sábado, 31 de enero de 2009

Renovación de tarjeta de crédito : 3 euros.

Mi tarjeta de crédito y yo quedamos para hablar en la cocina antes de que los demás se despierten. Voy preparando el café en silencio para que sepa que ésta va a ser una charla seria, de las de verdad. Cuando escucho el sonido del café hirviendo apago la vitro, saco una taza del armario, echo la leche y la caliento en el microondas. Mi tarjeta tampoco dice nada. Me mira con cierto aire desafiante. Me echo el café en la taza y me siento delante de ella. Desdoblo una hoja que tenía ya preparada en la mesa y se la tiendo para que la lea :

“Nos acaban de comunicar desde nuestra Central, que en la tarjeta de débito se ha podido realizar algún tipo de manipulación fraudulenta en un comercio, por lo que nos aconsejan que se invalide esa tarjeta, y se solicite una nueva. Os agradeceríamos que os pasarais por nuestra oficina para solicitar la nueva tarjeta. La tarjeta actual , está invalidada como medida de precaución”

Es un mail que he recibido hace dos días. Mi tarjeta lee el párrafo de un tirón, como el que se apura un chupito, y me mira impasible.

-¿Y bien? – le pregunto.

Lo malo de leer y ver de todo es que a veces se te escapan frases como ésta. De la gran cantidad de arranques posibles me sale éste, de teleserie quinceañera de los ochenta.

-Y bien – me responde mi tarjeta, como reprochándome que empiece la conversación con tan poco nivel. A pesar de ser una tarjeta, habla con voz de hombre. No sé si debería llamarlo tarjeto.

-¿Has hecho algún gasto por tu cuenta?

La tarjeta se encoge de hombros.

-Ganas no me faltan, porque la verdad es que estoy un poco cansada de que me uses sólo para pagar la compra en el Carrefour.

La queja me pilla de sorpresa. Pensaba que la frustración por esa distancia que hay entre la vida que llevamos y la que queremos era un logro que la raza humana había alcanzado con esfuerzo y tesón, revolución industrial mediante, pero jamás había pensado que le sucediera también a los objetos. Y menos a los que me rodean. La tarjeta sabe que con mi silencio adquiere ventaja y sigue hablando.

-Creo que podría haberte dado mucho más, pero me has mantenido en un perfil bajo. La verdad es que yo me veía pagando grandes cosas, que es lo que sueña una tarjeta con ambiciones como yo.

Pruebo el café y asiento lentamente.

-Grades cosas – repite – Cenas para veinte personas en restaurantes de cinco estrellas, viajes de fin de semana a París sólo para acudir a una exposición de Cartier-Bresson o a Londres para ver una obra de teatro, escapadas a Roma para presenciar la final de la Liga de Campeones o botellas de vino de cien euros.
-Ya – le digo.
-Y en vez de eso, compras y más compras en el Carrefour. ¿Tú sabes lo humillante que es quedar con otras tarjetas, que ellas presuman con los tickets de compras por Serrano y que tú tengas que mentir diciendo que te los has dejado en casa? Uno no seduce a otra tarjeta con el ticket de la compra en Carrefour en el que aparece el café que te has preparado.

Es un golpe bajo pero bien traído, así que lo encajo con caballerosidad, haciendo como que a mi orgullo no le ha dolido. Intento tomar la delantera de nuevo.

-¿Pero eres tú el que ha hecho la manipulación fraudulenta que se menciona?
-Es sólo una suposición – me dice – “Se ha podido realizar” – me lee las palabras sílaba a sílaba como si dudara de mi capacidad para entenderlo.
-El caso es que estás invalidada y ya pedí una nueva – le digo.

Es ella la que se queda en silencio. Ser una tarjeta invalidada tiene que ser duro. Sé lo que piensa porque, como narrador omnisciente que soy, en este momento puedo entrar y salir de su cabeza sin ningún problema. Y el hecho es que, como cree en la reencarnación de los activos líquidos, ve esta situación como la oportunidad de dejar esta vida y alcanzar en la próxima lo que desea. Para hacerle las cosas más fáciles hago el papel de malo.

-Me voy a pasar por el banco a recoger la nueva tarjeta.
-Como quieras. Me parece perfecto.

Y eso es lo que hago camino del trabajo. El cajero me entrega la nueva tarjeta y, sin darme tiempo a reaccionar, veo cómo coge la antigua y le pega un corte limpio con las tijeras. El gesto tiene ese aire preciso y efectivo que lo financiero comparte con lo quirúrgico.

Ya en el coche me quedo mirando la nueva tarjeta.

-Joder, joder y joder – me dice. Reconozco su voz. No sé las posibilidades que había de que sucediera esto, pero creo que eran más bajas que las de que un banco, por poner un ejemplo, te preste el dinero que el Gobierno le ha dado de tus impuestos.

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