martes, 23 de febrero de 2010

Lata de lentejas a la jardinera : 75 céntimos.

Compro una lata de lentejas a la jardinera por setenta y cinco céntimos para comer hoy. Las echo en la cazuela, les añado un poco de tomate, las caliento, las remuevo y cuando están listas me las sirvo en un plato y me las como en la cocina viendo en la televisión a un tipo que le pregunta en un programa a una rubia si follaría con él cuando salgan a la calle. Ella le dice que no, que antes quiere conocerlo, y él parece contento con la respuesta, que es como esos disfraces que uno se quita para después mostrarse como se es.

Miro la lata con cierto aire de culpabilidad. Estar en paro es establecer una nueva relación con el tiempo, que no deja de preguntarte a cada instante qué vas a hacer con él con la urgencia de un niño encerrado en casa por la lluvia. Con el trabajo no sólo se gana dinero, se consigue también que no exista la necesidad de justificar cada hora.

-Sí, debería aprovechar ahora que estoy en paro para aprender a cocinar.

Me lo digo sin demasiada confianza en mis habilidades como cocinero, pero acepto la propuesta. Puede ser una buena forma de darle sentido a los días, para que se mantengan duros y tensos, como un balón bien hinchado. No hay nada más deprimente que una pelota pinchada en la esquina de un garaje.

-Sí - me animo - Voy a convertirme en el mejor de los cocineros.

Los libros de autoayuda, llamados así porque ayudan, sobre todo, a la cuenta corriente del escritor, dicen que hay que olvidarse de los debería. Los debería son como unos zapatos de buzo para alguien que quiere correr los cien metros. Fuera zapatos y que venga el delantal. Sé que el mundo de la cocina es competitivo, pero, ahora que Adriá se ha retirado unos años, hay hueco para uno más, y esa oportunidad es para mí.

La opción más práctica es comenzar por la televisión, porque ofrece programas para hacer de todo. Sólo falta un canal dedicado a los parados, pero parece que nadie se anima a hacerlo. Sería interesante que alguien te explicara cómo hacer un currículum efectivo como una falta de Ronaldo, que se dieran consejos para mantener un optimismo tipo Zapatero o que se entrevistara a alguien con habilidades, como esa persona capaz de ser la primera en colocar su curriculum en una oferta de Infojobs.

Después de comer, me siento en el sofá con una libreta y una foto de Adriá para que me dé suerte, igual que hacen muchos con las imágenes de los santos en los sorteos de la lotería. Hay que empezar con buen pie. Busco el canal de cocina y me encuentro con un cocinero gallego, Xoxé Cannas, rodeado de latas. Pienso que es una manera minimalista de montar el decorado pero al instante me doy cuenta de que, realmente, va a cocinar con latas.

-Ahora voy a abrir esta lata de lentejas - me dice.

Tengo una sensación extraña. Supongo que uno puede hacerse una idea de cómo va un país por los ingredientes que utilicen sus cocineros en sus programas. Un analista de Londres podría sospechar de nuestra economía, antes de que le visitara Salgado, al encontrarse con un programa titulado "4 por 20", con menús de veinte euros para cuatro personas. Este de la lata ya es la prueba definitiva de que las cosas no van muy bien.

-¿Pero no había brotes verdes? - preguntaría el analista.
-Sí, sí, en una receta con soja. Pero no se preocupe. Aunque haya un programa para cocinar con latas, estamos preparando otro para hacer platos con ostras, caviar Beluga, anchoas del cantábrico o buey de Kobe para que la gente se lo lleve en el tupper al trabajo.
-Ah, bueno, perfecto.
-Y una botella de Arzuaga para acompañarlo, claro. Apúntelo también.

Presto atención a la receta. Convierte las lentejas en puré y después crea dos texturas diferentes que sirve en una copa elegante. Veo la transformación de la lenteja convertida en mariposa, abandonando su capullo de lata para brillar en todo su esplendor en la copa. He seguido todos los pasos con la atención con la que se vigila a un mago que hace su truco muy despacio y logra al final sorprenderte.

Más que una receta, parece un consejo.

jueves, 18 de febrero de 2010

Bote de mostaza Hacendado : 0,5 euros


En mi primera visita por Mercadona me muevo como un madridista por la tienda del Barça en el Camp Nou. Veo que la gran mayoría de los productos son de la marca Hacendado, que le provoca a mucha gente que conozco la misma reacción que la mención a Guardiola a los aficionados al fútbol : algo cercano que puede llevarte muy lejos.

Camino, pues, con cierta falta de naturalidad, mirándolo todo atentamente y en tensión, como si hubiera quedado con un espía ruso para pasarle información estratégica. Yo he sido un cliente Carrefour, de los que decía caguefú en vez de carrefur, y temo que haya algo en mí que me delate y que provoque que el guarda de seguridad se acerque a mí.

-Usted es del Madrid.
-Que no, que no, y después del partido contra el Lyon, casi nada. ¡Qué bonita esa camiseta de Messi! ¿No les queda de Luis Enrique?. ¿Y de Figo?. ¿Y de Ronaldo, el de las tabletas, pero de chocolate?

Mire donde mire, todo es marca Hacendado. Los fieles me dicen que son productos de buena calidad y baratos, lo que te sientas más rico, igual que esas plantillas que te elevan cinco centímetros. Abro la cartera para ver si el billete de veinte euros ha crecido dos o tres euros más.

-Dame tiempo - me dice el billete - Que no es fácil.

Soy un cristiano en una sinagoga, un judío en una mezquita o un musulmán en una iglesia, para que la imagen quede políticamente correcta. Son ya muchos años comprando en Carrefour y temo que lo lleve tan impregnado dentro de mí que se huela. Disimuladamente acerco la nariz a mi sobaco con la elegancia de un cisne que mete la cabeza debajo del ala. No, noto nada raro. Para aparentar sensación de normalidad, canto por lo bajo una canción de Jarabe de Palo, para que se vea que no tengo nada que ocultar.

¿Y si alguien de Carrefour me ha seguido los pasos y espera que me quede solo en algún pasillo para hacerme pagar la deslealtad? Empiezo a fijarme en todos los clientes de la tienda clasificándoles lo más cuidadosamente posible para detectar a alguien sospechoso : hombre, mujer, hombre, ni hombre ni mujer. No sabía que esto iba a ser tan estresante. Los nervios podrían hacer que se me olvidara la canción de Jarabe de Palo si no fuera porque todas ellas son estribillos.

-Depende, de todo depende - susurro.

Y empiezo a llenar la cesta, que es a lo que he venido. Es relajante no tener que elegir entre cien tipos de marcas. ¿Hacendado o Hacendado?, me pregunto. Y me doy la respuesta tranquilamente. Aquí Patricio, el amigo de Bob Esponja, parecería un tipo inteligente, decidido. Me siento como cuando juego con Lucía y su caja registradora de juguete y sus artículos de mentira. Esas réplicas parecen de verdad pero dentro están vacías, aquí todo parece de mentira pero si abres una lata de lentejas te encuentras con lentejas. Es una compra lúdica. El dinero crece y tú rejuveneces unos cuantos años.

-¿Creces o no creces, billete? Que además estamos con caída de los precios y así es como pedirle a un astronauta que dé un salto en la luna.
-Pues en lo que me pongo a ello, a ver si tú te quitas unos años y consigues que te salga el pelo.

No es bueno mantener una conversación con un billete de veinte euros ni aquí ni en Carrefour, así que me callo. Voy llenando la cesta de productos de marca blanca. Hay algunas marcas conocidas pero ni me fijo en ellas. Sería como preguntar por una camiseta de Ronaldo, el de las tabletas, pero de gimnasio, en la tienda del Barça

-¿Ronaldo has dicho?
-Pero para dársela a los niños para que la coloreen. Franja roja, franja azul, franja roja, franja azul.

Lleno la cesta rápidamente porque apenas me fijo en lo que echo en ella, como si ya llevara años comprando productos Hacendado y me supiera hasta el código de barras del bote de mostaza que cojo y dejo en la cesta. Tengo que aparentar que sé dónde está todo y que podría hacer la compra con los ojos cerrados, como si viera al Madrid contra el Lyon, abriéndolos de vez en cuando para descubrir que todos siguen igual de perdidos.

Me pongo entonces en la cola para pagar. Se acerca el momento definitivo de mi primera compra. Me noto las manos frías y me las froto disimuladamente. Esto es como entrar en Corea del Norte con un pasaporte falso hecho en una impresora que se hubiera quedado sin tinta a la mitad. ¿Quién me mandaría venir aquí, con lo tranquilo que hacía yo mis colas en Carrefour? La situación parece en orden, pero sé que todos me esperan en cuanto pague : el agente ruso que me pagará en cheques comida mis informes sobre la seguridad nacional de mi cuarto de basuras, el vigilante de la tienda culé que ha sospechado de mí al ver la dichosa insignia de plata del Madrid en la camiseta que mi madre me trajo de Santo Domingo, esa persona a la que no he podido calificar ni de hombre ni de mujer y qué quiere saber por qué no me decido, Pau Donés por volver a meterme con sus letras y hasta el astronauta del ejemplo, que me pedirá una comisión por aparecer en el blog. El miedo hace que uno vea peligros en todas partes, como en el partido contra el Lyon, que vaya partido.

Meto toda la compra en dos bolsas y abro la cartera. Saco el billete de veinte euros y descubro que sólo ha crecido cinco céntimos.

-Pues sí que has hecho mucho - le reprocho.
-A ti tampoco te veo con melena - me ataca.

Dejo el billete en la cartera y decido pagar con tarjeta. Tengo tantas ganas de que todo esto pase que, con las prisas y los nervios, en vez de darle a la cajera la tarjeta del banco, le tiendo la del descuento del Carrefour. La chica la coje, la mira, me mira y aprieta un botón.

Ahí están todos en un momento. No falta ni el astronauta. Me convierto en la peor versión de Patricio cuando trato de explicarme. Espero, por lo menos, que la mostaza que he comprado esté buena.

lunes, 15 de febrero de 2010

Sobre con gormiti : 2,90 euros.

En el Opencor voy cogiendo los sobres de los gormiti intentando descubrir cuál tienen dentro. Me doy cuenta de la poca información que me dan los dedos, capaces sólo de decirme si el gormiti oculto es grande o pequeño.

-Poco ayudáis - les digo a los dedos.
-Pues más que la nariz o los ojos.
-Ya.
-¿Y a quién buscamos?
-A Polypus, señor de los mares.

Polypus, que tiene nombre de enfermedad que se cura con pomada o de primer ministro griego, era, hasta hace poco, parte de la familia. Se había convertido en el gormiti favorito de Daniel sin que él mismo fuera capaz de decir por qué, como realmente sucede con todo lo que en esta vida nos gusta. Desde fuera era uno más en el cajón de los gormiti, pero algo debía de haber en ese monstruo del océano con cabeza de pulpo que le fascinaba.

Selecciono los sobres y los tanteo con cuidado, intentando descubrir alas, picos o varios brazos, según un método de eliminación, como esas doctrinas filosóficas que tratan de buscar a Dios por lo que no es : no puede ser un zapato olvidado en la cuneta, no puede ser una señal de Stop doblada por un choque, no puede ser un patio de colegio vacío. Les suplico a mis dedos que me den más información, pero ellos empiezan a quejarse de la presión.

-Necesitamos tiempo.
-Pero no hay tiempo.

No, no hay tiempo porque la vigilante del Opencor está a mi lado, mirándome de una forma extraña, como intentando saber si lo que hago es legal o no. Si estuviera haciendo lo mismo con las manzanas de la frutería seguro que ya me habría dicho algo. La vigilante debe tener unos cincuenta años y aunque lleva el uniforme de la empresa de vigilancia, tiene aire de cocinera, como si entre ronda y ronda por la tienda se pasara por el horno de la pastelería a preparar tartas. El poli bueno y malo en una persona, capaz de amenazarte con la porra o de ofrecerte un trozo de tarta de chocolate. Me la imagino cogiendo a algún chorizo por la oreja y llevándoselo a la puerta mientras le saca una botella de whisky de un bolsillo.

-Buenas tardes - le digo.
-Buenas tardes.

Las palabras son las mismas, pero lo que ella me dice es que deje los sobres y lo que yo le respondo es que acabo enseguida, que es una causa de fuerza mayor. Debería llevármela a un bar cercano y contarle la historia de Polypus y del mercado negro que los enanos han desarrollado en su clase. Daniel se lleva todos los días al colegio un gormiti para cambiarlo. En ese trueque va aprendiendo varias cosas importantes sobre la exigencia del deseo, sobre la habilidad para seducir con argumentos, sobre la amistad, sobre la importancia de insistir, sobre la capacidad de engañarte cuando algo realmente no te gusta o sobre las derrotas. Una mañana se llevó a Polypus y lo cambió por un pequeño gormiti de cabeza de cocodrilo y aspecto inofensivo al que parecía que no le hubieran alimentado bien de pequeño y que en el mundo de los gormiti se limitara a hacer tareas administrativas mientras los demás se partían la cabeza unos a otros. Al llegar del colegio y ver el cambio, nos sentimos un poco defraudados. Supongo que todos los padres valoramos cada cambio como si en él se escondiera alguna pista sobre el futuro de cada niño. Daniel insistía en que sí estaba contento con el gormiti funcionario, pero por la forma de decirlo sabíamos que sólo lo hacía para quedar bien con nosotros.

Durante los días siguientes seguía diciendo que todo iba bien, como el primer ministro griego ante las autoridades europeas al hablar de su economía, pero vimos que empezaba a hacer dibujos en los que siempre aparecía Polypus y hablaba de hacer figuras de él con arcilla que iban a quedar mejor que el de verdad. La historia del primer amor por un gormiti.

-Bueno, nosotros nos rendimos.
-Venga, un último esfuerzo.
-Es que esto es como atrapar una mosca en una habitación a oscuras.

La que si tiene la mosca de la oreja es la vigilante, que se va acercando poco a poco. Con esa mirada sería capaz de hacer que Hannibal Lecter se arrepintiera. Me van entrando ganas de ponerme de rodillas y empezar con la larga lista de mis pecados, retomándolos todos desde mi última confesión, lo que sería como ponerse a barrer una playa. Una de las opciones que se me habían ocurrido era la de darle un billete de veinte euros a Daniel para que se lo ofreciera al nuevo dueño de Polypus, pero eso me parecía un poco violento y además no estaba muy claro en manos de quién estaba ahora. Era más escurridizo que el Halcón Maltés. Un día lo tenía uno y al día siguiente otro. Estábamos en medio de una novela negra de la que poco sacábamos en claro, con una lista de sospechosos que modificaba cada día. Lo único seguro era que en mi versión particular no dejaba de aparecer Scarlett Johansson, siempre obediente.

Al final decidí dejarme de atajos y tratar de encontrarlo en su sobre. Por eso estoy ahora aquí, cada vez más nervioso, con la presión más y más agobiante sobre mis hombros y con la violenta necesidad de reconocer mi culpa. Que caiga sobre mí el castigo y que sea lo que Dios quiera.

-¡Busco a Polypus! - le digo.

La vigilante se convierte en pastelera y después en abuela joven que se me acerca y me pasa la mano por la cabeza, dándome a entender que hay faltas más graves que ésta y que lo importante es aprender de los errores.

-Pero es que estos sobre son de la tercera serie y Polypus es de la primera - me dice la abuela.

La miro con devoción y admiración. Quiero una abuela como ésta. Me rindo a su sabiduría. Si Bill Viola estuviera aquí, habría convertido este momento en una parte de alguna obra suya. “La revelación en la isla de Gorm“. “El adiós a Polypus“. O algo así.

Cojo un sobre y camino, más liviano, hacia la caja.

jueves, 11 de febrero de 2010

Ticket de aparcamiento en el Eurostars : 7,80 euros.

Le digo mi número de socio a la azafata y al instante saca de una montaña de cajas la mía. Me siento como si estuviera recogiendo el abrigo del guardarropa de un restaurante de lujo. La caja es grande y en la parte de arriba, sobre un fondo plateado, se ve una fotografía del Real Madrid de 1984. La azafata mantiene intacta su amplia, limpia y profesional sonrisa para indicarme que la relación entre ella y yo se termina en ese momento.

Me llevo su sonrisa y la caja a la sala que el Real Madrid ha dispuesto para la entrega de insignias en el hotel Eurostars. Todo está lleno de madridistas con solera, con sustancia : somos como pastillas de Avecrem capaces de volver blanco cualquier guiso en el que se nos eche. Por encima de nosotros se va condensando la historia del Madrid como la nata sobre leche hirviendo. Con la rapidez con la que en las imágenes de los partes meteorológicos se anuncia la llegada de unas nubes, sobre nuestras cabezas se van mezclando jugadores, goles, titulares y copas .

La sala está decorada con grandes fotografías de jugadores del Madrid, cada una con una palabra en la parte superior. El local es una mezcla de clase infantil y salón de bodas en el que me encuentro a gusto e inquieto a la vez, igual que viendo jugar al equipo. Me siento con mi hermano en la zona que nos han reservado a los que cumplimos veinticinco años como socios. Mi hermano tiene dos años menos que yo pero es mucho más joven. Como entre hermanos no puede haber envidia, dejo la descripción en blanco a la espera de que aparezca la palabra apropiada para definir lo que siento al verle.

En lo que empieza la ceremonia, abro la caja. Uno descubre que va cumpliendo años porque la ilusión al abrir un regalo cada vez es menor, como si ya se supiera lo difícil que es hacer coincidir el deseo indefinido del que recibe con la duda persistente del que da. Dentro hay una réplica de mi carné, un diploma acreditando los veinticinco años como socio y una pequeña caja azul que podría esconder un anillo para renovar el enlace entre el Madrid y yo. No sería extraña esa confirmación ahora que se hace socio a un hijo antes de reconocerle un país o una religión, como si lo de pertenecer a un club de fútbol fuera la más sólida de las opciones. En vez de un anillo, me encuentro con una insignia plateada del escudo del Madrid.

-Bueno, no está mal para llevar veinticinco años.

Es la voz de mi padre, en la que no sé si hay cierto sarcasmo. Si se ve “A dos metros bajo tierra” y “Dexter”, no es nada extraño que, en una reunión de madridistas uno acabe hablando con su padre. Al fin y al cabo, él nos hizo socios. Supongo que mi hermano, en su cabeza, también tendrá su particular charla con él.

-Dentro de otros veinticinco años os podréis sentar unas sillas más adelante y os darán la de oro, como a mí.
-No pareces darle mucha valor.
-Di Stefano sigue igual – me dice. Parece que el humor de mi padre se hubiera vuelto más leve, más inglés.

Poco a poco han ido llegando los representantes oficiales del Madrid a la zona elevada que hay al fondo de la sala. A un lado están los socios a los que se les va a entregar en mano la insignia por sus sesenta años en el Madrid y al otro antiguos jugadores, entre los que destaca Di Stefano. La ceremonia es una mezcla de reunión de consejo de administración revisando goles en vez de cifras, de partida de bingo en la que los números fueran sustituidos por nombres, de boda masiva y de congreso para motivar a los vendedores. Creo que esto debería ser algo entre los socios de sesenta años y Di Stefano, una reunión íntima en la que pudieran hablar entre ellos en vez de disponer del instante para la foto y las palabras rápidas, como las que se dicen desde el tren que parte de la estación.

No logro ser parte de la celebración y cuando ya empiezan a pasar los camareros con copas de vino le pido a Butragueño su firma en la caja por seguir con el rito. Quizás mi problema esté en que, más que madridista, he sido seguidor de determinados jugadores. La tarde habría sido distinta si, claro, el Zidane que aparece en la foto que hay detrás de las nueve Copas de Europa estuviera ahora ahí, charlando con nosotros y cogiendo aperitivos de esas camareras que te dan las gracias cada vez que aceptas un canapé de salmón, como si compitieran entre ellas para ver la que vuelve antes a la cocina con la bandeja vacía.

Es entonces cuando el inconsciente, que disfruta cortando una pata cuando ve la mesa nivelada, hace unos cálculos en su cocina. Me deja el resultado en la zona de los platos ya listos para servir y no se mueve de ahí para ver mi reacción. En el 2004 Zidane jugaba en el Madrid, por lo que cuando mis hijos recojan sus insignias de plata, Zidane aparecerá en sus cajas y es posible que se puedan hacer con él las fotos que yo ahora me limito a imaginar. Siento una envidia oscura, densa, de la peor rama de la familia de las envidias, por mis propios hijos. Una envidia que deja de serlo para convertirse en otra cosa, terrible y amenazante, como un pez abisal, para la que tampoco tengo nombre.

Todo se desarrolla como uno lo esperaba. A las dos horas de empezar la entrega, hay más camareros con bandejas que socios. Es el momento de marcharse y se lo digo a mi hermano, al que, viendo lo que disfruta comiendo, las camareras le persiguen como abuelas que desearan verle bien alimentado.

Conforme vamos bajando en el ascensor, se va disolviendo la historia, la nubes se disipan y hasta la sonrisa de la azafata desaparece como una medusa al sol. Meto el ticket en la máquina y en ese momento me doy cuenta de que no tengo billetes. Mi hermano y yo buscamos monedas en nuestros bolsillos y las contamos cuidadosamente, como si así la cantidad final fuera mayor.

-Si no os llega, podéis intentar meter la insignia – me sugiere mi padre.

Me entran ganas de preguntarle si para él no hay nada sagrado, pero temo su respuesta, así que me quedo callado. Como madridista, uno aprende a distanciarse de las cosas y a verlas con cierta ironía. Sólo los fanáticos se pueden tomar todo esto muy en serio.

domingo, 7 de febrero de 2010

Comisión por ingreso del finiquito : 4 euros.

En el banco me cobran cuatro euros por ingresar los talones del finiquito. La cantidad original era más alta, así que tengo que agradecerles este gesto que han tenido conmigo por ser cliente habitual. Si fuera un partido político es posible que me hubieran perdonado hasta treinta y tres millones de euros, por poner un ejemplo sacado de la prensa, pero cuatro euros no van ningún lado.

-Además quedaría un poco pobre como titular : “Perdonan a un particular cuatro euros de comisiones”. ¿No te parece?
-Venga, no se hable más, cárgamelo.

Quejarse por cuatro euros es como poner al capitán Ahab a perseguir una sardina blanca. La cajera me tiende la hoja con el cargo y firmo gustoso.

Aprovecho la visita al banco para informarme sobre las opciones que existen para invertir el dinero. Me siento frente a la subdirectora y le pregunto qué hay que hacer para sacarle rentabilidad al ahorro. Me mira con cierta condescendencia, como si hubiera acudido a ella para hacerle llegar a los Reyes Magos una carta complementaria.

-Vamos a ver – me dice – Y se gira hacia la pantalla. Al rato me coloca en su mesa, uno al lado de otro, la evolución de los fondos de inversión del banco.

Tiene entonces el aire de la pescadera que quiere hacer pasar por fresco un lenguado que vio a Cristo caminar sobre las aguas.

-¡Mira a ése cómo anda!
-Como lo comentemos por ahí, se va a armar la de Dios.

Se queda mirando los tres informes en silencio, como si fueran las fotografías de tres hijos que desde la adolescencia sólo le hubieran dado disgustos. Me los explica y se detiene en la hoja de los datos económicos, donde veo que dos de los tres tienen una evolución negativa en los doce últimos meses.

-Es un rendimiento decreciente – me dice - Pero el capital sí se asegura.

Del puesto del pescado me veo trasladado a uno del Rastro, con una manta en la que se expusiera una cámara sin carrete, un marco con el cristal roto, un candelabro oxidado, un disco de Mocedades, tres mecheros con la marca de un restaurante, un transformador y una antena para el UHF. Me entran ganas de invertir algo, lo que sea, por lástima.

-Son cosas del Euribor – me dice.

Uno pensaba que el ahorro tenía su premio en el sistema financiero, pero viendo las cifras dan ganas de dejar de ser la hormiga y convertirse en la cigarra. Mentalmente voy adaptando el cuento a la realidad para que mis hijos no se desorienten el en futuro.

-Y a la hormiga, que había trabajado tanto, le robaron todo lo que había guardado. La cigarra se hizo técnico de sonido de un grupo que hacía una gira mundial y así se levantaba cada día en un país en el que siempre era verano con una groupie cariñosa al lado. ¿Habéis entendido la diferencia entre ser cigarra y hormiga?

Lo del Euribor es como la referencia al pecado original, algo lejano en tiempo y espacio sobre lo que no se puede hacer nada. La subdirectora sigue murmurando la palabra cada vez más bajo hasta que al final sólo queda el movimiento de los labios, como si rezara el rosario. Los intereses serían aceptables si uno viviera en la chiquilandia del Mago de Oz.

-¿Y no me puede indicar, por lo menos, el camino hacia la ciudad esmeralda? Me gustaría llegar allí para pedir un interés mayor.

Al mencionar la ciudad esmeralda, veo que el director sale de su despacho.

-¿Y yo podría pedir que los promotores y los constructores me devolvieran los trescientos veinte mil millones de euros que me deben?
-¡Claro, hombre! – le digo – También podemos invitar a alguien del FMI para que España le dé unas estadísticas creíbles y a alguien del Gobierno para que le diga cómo solucionar el déficit con caídas de ingresos y subidas de gastos.

El director da palmadas de alegría mientras ruge. La subdirectora me pasa la mano por la cara, agradecida de que por fin haya quien parezca solucionar los problemas del banco.

-Es que todo lo que ingresamos se lo tenemos que dar al interbancario para pagar nuestras deudas – me dice – Por eso no podemos dar créditos. ¡Pero por fin se va a solucionar!

Todo esto se me pasa por la cabeza cuando veo las rentabilidades negativas de los fondos del banco. Los culpables de la crisis andan buscando a una Dorothy que les guíe hasta el Mago de Oz, mientras los demás nos vemos obligados a vivir en unos decorados más falsos que los de la película. Le doy las gracias a la subdirectora y salgo a la calle antes de que el banco se me caiga encima.

-¿Y qué es una groupie, papá?
-Un hada buena – improviso.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Entrada para "En tierra hostil" : 7 euros.

No tener trabajo me permite estar en la sesión de las cuatro de los Renoir. Nada más sentarme en uno de los asientos rojos de la sala dos descubro cuánto he echado de menos el olor de este cine. Si me preguntaran a qué huele el cine, respondería que a esto. Sin él, las películas, aunque sean en alta definición, siempre me parecerán incompletas.

Me giro para ver cuántos somos y me digo que deben llamarla la sesión de las cuatro porque sólo somos cuatro personas en la sala. Da cierto reparo que toda la maquinaria se ponga en marcha solo para nosotros cuatro, como si se celebrara el Desfile de la Hispanidad para Bob Esponja. Me entran ganas de salir de la sala y de decirle al acomodador que no se preocupe, que basta con que me haga un resumen rápido de la película y que con eso me conformo. Llevo tan asimilado el discurso ecológico que no dejo de mirarlo todo con un sentimiento de culpabilidad verde que hace que no disfrute del hecho de estar ahí, después de tantos años, viendo una película en la primera sesión.

-Hombre, yo se la resumiría, pero es que no se trata de Avatar, tiene usted que verla.
-Pues no se hable más.

La película es “En tierra hostil” y la elijo porque tiene más premios que hijos algunos presidentes africanos. Al poco de empezar me doy cuenta de que la cosa va en serio y de que voy a experimentar las dos dimensiones pero esta vez sin utilizar gafas. Sólo son necesarios unos cuantos minutos acompañando al sargento James mientras desactiva sus primeras bombas para que sienta la boca seca, las manos cubiertas de sudor y el corazón latiendo más despacio, como intentando hacer el menor ruido posible.

Si sensual define aquello que estimula los sentidos, ésta película lo es, sin duda, pero dándose un paseo por el lado oscuro de su significado. Al olor del cine se le unen, minuto tras minuto, el de la sangre seca en las balas, el del sudor en la frente del desactivador, el del maletero quemado y cubierto de espuma, el de la carne en descomposición del niño con la bomba en sus entrañas, el del cigarrillo que se enciende cuando se tiene el detonador en la mano, el del té que se prepara en la casa del profesor de universidad y el del miedo del hombre que, cargado con bombas, suplica que le salven.

Aquí no hay teoría. Esa parece dejársela la directora, Kathryn Bigelow, a los analistas para que la lleven de un lado a otro como gatos jugando con una pelota. Aquí se aprende practicando y por eso la película está estructurada sobre unas cuantas misiones de esos especialistas rodadas sin prisas, permitiendo que los sentidos, que son lo que uno va a utilizar para juzgar lo que se narra, se acerquen a ellas. Me doy cuenta, así, de que mis pies están llenos de arena, de que se me están secando los ojos y de que, si pudiera, me bebería una botella de agua con la misma rapidez con la que lo hacen en la película. Yo también espanto las moscas que se posan en los párpados de los soldados y si estuviera solo en el cine me pondría de pie y les gritaría, como en un espectáculo de marionetas, por dónde se acerca, escondido entre las cabras, el enemigo que quiere acabar con ellos.

La única tregua que se permite la directora en ese escenario, denso y concentrado como un café turco, es un golpe de humor negro al final, cuando, ya de vuelta a casa, presenta al sargento James incapaz de elegir una caja de cereales entre dos pasillos interminables en los que debe hacer hasta cereales para zurdos kinestésicos. Lo contrario de la guerra, parece decir, no es lo que uno se encuentra cuando vuelve a casa.

Cuando se encienden las luces me quedo un rato sentado. Se necesita un poco de tiempo para volver de la película. No habría sido mala idea entregar unos alicates de plástico al empezar la película para simular que uno ayuda al equipo. Con ellos, la experiencia habría sido ya insuperable.

-¿Qué? ¿Tenía razón con lo de no hacer un resumen de la película.
-Totalmente. ¿A ti a qué te parece que huele Avatar?
-Pues no sé. A teletubbie, a ambientador de pino, a nube. Y, hablando de olores…
-Lo sé, lo sé. Necesito una ducha. Es que no sabes qué dos horas he pasado.
-Me hago una idea.

Salgo del cine sacudiéndome la arena y buscando un sitio en el que beberme las reservas del Canas de Isabel II.

martes, 2 de febrero de 2010

Café cortado : 1,20 euros.

Ahora que estoy en paro tengo que maximizar el dinero, por lo que me tomo un cortado en una cafetería y aprovecho para leerme tres periódicos y estar al día. Saber qué es lo que pasa en el mundo real es necesario para no tener la sensación de que, sin la atadura del trabajo, uno se aleja de la realidad como un astronauta despedido de su nave espacial.

La manera más efectiva de seguir siendo parte de la realidad es detenerse en el titular de portada del As, “El Madrid del Tiqui-Taca convence a Pellegrini”, y memorizarlo, que el día es largo y no se sabe si echar mano de la frase puede ser útil. Un buen titular te pega bien los pies al suelo y, como si se tratara de evitar que un huracán me arrastrara por los aires, me lleno los bolsillos de otras frases también densas : “Movimiento en Facebook por un Madrid-Barça pro Haití”, “Granero-Xabi-Guti es la media que se impone”, ”Amorrotu renueva para asumir el cargo de Pitarch”, ”Mitiga volvió a entrenarse y es duda ante el Depor”, ”Ferrari asombra son su difusor y su bajo consumo” y “La CBS registrará pérdidas por los JOO de Vancouver”

En mi estrenada situación de parado también noto que he perdido cierta densidad, como si pesara menos y algunas cosas de la realidad me traspasaran: desde la mirada y las frases de los demás a mi propia autoestima. Obligarme a esta lectura de periódicos es beneficioso para seguir siendo compacto y poder estrechar mano con fuerza en una entrevista de trabajo. Temo llegar a alguna borroso, como un programa mal sintonizado, y que el entrevistador tenga que tenderme la mano varias veces para sentir que agarra algo.

-Cosas de la disolución de la materia.
-No se preocupe, aquí llegan candidatos de todas las consistencias.

La mezcla del cortado y de los periódicos me sienta bien. Disimuladamente le doy patadas a la mesa para probar mi solidez y compruebo con satisfacción que el pie me duele. Detrás de mí, una mujer habla de unos solares en la zona en los que se van a construir varios bloques. Escucho bien porque ahora todo es aprovechable. Utiliza palabras elegantes, como ergonómico, que me guardo doblada en un bolsillo porque me parece curiosa y práctica, para romper el hielo en alguna recepción en un palco del Madrid.

Estoy aquí sentado no sólo para ser un elemento más de la realidad y fortalecer mi densidad, sino para agruparme. Hasta hace unos días, cada vez que pasaba con el coche por delante de esta cafetería después de dejar a los enanos en el cole, me imaginaba cómo sería el mundo visto desde el sitio en el que ahora mismo estoy. Me iba a trabajar menos entero porque uno no debe quedarse en los lugares : muchos creen que vuelven completos de Florencia pero algo de ellos todavía sigue por sus calles, mirando la luz de las grandes ventanas alrededor del Duomo cuando empieza a atardecer. Yo, ahora que ya no importa, reconozco que tampoco iba muy íntegro a trabajar. En este momento estoy donde me imaginaba y el que me falta es el que se cree que las cosas no han cambiado y sigue en le coche por la M-40 hacia el trabajo escuchando “Hoy empieza todo”. Es cuestión de leer algún titular más e ir levantando la cabeza de vez en cuando.

Unos minutos más tarde me veo entrar por la puerta y mirarme. Una de esas paradojas de las de andar por casa a las que no prestamos atención.

-Ya has llegado - me digo.
-¿Eso que suena es Kiss FM? - me pregunto
-Sí. Ya ves.
-No me lo imaginaba así.

Y me veo un poco desorientado, así que me invito a sentarme conmigo y me pido otro cortado.

-Es extraña esta sensación - me digo.
-No te preocupes. Empieza a leer titulares de todo como si en ello te fuera la vida. Toma, empieza por El Mundo.
-Prefiero el As.

No es cuestión de empezar a discutir conmigo mismo, así que me doy el As.

-Gracias.
-Dicen que no contemplan un Liverpool sin Benítez.
-¿Me lo leo todo?
-Cuanto más mejor, como si estuvieras muerto de hambre en el banquete de bodas de un desconocido.

Y ahí nos quedamos los dos. Leo en el mundo que Aznar dice que nos encontramos ya en la segunda división y que España tendrá problemas para pagar su deuda. Son frases tan compactas y pesadas que con tres se me llenan los bolsillos. Me dedico entonces a leer en El País el último artículo de Tomás Eloy Martínez y otro de Juan Goytisolo sobre nuestras tropas en Afganistán.

-Vaya música. Me gustaba más “Hoy empieza todo” - me digo levantando la vista del As.
-Ya, no te distraigas. Levanta titulares como si fueran pesas. Son buenos para los músculos.

Me gusta el sonido de la máquina de café al calentar la leche, las conversaciones de tres mujeres en la mesa del fondo, el vaho que sale de la boca de un perro que pasa por la calle, el brillo del sol en las campanas de cristal que cubren las tartas.

-Ya está. Periódico terminado.
-Una prueba. ¿Quién ha vuelto al Santos después de fracasar en Europa?
-Robinho.
-Perfecto. Ya nos podemos ir.
-Sí, porque eso que suena de fondo es Alejandro Sanz.

Al salir por la puerta, los dos nos convertimos en uno.