica para que la tiren en el colegio o la reciclen en sus clases de educación artística. Se lo planteo a mi mujer.

-¿Basura en la mochila?
-Lo dice la ley - explico. Antes de que diga algo, me respondo yo mismo - No conviente que vayan cargados. Por la espalda.

En la televisión, una mujer muy rica dice que sí, que su marido se iba de putas y que ella decidió ser la más puta de todas. Fantaseo con la posibilidad de ver a Dexter recorriendo esas mansiones, una tras otra, dejando a su paso limpias bolsas de basura.

-Si Dexter viviera aquí - pienso en voz alta - esta tasa le habría obligado a cambiar de vida.

Viendo que nuestras rentas superan la cantidad que resulta de multiplicar por 1,6 el Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM), se desvanece la posibilidad de encontrar una excepción.

-No hay nada que hacer - digo.

Vuelvo del desierto con la boca seca, el botijo recalentado y las palabras que he leído golpeándome la cabeza como el badajo en una campana. Diría que como excursión ha sido una mierda si no temiera que también hubiera una tasa por recoger basura inmaterial. Quizás la solución sea proponer nuevos impuestos para dividir la carga impositiva entre todos. Se podría pasar uno, en plan Mortadelo, por desgastar la vía pública, por guarecerse en las marquesinas los días de lluvia, por la arena de los parques que los niños se llevan en los bolsillos o por llamar más de tres veces al día a urgencias diciendo que el gato se pone a maullar como loco cuando ve el anuncio de las pulseras mágicas.

-No hay nada que hacer - repito. Como la tasa no se basa en la cantidad de basura que uno genere, sino en el valor catastral del piso, da igual que uno tenga mucha o poca. En el combate entre lo ecológico y lo económico, ya sabemos quién ha salido con el ojo morado. Lo malo de tarifas como ésta es que te hacen sentir como en un bufé, en el que, al grito de "me voy a llenar hasta los bolsillos de croasanes", quieres aprovechar hasta el último céntimo.

-Pues nada. A crear basura.

Como la televisión

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Concierto de Peter Gabriel : 90,5 euros

Uno se imagina a Peter Gabriel o cualquiera de los grandes de la música como un rey en su castillo al que de vez en cuando le apetece recorrer su reino para ver cómo están las cosas. Llegado ese momento, llama a su gente más cercana y les anuncia que se marcha de gira, que asomarse al patio virtual te da una idea pero que no es lo mismo ver un plato de jabugo en la pantalla que sentir la grasa en los dedos.

-Algo sencillo, sin el grupo.

Un concepto ambiguo eso de sencillo en alguien que ha militado en el terreno del rock sinfónico y que en este caso se convierte en una orquesta de cincuenta músicos que le acompaña, claro, para que podamos decir que este hombre tiene cuerda para rato. Con esa orquesta, la “New Blood Orchestra”, y su último disco, “Scratch my back”, se presenta Peter Gabriel un miércoles en el Palacio de Deportes de Madrid.

El Palacio de Deportes es un recinto en el que lo mismo se celebra un espectáculo sobre dinosaurios, se ofrece un show con los Gormiti, o actúa Peter Gabriel. Para adaptarse a cada circunstancia, colocan más o menos sillas, dándole a todo cierto aire de verbena en el que encajaría bien una sangría en vaso de plástico, no una entrada de noventa euros. Afortunadamente, cuando Peter Gabriel arranca, puntual, demuestra que aquí lo importante no son las sillas, sino lo que él viene a cantar y a contar.

No sé si “Scratch my back”, que es un disco de versiones, es superior a las originales o las dilapida como el que hace una reproducción de la Mona Lisa con macarrones. Lo único que me importa es que esas canciones, que Peter Gabriel ha presentado, en español, como distintas partes de una historia, me permiten darme una vuelta por esos túneles que su experiencia, sus años de psicoanálisis y la música han ido abriendo dentro de él.

Mentiría si dijera que el paseo es acogedor, porque durante la primera mitad del concierto me siento más cerca del frío y la humedad, como si pasara la noche en la cama de una cabaña, que de las playas de un anuncio de ron, pero resulta fascinante. Uno entra siendo un gusano, nota cómo se convierte en capullo, más metafórica que literalmente hablando, y sale hecho una mariposa, aunque oscura y con preferencia por las flores negras, pero mariposa.

La culpa de esa metamorfosis la tienen los arreglos de las canciones, la fuerza de la orquesta, que toca como si quisiera despertar hasta el último de los murciélagos de las cuevas de Transilvania, y a la forma en la que Peter Gabriel canta y hace suyos los temas. Cuando alguien a quien admiras se sube a un escenario con sesenta años, no sabes si será peor abrir los ojos para descubrirle convertido en tu abuelo o escucharle atentamente para encontrarse con una voz más desgastada que el pasamanos de una residencia de ancianos. Peter Gabriel tiene pinta de abuelo, pero su voz apenas ha cambiado, lo que hace que el concierto, lejos de ser un motivo para el recuerdo de tiempos mejores, sea un reencuentro en el que te puedes quitar unos cuantos años de encima.

Terminada la primera parte del concierto con el último de los temas de “Scratch my back”, se ofrece un intermedio para que los artistas descansen y tú trates de poner un poco de orden en tu cabeza, tu corazón y tu vejiga, por ese orden. Extraña cosa ésta del amor, te dices, que en manos de Peter Gabriel se convierte en una escalera que, da igual que suba o baje, te ofrece más problemas que soluciones. Le das vueltas al tema, te limpias las manos y vuelves a tu silla más ligero por eso de la metamorfosis.

La segunda parte está dedicada a canciones del propio Peter Gabriel. Lo suyo es que, habiendo tocado temas de otros, fueran ellos los que hicieran versiones de Peter Gabriel, en ese juego del yo te rasco la espalda y después tú me la rascas a mí al que se refiere el título del disco. Ya sea por el coste de traer a varios grupos o por el cariño que le tiene a su orquesta, a la que no deja de alabar en cuanto puede, es él mismo el que se versiona. La selección es algo más optimista, pero aún así aparecen temas como “The Drop” o “Washing of the water” capaces de congelar un vaso de agua. Parece que después de la exigencia de la primera parte, todos tensos y en silencio, como en una clase sobre Nietzsche en alemán, quisiera sacarnos al recreo para correr, saltar y celebrar la vida. Un premio por portarse bien que la gente celebra acercándose al escenario y bailando cuando suenan temas como “Solsbury Hill” o “In your eyes”.

Termino el concierto como una croqueta pasada por el microondas de un bar : caliente por fuera y frío por dentro. La mezcla, aunque pueda parecer lo contrario, me gusta. Ha sido una gran experiencia en esta vida en la que sólo suelen pasar cosas. Peter Gabriel, con una toalla blanca alrededor del cuello, se despide de nosotros junto a las dos mujeres que han hechos los coros : su hija Melanie y Ane Brun. Unos hacen quince minutos de bicicleta para mantenerse en forma y otros dan conciertos de tres horas.

No sé si, de vuelta a su castillo, decidirá volver a subirse en un escenario, pero ya puedo decir que ya son más los conciertos suyos que he visto que los que me he perdido. En esto, el tiempo sí ha corrido a mi favor.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Botella de vino Barbazul : 7,25 euros

Le pido a la vendedora que me recomiende algún vino que ronde los siete euros y noto que se crea un momento de tensión, como si le hubiera exigido que me resumiera Guerra y Paz en dos frases. Subo a diez euros y se relaja al ver que puede ampliar su selección. Se dirige hacia una botella y me la muestra, sosteniéndola con el cuidado de una matrona.

-Es un vino que deja un gusto final fuerte en la lengua, como si raspara.

La mezcla de esas dos palabras, lengua y raspar, me lleva a un párrafo de “Hacia la boda”, de Berger. El narrador de ese libro, que releo con placer, es un ciego que sabe detenerse en las voces de las personas : unas le recuerdan a rodajas de sandía en una bandeja, otras calman, otras son pequeñas y rasposas como la lengua de un gato. Dejo que el gato meta la lengua en la boca, cierro el libro y presto atención a la botella, que cojo como si se tratara de un recién nacido.

El vino es un “Barbazul”, de la Tierra de Cádiz. 2008. Con una graduación del 15%. La etiqueta de detrás no dice nada más, lo que me parece un desperdicio. Habría que cuidar más los textos de los vinos, pero parece que ahora toda la importancia se la llevaran las imágenes. Entre un “Vino tino, para acompañar la carne” y “Beber puede perjudicar a las embarazadas con miopía que conduzcan de noche deprisa y sin gafas bajo un intenso aguacero con riesgos de huracanes mientras el cristal se le empaña”, tan del gusto protector de los americanos, podría crearse un subgénero literario interesante.

Tal vez debería hacer alguna pregunta sobre el tipo de uva o la barrica en la que ha reposado (uno pide que le aclaren si de roble francés o americano y queda muy bien), pero no se me ocurre nada y me parece ridículo decirle que me lo voy a llevar porque lo he relacioando con Berger. Sería más sincero si le preguntara lo que de verdad me ronda la cabeza:

-¿Es un buen vino para beber con la familia esta tarde en una fiesta de cumpleaños?

A la pregunta me respondo yo mismo. Con ese 15% de graduación, es probable que los adultos acabemos saltando encima del sofá mientras los niños asisten en silencio a la escena, preguntándose por qué necesitamos beber para hacer algo que a ellos les sale por las buenas. Es que a veces, hijos míos, los años te alejan de esas cosas que hacías por las buenas y el vino te ofrece un salto al pasado para reencontrarte con ejercicios tan saludables como éste. Es el viaje en el tiempo con tecnología “Tempranillo”

-Pues me llevo dos botellas.

Saca dos botellas y las coloca, muy juntas, en el pequeño mostrador que tiene. Sólo estamos ella y yo en la tienda, lo que hace que el local parezca mucho más grande. En una tienda abarrotada te entran ganas de meterte de todo en los bolsillos y pagar sólo un bote de sacarina al pasar por caja. Aquí, por el contrario, daría tres veces lo que me pide como una pequeña contribución al local. Hay que ser un apasionado de los vinos para abrir una tienda en un barrio de supermercados, bancos, locales de bolas y pizzerías. Parece el proyecto de alguien que no sólo quiere ganarse la vida, sino demostrarse algo a sí mismo.

Así que salgo de la tienda con mis dos botellas, sin nada más. Desde el punto de vista práctico, no es una compra muy eficiente cuando se puede ir a una gran superficie y llenar el carro y ahorrar tiempo y dinero, pero creo que la vida sería más interesante si compráramos naranjas en una tienda de naranjas, pasta en una de pasta y vino en una tienda como ésta. Hay algo extraño en mezclar tantas cosas distintas en un carro.

La celebración empieza a partir de las seis. Comemos y bebemos mientras los cuatro primos inventan juegos en un cuarto, visitándonos de vez en cuando como para comprobar que nos portamos bien y que pueden seguir tranquilos. Cuando uno de ellos se acerca a la mesa a por un trozo de empanada o unas patatas los cinco adultos nos inclinamos sobre la mesa para proteger las copas de vino.

Ya avanzada la tarde, abierta la segunda botella, entiendo por qué han elegido un nombre así para la botella. Me siento como un pirata que hubiera llegado a esa isla abandonada en la que uno sueña cuando naufraga durante la semana. Todas las normas que nos persiguen el resto de los días quedan lejos y me recuerdo que mi valor como pirata depende de la distancia a la que consiga mantenerlas. Ahora les he sacado ventaja. Aquí, protegidos por el mar, celebramos en nuestra pequeña fiesta que no tenemos grandes problemas de los que preocuparnos, que es lo que nos decimos con todas las frases en las que nos contamos temas superficiales y sin importancia.

Recuerdo entonces un párrafo del libro de Berger que le iría muy bien a una botella de vino. Me levanto un momento para buscarlo y leerlo:

“Todos se disponen a comer. Con la carne beberán vino tinto de Barolo. Los invitados empiezan a tocarse con más confianza, corren los chistes y las bromas. Cuando alguien olvida algo, otros se lo recuerdan. Se dan la mano al reírse. Algunos se quitan prendas, una corbata, un pañuelo, una chaqueta, un par de sandalias que aprietan de pronto. Las costilletas dispuestas en las tablas invitan a ser comidas con la mano hasta dejar limpio el hueso. Todos comparten”

Vuelvo al salón y sirvo la última ronda. Los niños no dejan de correr por toda la casa en un espectáculo que sólo tiene sentido desde dentro, no como espectador, igual que pasa con la fórmula 1.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Pecera de veinte litros : 59,95 euros.

Nuestra intención es darles una sorpresa a los enanos y comprar, antes de que empiecen el colegio, una pecera con dos peces. Desde hace unos meses, Daniel no deja de pedirnos cualquier animal vivo de mascota, como el que prueba todas las llaves hasta dar con la que abra un hueco en nuestra resistencia.

-Un hurón.
-No.
-Una gallina.
-No.

Y decimos que no a lo de la gallina, pensado que es una idea absurda, y una noche vemos en un documental que en Chicago hay gente que las tiene en su jardín. Nos negamos a lo del hurón y a los pocos días María me comenta que un amigo suyo se va a comprar uno, que ya son la tercera mascota más común en Estados Unidos. Quizás es que Javier, por su edad, sea más sensible al espíritu de los tiempos y no haga sino anticipar tendencias.

Para evitar que sus peticiones se vuelvan más exóticas, acudimos a la tienda de animales que hay en el centro comercial para empezar por lo básico : una pecera y dos peces.

La tienda tiene cierto aire provisional, como de local que hubiera sufrido las rebajas y no hubiera repuesto nada. Es extraño porque, a pesar de estar rodeado de peces, conejos y cachorros, no tengo la sensación de encontrarme en una tienda de animales. El dependiente, un hombre alto y con media camisa por encima del pantalón, se acerca lentamente hacia nosotros. Le contamos lo de la pecera y los peces, nada de lo del hurón y la gallina y el espíritu de los tiempos.

-Eso es lo que tengo – dice, señalando un mueble.

En el mueble sólo hay dos peceras. Una es demasiado grande. La otra, más pequeña, es, más o menos lo que buscamos. María la coge con las manos.

-Cuidado con esa porque está rota. Tiene una raja en un lado.
-¿Y no tiene otra?
-No.

Es un no tranquilo, algo extraño, de los que, no cabe duda, definen no sólo un estilo de venta, sino una forma de vida, un estar en el mundo. Ortega habría escrito un buen libro sirviéndose de ese no. Es el no del que, en medio de la vía, ve acercarse el tren y no hace nada, como si la cosa no fuera con él, como si estuviera en esta dimensión de paso y su verdadero ser estuviera en otra, desconocida y muy alejada de nosotros.

Como para darme la razón, el vendedor enciende un cigarrillo y con él en la mano nos señala unas cajas que tiene en una repisa alta.

-Los chinos están sacando unas peceras más baratas pero de mala calidad. Las mías son buenas.

Y miramos las cajas que nos indica en silencio, como si fueran los retratos de sus antepasados. No sabemos si las cajas están vacías o no y no hace ninguna intención de añadir nada más. Seguimos mirando hacia arriba como el que estudia en un panel del aeropuerto las horas de despegue sin planes de coger un avión. Jamás hubiera pensado que comprar una pecera y dos peces fueran tan complicado. Tal vez deberíamos haber dicho que sí a lo de la gallina.

Me imagino a este hombre recién levantado de la siesta. Camina a nuestro lado como si él mismo fuera un cliente, atento a los peces. No se ofrece para encargarnos una pecera que no tenga una raja rota ni trata de convencernos para que compremos una más grande. Fuma y nos mira, como si fuéramos nosotros los que tuviéramos que decir la frase que acabe con todo esto.

-Bueno, pues muchas gracias.

Y el vendedor, con una mano en el bolsillo, agita la otra a modo de despedida y se vuelve hacia sus animales.

Una hora y media más tarde estamos en otra tienda completamente distinta. Aquí todas las estanterías están repletas, la luz es cálida, hay madres con sus hijos mirando animales, animales mirando a sus madres y a sus hijos, y podemos elegir el color del acuario de veinte litros que buscamos.

Las dos dependientas que nos atienden son jóvenes y guapas, de las que uno sería mascota sin pensárselo demasiado. Cuando les contamos lo que queremos nos detallan lo que necesitamos con cuidado, explicándonos lentamente, como si hablaran con nuestro hijos, no con nosotros, qué gotas hay que echarle al agua para tenerla lista para los peces y el cuidado que hay que tener con la comida.

Salimos de la tienda con dos bolsas llenas, sospechando que la cantidad de objetos que necesitas con un animal es inversamente proporcional a su tamaño. La palabra pecera es la suma de varias (tierra, filtro, gotas, comida, plantas o carbón) que se asocian por un efecto psicológico y sólo se muestran en la relación de la factura. En ese sentido, no es lo mismo decir paternidad que nuez. Uno abre la palabra nuez y se come lo de dentro. Si hace lo mismo con paternidad, es la palabra la que te come a ti.

Como cliente me digo que así deberían ser todas las tiendas. Como amante de los animales sospecho que acabaría siendo como el primer vendedor : al final haría lo posible por no tener que desprenderme de los animales que tengo, buscando una forma no demasiado violenta de conseguir que los posibles clientes compren los animales de otro. Cada uno resuelve como puede la lucha entre la obligación y la devoción.

Camino de casa recuerdo que en el documental de las gallinas de Chicago aparecía un local al que la gente acudía para meter los pies en unas peceras en donde unos peces se comían la piel muerta. Depende de los peces que acabemos comprando, habrá que decidir si ponemos la pecera en el cuarto de los enanos o a los pies del sofá. Tengo que encontrar un momento para planteárselo a todos.

domingo, 29 de agosto de 2010

Crepe provenzal : 9,50 francos suizos

Lo bueno de volver a sitios que cambian poco, en los que el tiempo avanza despacio, es que uno se siente algo más joven. Te miras en ellos y, como casi todo te sigue resultado familiar, tú mismo puedes creerte que, igual que sucede alrededor, los días pasados apenas han hecho mella en ti, que el tiempo te ha echado un vistazo algo despectivo y ha seguido persiguiendo a los que juegan con el botox, la silicona y las cremas.

Por eso es un consuelo regresar a Neuchatel y encontrarme, de nuevo, con la creperia de la Rue de L´hopital, sin cambios y con las sugerencias del día escritas en una pizarra a la entrada. Les explico a los enanos lo que es una crepe y Lucía dice que no y Javier que sí. Vivir con mellizos es bueno porque uno se acostumbra a lidiar con los opuestos a todas horas sin que te afecte.

-Hay crepes dulces y saladas – digo, como solución al problema, lo que, reconozco, es igual que responder “Picos de Europa” cuando se te pregunta por los múltiplos de veinticinco.

El local es estrecho, con mesas redondas y un espejo que recorre una de las paredes. En la otra hay algunas fotografías y anuncios de conciertos y de obras de teatro. Es en esa oferta cultural, vanguardista, en la que se nota que ésta es una ciudad universitaria. Como hace buen tiempo, han colocado unas mesas en la calle, enfrente de la Migros, pero el rito debe cumplirse como es debido, sentados en ese pasillo, junto a un hombre gordo y de barba blanca que lee el periódico con una dedicación y un cuidado que atrae mi atención continuamente. Uno se haría escritor por tener lectores así.

-Ahora mismo les atiendo.

El camarero, que nos ha escuchado explicarles las crepes a los enanos, se dirige a nosotros en español, con un ligero acento que no identificamos. Es sorprendente todo lo que puede llevar dentro una crepe. Cuando el diablo no tiene nada que hacer, debe dedicarse a escribir menús como éste para que su lectura a dos niños inquietos deje lo de Sísifo en una excursión sin problemas. Al final resumimos todo en una frase, como hacen los políticos en campaña.

-Tienen una de nocilla.

Y la nocilla es bien recibida. Ahora somos nosotros los que no sabemos qué elegir. Debería continuar con la tradición y escoger una de chocolate con plátano porque así puedo elegir la edad y la compañía que quiera. Podría estar con mis padres y mi hermano en Navidad, solo en un curso de francés en verano, con mi hermano y mi tía después de ir a comprar una caja de soldaditos a una juguetería que no existe, o con mi primo cuando mi primo tenía pelo y me enseñaba a subir por las cañerías de las fachadas de las casas. Chocolate y plátano y el ascensor me deja en el piso que quiera.

El problema es que hoy no me apetece algo dulce, lo que es como ir a una cata y pedir una Coca-Cola. La tradición es la tradición, sí, pero hoy el paladar se rebela y me encuentro perdido.

-¿Ya se han decidido?

El camarero va anotando lo que le pedimos en una libreta de hojas blancas sin perder detalle, como si fuera un periodista y mis palabras los titulares del periódico que el hombre gordo y con barba fuera a leer mañana. “Pide una crepe para sus hijos y se queda en blanco cuando se le pregunta”. No es una elección entre dulce y salado, sino entre presente y pasado, entre tradición y renovación. Qué complicado parece todo y qué sencillo cuando el camarero espanta mis dudas como el que, de un silbido, logra que las vacas dejen libre la carretera, imagen inevitable en un país como éste, y sugiere.

-La provenzal es la que tiene más éxito.

Y probamos la provenzal con atún y vuelvo a entrar en un estado místico. Mis limitaciones intelectuales me dejan el gastronómico como atajo para las epifanías de marca blanca ¿Cómo es posible que nadie me hablara nunca de la provenzal con atún? Cuando el camarero nos deja la cuenta, sujeta con una pinza de la ropa, recibe nuestros elogios con la sonrisa del que sabe una verdad que es útil a los demás.

-Es la que más se ha pedido en los últimos treinta años.

Entra una pareja en la creperia con un bebé recién nacido y el camarero al escucharles reconoce ese acento que se nos escapaba. Los tres son de Colombia, los tres, descubren sorprendidos, de Pereira. La globalización tiene esas cosas. De fondo, una canción de Miguel Bosé. La crepe porvenzal me ha relajado, recibiendo todos esos detalles como si fueran lógicos.

Al sacar de la cartera un billete de cien francos, veo en él la cara de Giacometti. Me mira con los ojos abiertos. Es una imagen con contrasta con una fotografía de René Burri en la que le recuerdo con los ojos cerrados mientras modela una de sus altas y estilizadas figuras. De repente tengo ganas de ver alguna obra de Giacometti, de encontrar y de releer un ensayo de Berger sobre él. Todo esto en el instante en el que me fijo en ese billete. Un país en el que es posible encontrarse con Giacometti en un billete tiene que ser, forzosamente, un país distinto. Estos detalles son importantes.

Estoy de buen humor, con ganas de seguir enseñándoles a mis hijos la ciudad.

sábado, 7 de agosto de 2010

Pelota de plástico : 4,90 euros

Limitar el atractivo de la playa al sol y a la arena supone dejar fuera consideraciones más profundas e interesante sobre los cambios espacio-temporales que cualquier criatura de Dios con un mínimo de sensibilidad puede experimentar en ese entorno.

La playa, dicho de otra forma, para el pelotón que haya estado a punto de abandonar la lectura tras el primer párrafo, vuelve todo del revés, haciendo que uno se sienta igual que un astronauta en el espacio, sin saber qué está arriba, qué abajo. Abandonar el traje por un bañador naranja y unas chanclas verdes no es sólo un aviso al mundo exterior, al que esto le trae sin cuidado, sino, más bien, la advertencia al inconsciente de que las cosas van a funcionar de otra forma.

Esbozada la teoría, me propongo presentar un caso concreto, que bastante lectores recibirán con la misma ilusión con la que un niño se agarra al bocadillo de la merienda después de dejar las espinacas de la comida. Heme aquí, por ejemplo, en una tienda de artículos variados de Oropesa, sorprendido por la cantidad de objetos diferentes que la mente humana es capaz de crear sin un fin aparente. Basta con moverse entre las estanterías para descubrir que esta tienda da un paso más allá frente a la competencia porque en lo que ofrecen las tiendas chinas se adivina una utilidad que aquí no existe.

Se rompe así la regla del comportamiento según la cual voy a una tienda a por algo que necesito y por lo que pago un precio. Tras media vida actuando así, uno empieza a sospechar que muy pocas cosas de las compradas eran realmente imprescindibles y decide actuar al revés, adquiriendo objetos inútiles para ver si, con el uso, pueden acabar convirtiéndose en algo necesario. Con ese planteamiento en la cabeza y las chanclas en los pies, no hay mejor sitio que una tienda como ésta, donde puedes comprarte una figura dorada de un toro, un imán con forma de paellera para la nevera, un diploma a la mejor madre del mundo, un azulejo con el nombre de Oropesa, un llavero de plástico con tu nombre, otro con tu signo del zodiaco, un póster con jugadores que hace años abandonaron tu equipo de fútbol o unas gafas de buceo que sabes que se te llenarán de agua en cuanto te metas en el mar a ver cómo se levanta la arena cuando mueves los dedos de los pies.

Toda esa oferta te va sumergiendo poco a poco en una especie de estado zen en el que estás dispuesto a aceptar todo lo que pueda aparecer. Como todo es inútil, todo es válido. Sé que, si uno quiere mantener lectores, dejar escrita aquí una frase como ésta es más irresponsable que repartir tijeras de podar en una guardería, pero no se trata de un mero juego de palabras, sino de un razonamiento que pronto va a adquirir pleno sentido.

Y el sentido me lo trae Lucía en sus manos, en forma de una pelota de plástico con el escudo del Real Madrid. Después de rechazar las llamadas de varias figuras de Hello Kitty, elige esa pelota para que se la compre. Y entonces lo veo todo claro y tengo que estar en ese momento en ese lugar para darme cuenta de que Florentino y compañía, aunque aparezcan con traje en las fotos, diseñan su campaña veraniega en bañador y con chanclas. Ellos también se han metido en una tienda de playa y parecen ir comprando jugadores con la esperanza de acabar encontrándoles alguna utilidad en el futuro. La revelación me deja satisfecho, como toda buena explicación de fenómenos que no conocemos. Así que es eso, me digo.

Desvelada la revelación, es posible que el lector que haya llegado hasta aquí se sienta un poco decepcionado, pero, a cambio, le ofrezco dos conclusiones evidentes y apetitosas, como las banderillas que acompañan a la cerveza y que vienen al caso. La primera es que es necesario pasar unos días en la playa para experimentar esa serie de cambios que el Carnaval, más lujoso, sólo ofrece de forma limitada. La segunda es que no se puede actuar en plan playero si no se está en una playa.

No sé si, a punto de cerrar ya este caótico razonamiento, las cosas han quedado claras. Que conste, en mi descargo, que todavía no me hago a la idea de no volver a ver a Guti de blanco y que eso, junto con el sol, la sed, el cansancio, no me está haciendo muy bien.

Si hay un sitio para calmar mi desasosiego es éste. Entre tanto artículo absurdo, es posible que tengan una camiseta del Besiktas con el nombre de Guti a la espalda. Voy ahora mismo a preguntárselo en mi muy rudimentario turco a un inmigrante oriundo de la zona:

-¿Besiktas? ¿Guti?

lunes, 19 de julio de 2010

Camisa de boda : 80,10 euros

Cuarenta minutos antes de que empiece la boda, descubro que no tengo la camisa para el traje.

-¿Pero no la colgaste tú con el resto? – me pregunta María.

No, no la colgué pensando que María lo haría. Me acerco al traje y compruebo, varias veces, que ahí no está la camisa. Seiscientos kilómetros desde Madrid no pueden terminar así. Si hay un momento para descubrir que uno tiene superpoderes es éste. Cosas más difíciles han hecho los magos con menos motivación que la que yo tengo ahora. Bastaría con meter la mano en esa realidad paralela en la que sí me acordé de coger la camisa y traérmela a ésta como el que le roba unas pinzas al vecino de su cuerda de la ropa. La teoría está ahí, pero la realidad paralela se aleja y en la actual se abre un agujero por el que desaparece la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y un trozo de mi matrimonio.

-Pues corre al pueblo a por una camisa.

Cuando a uno le quitan el atajo de la magia, se ve obligado a recorrer el camino de lo práctico, más largo y caluroso. Digo que sí y me acerco a hablar con la recepcionista, a la que le cuento que he tenido un accidente y que tengo que comprarme una camisa blanca. Maquillo un poco la historia para no reconocer abiertamente que yo soy el accidente y obtener así un poco de comprensión. Saca una fotocopia del plano de Ribadeo y empieza a marcar con cruces las tiendas, dándome información sobre cada una de ellas.

-Esta es más formal – me dice – Aquí seguramente tengan camisas como la que necesita.

Es evidente que se sabe el pueblo de memoria. Si le preguntara por los bares es posible que pudiera decirme la especialidad de cada uno y quién, en este momento, ya se está tomando unos vinos. En una batalla con el Google Maps, no hay duda de que esta mujer llevaría las de ganar, vengando así la humillación de Deep Blue. Doblo el mapa con cuidado y me lo guardo como si fuera un soldado alemán con un salvoconducto para salir del cerco de Stalingrado. Vuelvo a la habitación.

-¡Vámonos! – le digo a María en la habitación. Ella me lanza una mirada afilada que pincha mi orden haciendo que recorra toda la habitación perdiendo aire y terminando, mansa y flácida, a sus pies mientras ella termina de pintarse los ojos. Sólo después de dar el visto bueno a lo que ve, de ponerse los zapatos y de coger el bolso, da ella la orden.

-¡Vámonos! – La suya, definitiva y majestuosa, como un zeppelin por el cielo de Nueva York.

No tenemos tiempo para esperar a que el navegador encuentre la señal, así que nos encomendamos al plano. Como esta mañana hemos dado un paseo por el pueblo, podemos orientarnos un poco y no tardamos en decidir por dónde ir. El pueblo, sin embargo, parece no acomodarse al plano, como si fuera una fotografía en la que ya no se reconociera. Nos encontramos con accesos cortados, calles en sentido contrario y cruces que nos obligan a torcer por donde no queremos. Cuando estoy escuchando ya el sonido que hace el presente al terminar de caer por el sumidero, descubrimos que, a la derecha, tenemos la tienda que buscábamos. No sé si es magia, pero como truco resulta convincente, aunque no sé a quién agradecérselo.

Entro en la tienda con el pantalón del traje puesto, la chaqueta en un brazo y una camiseta oscura comprada en Carrefour encima.

-Necesito una camisa blanca.

La dependienta no parece sorprendida. Me mide el cuello y se queda pensando. Por un momento temo que también me vaya a medir la cabeza para saber qué tipo de persona deja una compra así para última hora. Se dirige sin dudar a una estantería y, de una caja blanca, saca una camisa con la que puedo salvar la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y, creo, un trozo de mi matrimonio. Mi alivio es tan evidente que parece decepcionada por no poder hacer su trabajo en una compra que ya está terminada : tumbo mi rey como respuesta a su primer movimiento de peón.

-Es una tela muy fina – me dice.

Me meto en el probador y compruebo que es mi talla. Salgo eufórico. Ella no está convencida, como si una venta, como una comida, necesitara seguir unos pasos que yo me salto.

-Pero habría que plancharla – observa.
-No tengo tiempo. La boda empieza en un cuarto de hora.

Me mira con cierta desolación, como si yo fuera el ejemplo de por qué las cosas no van bien en el mundo. Le tiendo la tarjeta y el DNI y veo que estoy empeorando las cosas. Ni siquiera le he preguntado cuánto cuesta.

-Son ochenta y nueve euros – me dice, enseñándome la etiqueta para demostrarme que no se está aprovechando de mi necesidad. – Y ahora tiene un diez por ciento de descuento.

En lo que el terminal da el visto bueno, la dependienta me ata los botones de los puños, me corta la etiqueta que me sale del cuello y me pregunta si, por lo menos, llevo chaleco. Sé que esa es la pregunta definitiva, que, de responder que no, me quitará la camisa. Para ella tan importante es lo que se vende como a quién se vende.

-Sí, claro, chaleco sí que tengo.

Y, como dando su bendición, en ese momento el terminal empieza a imprimir el comprobante de la compra.

martes, 6 de julio de 2010

Bandera de España : 3,60 euros

Lucía se fija en los balcones del barrio y decide que, pasar seguir la tendencia, nosotros también tenemos que colgar una bandera de España. Supongo que para ella debe ser una cuestión de moda, un imperativo que debe aceptarse con un gran sí capaz de pasar por encima de nuestros noes como un tanque por un campo de margaritas.

Así que vamos a la tienda de chinos que tenemos al lado de casa, donde encuentras de todo cuando no buscas nada. Veo la figura de un jamaicano fumando, un gato dorado saludando con su pata derecha, un adaptador de portátiles para el coche, unas pegatinas de Bob Esponja, fundas para el móvil, sacos de naranjas, platos de papel para fiestas, pilas de marcas desconocidas y, colgadas de un estante, tres banderas de España de distinto tamaño. No sé qué argumentos utilizo para conseguir que Lucía acepte la más pequeña, que la cajera saca de una caja, perfectamente doblada y envuelta en una fina capa de plástico. Detrás de ella veo un periódico chino con la foto de la selección a color.

Me siento un poco raro cuando cuelgo la bandera en el balcón, como si todo se fuera a ver en blanco y negro y a mí me fueran a entrar ganas de dar un discurso de bienvenida a los americanos.

-Está al revés – me dice Lucía.

Y veo que es cierto. Para que se vea bien desde la calle, el escudo tiene que estar a mi derecha. Le deshago los nudos y vuelvo a hacerlos. Me siento raro y un poco perdido porque me doy cuenta de que la relación con la bandera siempre se realiza a través de intermediarios. Parece que fuera algo que sólo los profesionales pudieran manejar. Profesionales del ejército, de la política, del deporte o de la publicidad. Tan acostumbrado estás a que sean otros los que la icen, la arríen, la cosan en una camiseta o le pongan el sello de DYC o la leyenda de Manolo el del Bombo que cuando te toca a ti no sabes muy bien qué hacer, como el ayudante recién sacado del público que sigue torpemente las indicaciones del mago.

-Pues ya está – le digo a Lucía.

Y los dos nos quedamos mirando la bandera como si fuera a pasar algo. Lucía, cumplido su objetivo, mandar volver a los tanques a sus cuarteles y se marcha a pintar. Cuesta hacerle un hueco entre los que la utilizan como símbolo de sus ideas y los que, también como reflejo de las suyas, no quieren ni verla, pero de eso se trata. Ahora está ahí colgada al margen de unos y de otros, animando a la selección para que mañana gane a Alemania.

Todo lo que criticaba de los que llevan la bandera en el coche, en una camiseta o en una bufanda me lo puedo aplicar a mí. ¿Acaso va Casilla a jugar mejor gracias a esta bandera? Desde este lado de la barrera o del balcón, las cosas son distintas y me recuerdo la teoría de la mariposa que mueve las alas y el ciclón que se desata en un pueblo de la selva negra, por poner un ejemplo. Nunca se sabe.

Busco por curiosidad una etiqueta en la que se diga dónde está hecha la bandera. No sé si por una cuestión de delicadeza o de alta política, debe ser el único artículo de la tienda que no lleve el Made in China puesto.

Antes de seguir los pasos de Lucía, compruebo que los nudos estén bien hechos, no vaya a volarse durante la noche. Sería una mala señal para mañana y nos provocaría un disgusto en una semana muy tensa sentimentalmente hablando : Gary, el caracol que se movía a la velocidad de la luz por las noches, apareció ayer muerto debajo de una hoja en un tiesto. Muerto es una palabra que no describe bien la situación. Gary, por culpa del calor, después de muerto se había evaporado, en la prueba más palpable de la transmutación y ascensión de un cuerpo que he tenido en cuarenta y un años. Si mis hijos hubieran sido un poco mayores, le habría dado unas lecciones básicas de teología aprovechando lo del caracol, pero no era el momento. Tiramos la concha a la basura después de comprobar mil veces que estaba vacía y, tras cerrar la tapa, volví a sentirme como el ayudante que, por un error suyo, provoca el fracaso del mago.

Estoy a punto de entrar, pero me vuelvo. No puedo evitarlo.

-Como alcalde vuestro que soy...

miércoles, 23 de junio de 2010

Figura de Actimel : 2,5 euros

La programación infantil pasa por encima de las cabezas de los enanos como un tractor por el césped de un jardín, dejando la tierra lista para que vayan cayendo uno tras otros los anuncios. Uno piensa que de ahí poco van a sacar hasta que una tarde escucho un grito :

-¡Actimelízate!

Y al asomarme al salón veo a Daniel y a Lucía jugando con dos figuras de los Actimel. Noto que me falta agilidad para enfrentarme a la escena, como un luchador de sumo en un combate de esgrima. Los dos perciben que pasa algo raro porque me quedo mirándoles con las manos en los bolsillos.

-¿Qué es eso de actimelizarse?
-No sé – me responde Daneil, como sorprendido de que haya que entender las cosas para disfrutarlas.

Me gusta imaginarme a las profesoras de mis hijos como pacientes luthiers que tratan, día tras día, de ajustarlos para sacar lo mejor de ellos. Es probable que sea una visión romántica y que, una vez encerradas en clase, intenten repartir sabiduría como esos vendedores que recorrían el fondo sur del Bernabéu ofreciendo bocadillos a unos hinchas roncos de gritar sin que nadie les prestara atención, pero es algo en lo que me gusta creer. La verdad, en grandes dosis, puede ser nociva.

Sintonizo un poco mejor mis sensaciones y me descubro bastante violento. Como acabo de comprobar, el mundo parece empeñado en desafinarles. No me gusta que la publicidad se vaya agarrando a sus neuronas como las liendres a los pelos. El problema es que no hay ninguna loción que uno se pueda echar en la cabeza para que toda la información inútil que va escuchando se caiga muerta al suelo.

-Son las figuras que compraste con el periódico.

Sí, lo sé, lo sé. Soy la bola blanca que recorre la mesa del billar para que golpee a la bola elegida en el agujero deseado. Tengo que reconocer el éxito de un departamento de marketing que podría pasearme por las escuelas de negocios como caso práctico de un plan que ha funcionado. Un largo camino que empieza con la creación de una bebida en un laboratorio y termina con un padre que se saca del bolsillo dos euros y medio para pagar una figura. El actimel dice que refuerza tus defensas, pero en esa mañana de domingo me deja totalmente a merced de mis hijos, que señalan los sobres de las figuras con el brillo de la revelación en sus ojos.

Considero la posibilidad de aumentar los controles al llegar a casa. Ahora saben que tienen que vaciar de arena los zapatos y los bolsillos en la basura. Sería práctico que pudieran agitar un poco la cabeza, como cuando entra agua en los oídos, para que cayeran todas las frases irrelevantes que han escuchado a lo largo del día.

-¿Y esto? ¿“El puente hacia tu jubilación”?
-La escuché ayer en la tele, en el descanso del partido.
-Pues a la basura.

Nos hacemos la ilusión de que manteniendo en orden su cuarto logramos algo semejante dentro de sus cabezas, cuando lo más probable es que, con la cantidad de información que van a recibir, sus cerebro se parezca, más que a un expositor con las corbatas enrolladas en su celdas, a la mochila de un peregrino alemán al llegar a Santiago.

Así que, después de la violencia, viene la resignación. No hay ni caballo ni armadura ni escudo que uno pueda utilizar para enfrentarse a estos dragones que fabrican actimeles y los decoran con distintos personajes para que todo sea coleccionable. Supongo que el sueño de algún directivo de Danone será conseguir que el verbo actimelizar sea incluido en el diccionario de la Real Academia. Es, como todo, una cuestión de dinero y de paciencia. Podrían pagar a comentaristas, periodistas, deportistas y escritores para que dejaran caer la palabra de vez en cuando y convertirla en comodín, como han conseguido con la palabra habilitar.

¿Y qué podría definir el verbo una vez incluido en el diccionario? Dependería del entorno. No es lo mismo un ¡Actimelízate! en el grito de un Guardia Civil que se asoma a tu ventanilla después de darte el alto que en el susurro que entra en el oído como cera caliente después de unos vinos de más y unas inhibiciones de menos. Yo sigo con las manos en los bolsillos, viendo qué hacen mis hijos después de gritar esa palabra, pero, como todo observador acaba modificando lo observado, los dos se levantan y salen corriendo con las figuras por el pasillo, evitando que les interrumpa sus juegos con más preguntas absurdas.