miércoles, 3 de junio de 2009

Fucidine : 3,61 euros.

Así que ahí estamos, a las siete y media, en la cafetería del hospital de Sanitas. Los de esa mesa somos nosotros : Lucía, Daniel y yo. Encima de la mesa tenemos nuestra merienda : dos batidos, un café con leche, un zumo, una magdalena y unas natillas de chocolate. Por lo que hemos pagado por todo ello podría sentirme como si estuviera en una mesa de la plaza de san Marcos, viendo a las palomas posarse encima de los turistas.

Hemos venido al hospital a que un otorrino vea a Lucía. Llevamos ya varias visitas por culpa de un taponamiento que tiene en los oídos. El otorrino, nada más entrar, les hace a los enanos el juego del dedo que se separa de la mano. Siempre lo hace, quizás con fines profesionales, no lo sé, buscando algún tipo de reacción, como si una doctora realizara delante de mí el cruce de piernas de Sharon Stone para comprobar que mi atención y mis reflejos funcionan bien. Después del número de magia (el de las manos, no el de las piernas), el médico se fija en una herida que tiene Lucía en la nariz de tocársela. Dedica un buen rato a mirársela y le dice, como si no se fiara de que yo lo fuera a recordar mejor, que tiene que darse una pomada.

-Si no, se te puede poner peor – le dice. Me gusta este médico que utiliza la magia pero que les habla como adultos.

Y después de estudiar la nariz de Lucía, recuerda el motivo de nuestra visita y en un par de segundos mira sus oídos para ver cómo están.

-Limpios – dice.

Así que el principal motivo de nuestra visita se queda como algo secundario. Lo mismo nos pasó con Daniel cuando le llevamos al pediatra para que viera cómo iba una uña que se pilló con una puerta y le descubrió una otitis, sin darle apenas importancia a lo de la uña. Uno se cree que lo importante está en un sitio cuando realmente se encuentra en otro lugar. Quizás ese fuera el mensaje en clave del truco de magia del otorrino :

-Nunca nos fijamos en dónde está lo importante, por eso te crees este truco de magia.

En la mesa de la cafetería, por ejemplo, lo relevante no está en una magdalena, como yo pensaba, sino en una barra de pan. Lucía descubre en su magdalena pepitas de chocolate y se niega a probarla a pesar de que acaba de terminarse las natillas de chocolate (que anuncian en su tapa que no fabrican para otras empresas, que es lo que parece que Kaká lleva escrito en su camiseta del Milán, en su juego de ahora me marcho al Madrid, ahora no me marcho). Lo de la negativa tiene más de cuestión estética que gastronómica y Lucía la aparta. Insiste en comerse una barra de pan y en ese momento comienza la negociación. Le compro un bocadillo de salchichón si es para cenar.

-Para el camino – me dice.
-Para la cena
-Para el camino
-Para la cena – y hago amago de marcharme.
-Para la cena.

Antes de ir a casa pasamos por una farmacia a por la pomada. Daniel quiere saber qué diferencia hay entre una pomada y una crema.La pregunta, como todas las suyas últimamente, es buena y es una pena que mi respuesta no esté a la altura.

-Son iguales.

Y una mierda que son iguales y él lo sospecha y vuelve a insistir. Es la realidad, de nuevo, la que me echa una mano. La pomada cuesta 3,61 y entrego 3,60. Busco en los bolsillos ese céntimo que falta. Como si se avergonzaran de su poco valor, estas monedas son las que se esconden en lo más profundo del bolsillo. La farmacéutica, en vez de pedirme ese céntimo, les da a los enanos una piruleta de fresa. Y en un extraño juego contable, parece que esas dos piruletas cuadraran la transacción. Quizás es que, poco a poco, desconfiando de la situación actual, estemos volviendo al trueque, por si acaso.

Ya en casa, llegado el momento de cenar, Lucía abre su bocadillo y se come el salchichón sin probar el pan. Voy a decirle que no entiendo nada pero es ella la que se adelanta mirándome con cara de “efectivamente, no entiendes nada”.