martes, 13 de enero de 2009

Dos raciones de churros, un café y un chocolate : 3,65 euros.

Estamos en la churrería de la calle Hernani un sábado por la mañana. Sólo hace media hora que, ante la pregunta de qué es lo que quieren desayunar, los enanos, con el pijama puesto y sentados en el sofá, me contestan :

-Churros.

Aunque lo único que tengo de genio es el carácter, me animo a intentarlo y me descubro respondiendo, sin ningún problema :

-Sean, pues, churros.

Volvemos a la churrería, donde compruebo al entrar, sorprendido, que nadie está fumando. Encuentro un hueco entre las dos puertas, junto a una repisa a la que acerco dos sillas altas. Dispuesto el lugar, como un pájaro que terminara el nido, me acerco a la barra a pedir comida para los polluelos.

-Dos raciones de churros, un café con leche y un chocolate.

Aprovecho el tiempo de espera para describir un poco el sitio. El local es pequeño y dividido en dos partes. En una de ellas hay una barra dispuesta en el centro alrededor de la cual se sientan los clientes. En la otra se preparan los churros. Uno puede comprar los churros y marcharse con la bolsa de papel llena y caliente o sentarse a comérselos y marcharse con la tripa llena y caliente. Al final el resultado es el mismo, la impresión de que uno ha enfilado bien el sábado, como el delantero que corre solo con el balón hacia el portero.

La mujer que me ha atendido me entrega los dos platos de churros. El café y el chocolate se sirven en el mismo tipo de vaso de cristal. Vuelvo a la repisa y trato de colocarlo todo de la forma más práctica. Les explico a los enanos que lo mejor que pueden hacer es mojar los churros en el chocolate, pero dejo que me vayan descubriendo todas las combinaciones posibles. Es sábado por la mañana y no voy a molestarme si cortan un trozo de churro y lo dejan en el café, o se les cae, o lo dejan en el plato y van a por otro, o lo mojan con las puntas de los dedos en el chocolate y se lo meten todo en la boca.

Se percibe un buen ambiente en la churrería del que soy consciente cuando me he comido ya dos churros. La gente entra de buen humor y educadamente espera a ser atendida. Los que mojan los churros lo hacen tranquilamente, como si estuvieran pescando, sin agobios. Al tercer churro que me como descubro que el secreto de todo está en sentir la tripa llena. Nutritivamente, este desayuno aporta poco, pero ahí no está su interés. Ya sabemos que nadie celebra un banquete con fuentes de canónigos. El churro te hace consciente de la existencia y del tamaño de tu estómago, como Halle Berry saliendo del mar te recuerda la presencia de otras partes. El churro parece duplicar su peso al llegar a la tripa y por esas paradojas que la física no explica del todo, creo, cuanto mayor es el peso en la tripa, más se eleva uno. Al cuarto churro, mi cabeza está en otra dimensión.

Es en esa dimensión en la que veo a mi padre sentado junto a la barra partiendo un buñuelo con las dos manos. Los buñuelos le encantaban y el hecho de que no siempre los prepararan los convertían en un lujo, grasiento y poco digestivo, pero lujo al fin y al cabo.

-¿Qué pasa, que ahí no tenéis buñuelos? – le pregunto mentalmente.
-Llegan fríos – me responde.

Y me imagino a los ángeles bajando por la escalera de Jacob con cajas vacías para llenar en esta churrería y subir de nuevo. Es normal que los churros lleguen fríos. Los que sí entran y salen con cajas son los camareros de todas las cafeterías de la zona. Con el quinto churro soy capaz de afirmar que me encuentro en el centro del universo en este momento y que todo se arreglaría si abriéramos churrerías como ésta en todas partes del mundo. Rápidamente hago un cálculo de los locales que se podrían inaugurar.

-Queda abierto esta churrería (léase en croata o mandarín, que los churros no me dan todavía esta habilidad)

con el dinero de, pongamos, la cúpula de la alianza de civilizaciones. Y me imagino a Barceló sirviendo churros a diestro y siniestro, con el delantal de diseño y una pegatina de la Unión Europea en cada uno de ellos.

-Céntrate.

Me dice mi padre mojando el buñuelo. Me mira tranquilamente y después se fija en mis hijos, que parecen felices con esta escapada de sábado. Un hombre gordo con una especie de bandolera cruzada sobre el pecho abre la puerta y se gira hacia todos nosotros antes de salir

-Viva España, el Real Madrid y Extremadura, que he pasado quince días allí con los bellotas de miedo – dice.
-Muy grande Extremadura – le responde el que ayuda a la mujer que me ha atendido.

Todos recibimos esa exclamación con naturalidad. ¿Seré capaz de despedirme de esa forma si me tomo el sexto churro? Hago amago de ir a cogerlo pero mi hija me mira enfadada, como si me viera a punto de traspasar una barrera que un padre nunca debiera cruzar. Lástima, porque seguro que algo interesante se me habría ocurrido.

Saco un billete para pagar y cuando miro hacia donde estaba mi padre para invitarle ya no le veo. En su plato no quedan ni las migas.

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