lunes, 29 de diciembre de 2008

Un filete de canguro : 19 euros

El camarero nos anuncia que, fuera de carta, puede ofrecernos otros tipos de carne :

-Cebra, canguro, camello o ciervo – nos dice.

La frase, no sé por qué, me la imagino pronunciada por un maitre en Nueva York, no por un camarero en un restaurante de Campo de Criptana que parece sentirse incómodo por nuestro silencio.

-Todo de importación – dice

Añade esa frase como si pensara que hubiéramos aprovechado nuestro silencio para tratar de recordar granjas por la zona en las que se crien esos animales. Sí las hubo de avestruces, pero acabaron por desaparecer, quizás porque los animales nos recibían a todos los que parábamos a verlos con una cara de odio, como si adivinaran su futuro y pensaran que estábamos ahí para elegir cuál comernos, con la tranquilidad del que señala la langosta que quiere que le preparen. Llegado el momento de elegir avestruz en el restaurante uno se acordaba de esa mirada de desprecio y optaba por otros platos. Donde antes había granjas de avestruces ahora hay inmensas extensiones de paneles solares.

¿Por qué elijo la carne de canguro? Básicamente porque hemos empezado la casa por el tejado, pidiendo primero el vino, un Agios Pago del Vicario con cuerpo, y marcado ese camino sólo puedo fijarme en la carne. Es como comenzar con “En un lugar de La Mancha” y luego pretender llenar la historia con elfos, cangrejos que hablan y naves espaciales que vienen a advertirnos de que :

-O dejáis de jugar con los hedge funds o el fin de la tierra está próximo.

Es algo parecido a lo de crear un sistema autonómico y después ver cómo se financia. Pero a lo que vamos, a la sección de carnes, en la que el rey es el cordero y ante semejante panorama sólo puedo declararme, carnívoramente hablando, republicano. Vuelvo al camarero y a sus palabras y al repasar la oferta me quedo con el canguro porque al pensar en cebras me viene a la cabeza un burro y al pensar en camellos pienso en un Belén y en uno de los Reyes Magos caminando a pie mientras me señala con cara de odio, un odio que hace que lo de los ojos de los avestruces parezca verdadero amor, y me advierte :

-Pide camello y desde estas Navidades te vas a encontrar con las obras completas de Luis Aguilé en cassette.

¿Cabe todo esto en ese silencio que sucede a la pregunta del camarero? Decididamente sí. No hay aquí ningún truco literario que juegue con la verosimilitud del lector. Mi cabeza se mueve a la velocidad de la luz únicamente con las cuestiones más irrelevantes.

-Venga el canguro – le digo.

Estamos sentados en una mesa en una de las cuevas del restaurante Cueva La Martina. Nuestra zona de la cueva se llama El Pajar y sólo tiene dos mesas. Una de ellas, en la zona más apartada, tiene varios cojines, apropiados para las parejas que aprovechando la intimidad se dediquen a buscarse la aguja el uno al otro. La otra mesa, menos escondida, nos la ofrecen a los que venimos con hijos y, se supone, ya sabemos de memoria dónde encontrarla. Al lado tenemos montado un Belén, en el sentido literal de la palabra, con gran cantidad de figuras y animales. Hay incluso una tortuga de verdad en un pequeño acuario cubierto por un cristal. En la parte más elevada del Belén destaca un molino con aspas que dan vueltas. Es bastante parecido a los que hay junto al restaurante y con los que se peleó Don Quijote. En nuestro Belén falta la figura de Don Quijote y por un momento se me pasa por la cabeza hacer una con miga de pan.

-¿Qué haces? – me preguntaría mi mujer.
-Un Don Quijote para darle al Belén un toque manchego, de la región –le respondería yo, convencido de la importancia de mi obra.

Mi proyecto artístico se frena porque nos traen el vino y unas pequeñas crepes rellenas de morcilla que los enanos cogen con las manos y se llevan a su plato. Me dedico a la bebida y ya con el primer sorbo renuevo mi admiración por los vinos de esta tierra. Se van sucediendo los platos con tranquilidad, sin las prisas de una comida de menú en un restaurante de polígono industrial.

Con este vino todo lo que no es el momento desaparece. Los críticos hablan de aromas a roble, de tonos cereza y los más avezados son capaces de decirte el desodorante del que pisó la uva con oler el corcho. Pero queda un camino por crear, el de los críticos que hablen de los efectos de cada vino. Vinos que frenen el tiempo, vinos que hagan que la luz sea más intensa, vinos que provoquen una buena discusión filosófica sobre el papel del azar en la evolución humana, vinos que recuerden que lo más importante es la gente que está contigo en este momento, vinos que hagan que las mujeres te miren con interés, vinos que recuperen viejos recuerdos o vinos que te ayuden a resolver asesinatos, como cuenta Simenon en “Maigret y la anciana”:

“Sabía que, en todas las investigaciones, se producía ese momento, y que, casualmente – aunque tal vez le moviera a ello un instinto -, casi en cada ocasión se ponía a beber en exceso. Y eso ocurría cuando, como decía él para sus adentros, “la cosa empezaba a carburar”

Aunque en ese libro no se sabe si lo que le ayuda a descubrir al asesino es el calvados, el martini, la cerveza, el carajillo, el Picon con Granadina, el vino blanco o la sidra. Simenon asocia a cada personaje con una bebida y obliga al pobre Maigret a beber cada vez que conoce a cada uno. Tal vez Maigret resuelva el caso en dos días pensando más en su hígado que en el honor de los inspectores.

Llega por fin el canguro y los enanos me dicen que quieren un trozo. Han tenido que pasar casi cuarenta años para que pruebe el canguro y ellos, ya con cuatro, van a descubrir a qué sabe. Corto unos trozos y me pregunto quién tiene que ser el primero en llevárselo a la boca. Insisten en que quieren su trozo y que lo quieren ya y trato de recordar algún canguro de dibujos animados para frenar su ímpetu y que les dé un poco de pena, una argucia un tanto ruin para ganar tiempo. En esas estamos cuando veo a mi mujer pinchar un trozo y llevárselo a la boca.

-Has acertado – dice.

Perdida la oportunidad de ser el primero en la familia en probar el canguro ya sólo me queda hacer de buen padre. Les doy un trozo a cada uno de mis hijos y trato de ver su reacción. Sonríen contentos, como si el canguro hubiera sido parte de su dieta desde que nacieron.

Y es en ese momento cuando recuerdo una conversación de ayer con Cara, una mujer mayor de un pueblo de cuatrocientos habitantes de Cuenca. Es como si el vino se hubiera sentado en un sillón dentro de mi cabeza y con el mando en la mano estuviera zapeando escenas. De Maigrett a Cara. Estábamos ayer hablando de cómo eran antes las cosas.

-Cambiábamos un huevo de gallina por cinco sardinas aplanás, de las que llamaban de Cuba, y con eso nos íbamos todos al campo a trabajar.

Pienso en esas sardinas mientras me fijo en el trozo de canguro importado. Hay suficiente contraste entre la sardina y la carne de canguro como para escribir varias tesis sobre el desarrollo de esta zona, pero lo primero es comerse la carne antes de que se enfríe. El vino sigue zapeando pero como lo que ve no le interesa acaba por entregarme el mando.

-Tu cabeza es más aburrida que los especiales de Nochebuena.
-Te jodes.

Eso lo pienso, claro. Me llevo la carne a la boca y la mastico con un poco de miedo al principio. A los pocos segundos me doy cuenta de que está muy buena. Me alegro por mí y lo siento por los canguros.

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