viernes, 16 de diciembre de 2011

Paloma de metal : 1,5 euros.

Este post aparecerá a la vez en dos blogs, como prueba de esa mudanza, todavía más mental que física, que estoy haciendo de “Los diez del día” a “El coste de las cosas”. Siguen los diez puntos de referencia y la anécdota del día, como exigen las reglas de “Los diez del día”, pero el título ya vuelve a la estructura de “El coste de las cosas”, centrado en un objeto y su precio. No sé si me mudo de la residencia de invierno a la de verano o al revés. Si dejo el centro para vivir en la periferia o al contrario. La verdad es que, aunque parezca raro, no es un cambio fácil. Uno también puede cogerle cariño a las cosas, aunque sean tan virtuales como ésta.

1-El teléfono : En el metro, camino de Sol, le pregunto a Daniel el móvil de María. Le digo que si se perdiera, lo que tiene que hacer es buscar a algún adulto y decírselo, que llorar no sirve de nada. Lo normal cuando uno se pierde y tiene siete años es llorar, pero la mejor manera de arreglarlo todo es acordarse bien del número. De las cuatro veces que se lo pregunto, sólo se equivoca una. Tenemos un 75% de posibilidades de que, en el peor de los casos, todo vaya bien.

2-Lluvia : En el centro de Madrid llueve. No sabemos si ponernos las capuchas o no porque tenemos que elegir : con ellas, no nos mojamos; sin ellas, podemos ver las luces ya encendidas. “Esta lluvia no moja”, le digo a Daniel y él se echa la capucha hacia atrás y acepta la mentira sin decirme nada. Las mentiras compartidas unen bastante.

3-El centro : Salimos a la Puerta del Sol, con lo que se puede decir que, geográficamente, estamos en el centro de Madrid. También me encuentro, en cierta forma, en el centro de mí mismo, por todos los recuerdos que tengo de esta zona, por lo que me gusta pasear por aquí.

4-Los puestos : Los puestos de la Plaza Mayor están dispuestos este año de una forma distinta, quitándole menos espacio a la Plaza y permitiendo que la gente pasee sin aglomeraciones. Parece una plaza del norte de Europa.

5-Deja vu : Tener tanto sitio para caminar es más cómodo, pero, al haber poca gente, parece que la Navidad hubiera pasado ya y sólo quedaran los restos : turistas, desorientados, gente que no tiene nada mejor que hacer.

6-Móviles : Buscamos puestos con figuras para el Belén. Daniel no quiere, después de ver el de mi madre, que sigamos con uno en el que hay figuras de Playmobil. Tiene bastante claro qué es lo que necesitamos. Nos paramos en todos. En muchos de ellos, los vendedores, chavales que parecen estar ahí obligados por sus padres, consultan los móviles. Es lo único que les importa.

7-Etiquetas : Los precios de las cosas son de cuando España iba muy bien y los billetes olían a ladrillo. Parece que estuviéramos en lo alto de una montaña prácticamente cubierta por la crisis, tratando de conservar el pasado usando como escudos esas etiquetas con precios que pocos pueden pagar. En unas pequeñas cajas hay animales diminutos. Cada uno lleva pegada una etiqueta más grande que él. Una pequeña paloma de metal que Daniel quiere cuesta un euro con cincuenta céntimos.

8-La chica que se interesa : Ve a Daniel dudando entre una caja con el misterio y tres pastores y otra más barata sin pastores. Se ofrece a acercarle las dos para que las compare. Parece agradecida de que un niño se interese por lo que expone. Daniel se lo piensa, sabiendo que tiene que dejar dinero para un puente, una pequeña casa, dos palomas, un pollo y un pájaro sin identificar. Le compramos un misterio a la chica que se interesa.

9-El viejo torero : Después de estar una hora y media entre puesto y puesto. Vemos a un hombre disfrazado de torero esperando que alguien eche una moneda en una caja que tiene delante. Daniel me pide una moneda para saber qué hace. Se la doy, la echa, y el torero da unos pases con el capote. Al terminar se quita la montera y saluda a Daniel. Veo que tienen una pequeña charla.

10-Diptongo : De vuelta en el metro, jugamos a Diptongo. Pierde el que responda cualquier otra cosa que no sea "diptongo" a las preguntas del otro. Parece fácil, pero no lo es. Por eso es tan divertido.

miércoles, 8 de junio de 2011

Botella de Matarromera 2007 : 26 euros

Al final del estrecho pasillo en el que está la barra, se encuentra en restaurante. Siete mesas preparadas sin ocupar. Con niños, se vive una hora por delante y los comedores suelen estar vacíos : te alejas de las costumbres de tu ciudad pero te acercas a Europa, donde las familias deben tener hijos y mas hijos, que todos deben de haber visto Sonrisas y Lágrimas, mientras aquí nos da por Torrente.

El camarero, que habla con acento del este más allá de Cuenca, más allá de Italia, nos ofrece la mesa que queramos. Elegimos la más alejada de la barra por temas de tranquilidad, pero al rato cambiamos de opinión y decidimos que preferimos el bullicio de la barra, que es más nuestro, al olor a pis que sale del servicio que tenemos al lado. Como no tengo el olfato muy desarrollado, no sé si huele a pis o a orina. El caso es que huele.

Nos sentamos a la mesa. María va mirando la carta con los platos mientras yo repaso la de vinos. No hay mucho dónde elegir, pero lo poco que se ofrece es bueno : ahí tienen un Matarromera intentando llegar a la línea de meta antes que el Arzuaga. Ojalá pudieran ganar los dos, pero no puede ser.

Nos cambiamos las cartas. Veo que hoy sábado tienen menú, lo que le permitiría a un economista con olfato seguirle la pista a la crisis, siempre que el olor que sale del baño no le distraiga. Lo que encuentro en el menú me gusta y a María la opción también el parece bien, así que hago cálculos y veo que así podemos incluir un buen vino. Le doy un pequeño empujón al Matarromera para que pase el primero por meta.

El camarero del este toma nota y cuando llega a la barra repite a grito limpio las bebidas que han pedido los enanos. Eso les hace mucha gracia. Así son las cosas en este restaurante típico cercano a la Plaza Mayor. Lo de típico no lo digo yo, sino la presencia de unos extranjeros que han ocupado la mesa grande que tenemos al lado. Tienen la piel blanca, el pelo blanco y los ojos azules. Y los hay de los dos sexos, como aquí. Al hablar, estiran mucho los dedos al pedir dos cervezas, repitiendo el pedido como el que pasa la brocha dos veces para que no queden huecos de sentido. O de significado, qué se yo. Por eso repite las cosas el camarero, que se ha hecho, quizás sin saberlo a los usos y costumbres de los extranjeros.

Atendidos los extranjeros, que durante el resto de la comida acompañarán las raciones con mojitos (a saber qué páginas de internet han consultado para preparar esta visita), el camarero viene a nuestra mesa a traer las bebidas de los enanos. Después viene con nuestro vino. Le quita el corcho, se lo mete en el bolsillo, deja la botella en la mesa y se va.

Sin más. Así se abren las botellas al estilo oriental del este.

Así que María y yo nos quedamos sorprendidos, desencantados, anímicamente en un estado semejante al de la lechuga después de pasar varios días en un tuper en la nevera. Si me dan a elegir entre u Matarromera bien servido con vados de plástico y esta ceremonia estoica con copas de cristal, me quedo con lo primero.

La comida es rito, teatro, escena. Y uno de los momentos principales es el del vino. Echo de menos a esa camarera del Clericó que se encuentra en Diversia (Madrid, España, grupo de los PIGS). Ahí los vinos son buenos son mejores gracias a esa camarera morena y con coleta que sabe marcar perfectamente los tiempos a la hora de servirlo. La presentación de la botella, el descorche, la entrega del corcho, el vino servido con la mano derecha, firme, a la distancia justa de la copa para que se pueda apreciar ya el color y el sonido al caer, la mano izquierda a la espalda, la forma en la que se vuelve a sostener la botella mientras se espera la aprobación del vino y como esa cierta distancia que ha mantenido hasta ese momento, un punto teatral, desaparece cuando se da el visto bueno y, ya sonriendo, llena las dos copas hasta el punto justo.

Sin ella, esta botella de Matarromera está huérfana. Lo sabemos notros y lo sabe la botella, que parece no estar a la altura de su nombre. Tampoco la culpa es suya porque la comida no está a su nivel : poca faena puede hacer un torero frente a un toro de cartón. Mis pimientos rellenos son de lata (podría decir la marca) y el título de emperador de lo que me sirven debió pertenecer al abuelo, no al pescado, sin título, que veo en el plato.

Nos bebemos el Matarromera con la esperanza de que el próximo sorbo mejore, pero en el fondo sabemos que va a ser imposible que el vino remonte. De esto sacos dos lecciones importantes. La primera es que, para disfrutar en un sitio como éste no necesitas más que un plato combinado de lomo con huevos fritos y una Fanta de naranja. Ahí están los enanos, como prueba, felices. La segunda es que, tal vez, la guía de viajes los extranjeros es mucho más sabia de lo que parece y lo que realmente hay que hacer en este sitio es combinar calamares con mojitos. Tal vez haya que ver la cosas como si fuera un turista.

Me giro para ver qué han tomado de postre, pero en la mesa ya no hay nadie. Las demás ya están ocupadas por gente de bien que come a horas normales.

Del baño sale un cocinero de rasgos orientales, de algún país que está mas al oriente que el lugar de nacimiento del camarero. Lleva un pequeño gorro blanco en la cabeza. Lo lleva con esa falta de fe con la que visten su uniforme esos capitanes de agua dulce que se limitan a llevar a los turistas de un lado a otro del lago.

miércoles, 1 de junio de 2011

IPC acumulado en tres años : 5,2%

Ser pobre es bueno para la salud. Si eres pobre, la cantidad que puedes invertir en un plazo a tres años es poca y no pasa nada si la mujer que te atiende en el banco te confirma que :

-No, no ha habido ningún rendimiento.

Y sigue un silencio tranquilo, de picnic de domingo, ese preciso silencio que va desde el momento en el que se extiende la manta y se abre la cesta para sacar la comida, toda tan rica y tan apetitosa (Todo está rico y apetitoso y tienes hambre). Y hace sol. Y parece que no hay mucho bichos (una mariposa por ahí, sí). Y los niños jugando sin gritar. Y ese aire suave al que le vendría tan bien una ropa recién lavada para agitarla, convirtiendo todo en un anuncio de suavizante. Este silencio.

-Ya sabes que estaba referenciado a una cesta de valores

Si la cantidad hubiera sido alta, en ese momento me habría cogido un buen cabreo, alentado por los latidos de mi corazón. Pero mi corazón en ese momento no dice nada, parece muy tranquilo.

-Lo confirmo, estoy muy tranquilo.

Pues, me digo, no pasa nada, porque no he perdido lo que he invertido. La mujer me mira y yo la miro. Qué le vamos a hacer si la cesta no sube. Me fijo en la grapadora, en su tarjeta, apoyada en una pequeña repisa de plástico, en sus manos sobre el teclado y, puestos a mirar, en los columpios del jardín que hay enfrente. En un día como éste no merece la pena enfardarse

Supongamos que fuera lunes y estuviera lloviendo y que la mujer que me atiende no estuviera de buen humor. En ese caso podría enfadarme porque lo cierto es que, en esos tres años, los precios han subido un 5,2% de media. Y el cálculo es muy fácil : si no has obtenido esa rentabilidad, eres más pobre.

En este momento, la mujer debería haberme dicho :

-No, no ha habido ningún rendimiento, así que eres un 5,2% más pobre. Tu poder adquisitivo ha bajado un 5,2%. Con este dinero te van a dar un 5,2% menos de lo que podrías haber comprado hace tres años.

Te cuentan la historia de la cigarra y la hormiga y tú te esfuerzas por ser la hormiga para cubrir todas esas necesidades básicas que este Estado, dentro de poco, va a dejar de ofrecerte porque cada vez le va a quedar menos dinero en el bosillo, después de pagar deudas, para atenderte y tenerte contento y que así no le montes minirrevoluciones y les sigas votando. Quiero ser la hormiga, pero lo que no se dice en el cuento es que la cigarra es mucho más lista que la hormiga.

La cigarra sabe que la inflación va a ir por encima del rendimiento del dinero. Y eso porque los bancos tienen tantas pérdidas a punto de aflorar que no pueden perder dinero ofreciéndote unos intereses altos, porque la Bolsa algún día tendrá que adaptarse a lo que en realidad sucede, momento en el que empezará otra fiesta con más gente bailando y menos sillas, y porque los recursos cada vez son más escasos y vamos a tener que pagar más por lo mismo.

La cigarra lo sabe y tú, que eres gilipollas, no.

Entré en la sucursal siendo pobre y salgo siendo un poco más pobre. Poca cosa. También podría haber salido siendo un poco más rico, pero habría sido una riqueza mínima, para gastarla en una buena comida. Como no ha sido el caso, habrá que conformarse con ese picnic con mortadela, bebidas de marca blanca, vino de roble y cuatro tigretones. Ojalá tuviera un gato para montar un ovillo con todos estos razonamientos y dárselo para que juegue por ahí y así tener la mente en blanco.

Con la mente en blanco todo está bien y puedes ver pasar la tarde tomando chupitos de suavizante de Bosque Verde, la bebida oficial de las hormigas.

jueves, 7 de abril de 2011

Caja de gomas de 100 gramos : 0,95 euros

En el camino de ida, Lucía rompe la goma que le sujetaba su colección de cromos de Bob Esponja. Me la da para que se la arregle. Hago un nudo fuerte y al probar su resistencia, la goma se vuelve a romper. No hemos llegado muy lejos, no, porque la goma sigue rota pero ahora con un nudo del que salen dos trozos pequeños, como esquejes.

Lucía me mira con una intensidad de adolescente en los ojos. En unos minutos parece haber pegado un estirón de personalidad : ya no es la niña que me pasó la goma. Afortunadamente no tiene lenguaje de adolescente y su queja se queda sin palabras, pero con un silencio rotundo, de un material capaz de resistir la explosión de varios núcleos radioactivos. Así es ella.

-Cuando volvamos, te compro unas gomas – le digo.

Y me vuelvo hacia la carretera como si nada, repitiéndome para que no se me olvide: tengoquecomprargomastengoquecomprargomastengoquecomprargomas.

En el camino de vuelta, les dejo en casa y me acerco a por las gomas. En el Opencor sólo tienen un paquete de gomas de tamaño industrial. Es grande y abultado, como si estuviera lleno de fideos chinos. Me quedo pensando delante de ese paquete, sopesándolo en la mano, en una postura y una actitud que provocaría la sospecha del vigilante de la puerta, atento, supongo, a comportamientos con los míos.

Pienso : ¿Cuál es la cantidad de gomas que una persona consume en su vida? Por muchas que sean, aquí hay para varias vidas o para varias generaciones. Cómo pesa el paquete. ¿Y pagar lo que me piden por sólo una goma que le debo a Lucía?.

En el Opencor me da por pensar porque me parece un sitio extraño. Es una tienda de algo en la que comprar pan, o un video, o el periódico, o una tarjeta de San Valentín, o una botella de vino o cinta para embalar o una lata de mejillones. Pero no sé qué es ese algo. Esa indecisión hace que me sienta incómodo cada vez que entro. No me la tomo muy en serio porque la veo como la versión cara de un local de chinos. Opencol. El yogur que te compras en los chinos te lo comes de pie en el salón viendo sin interés lo que ponen en la tele. El mismo yogur, pero del Opencor, te obligas a tomártelo sentado, en silencio, pensando en cada cucharada.

Pienso mucho en el Opencor. Decido llevarme el paquete de gomas.

Pienso : ¿Cuánta gente habrá comprado un paquete como éste en el Opencor? ¿A qué tipo de urgencia responde que no puede esperar unas horas para acudir a una papelería normal?.

Encuentro a Lucía en su mesa, escribiendo los nombres de sus compañeros de clase en un cuaderno cuadriculado. Sonríe al ver que he encontrado las gomas. Daniel aún me ve como quiere verme. Lucía ya me empieza a ver como soy, por eso se sorprende de que siendo domingo haya solucionado el problema de las gomas.

Con esa sonrisa, los niveles de radioactividad desaparecen al instante y uno podría darse un baño sin miedo en las piscinas de refrigeración.

-Toma – le digo.

Abre el paquete y mete sus manos dentro. Las saca llenas de gomas. Sé que nos pedirá una muñeca, un curso de esquí, la ropa que ha visto en un escaparate, un coche de verdad, un perro de mentira, lápices para pintar, un cuaderno nuevo, dinero para un viaje, palomitas en el cine, una botella de agua, otra botella de agua, huevos fritos sin la yema, mejillones, estos zapatos, y aquellos, y aquellos, otro móvil porque el anterior se le rompió, y el otro lo perdió, y el otro se lo quitaron, y el otro se quedó antiguo, y esos pendientes que hacen juego con esa pulsera que hace juego con ese collar que hace juego con esos pendientes, y este libro, y ese otro, y más rotuladores para pintar, y ropa para una muñeca, y una diadema, y unos vaqueros con los que se vea mejor, y un curso en Londres o en Roma o en Tokio, y después otro curso, y unos zapatos, y más libros, y un reloj, y dinero para ir al cine con gente de clase, con unas amigas, con un amigo, y un billete para el metro, para el autobús, una entrada para un concierto cerca de casa, una entrada para un concierto lejos de casa, dinero para comprarle un regalo mejor a una amiga, dinero para un taxi y poder llegar a casa a tiempo, más cromos de Bob Esponja, de los que huelen, una pelota de plástico, un pijama para el bebé.

Todo eso y más. De esa lista, viendo ahora sus manos llenas, sé que puedo borrar las gomas elásticas.

lunes, 21 de marzo de 2011

Botella de Prima 2007 : 9,85 euros

En esta visita a la tienda de vinos descubro que han incluido muchos nuevos, entre ellos un Pingus o un Vega Sicilia de más de cien euros. Cien euros. Pienso que el que se gaste cien euros en una botella o ha probado todos los que existen por debajo de ese precio o quiere un vino que combine con su gran y brillante 4X4.

Con esas referencias, me siento un poco culpable por llevarme dos botellas de 9,85 euros cada una. Es curioso lo bien que crece la culpabilidad en cualquier entorno, como las malas hierbas.

-¿Algo más? – me pregunta.
-No gracias – respondo. Sólo por ver su cara, me gustaría que la conversación hubiera sido algo distinta.

Opción B :

-¿Algo más? – me pregunta.
-No gracias. Bueno, espera, sí, dame cinco Pingus.

Me llevo dos botellas y no una o tres por varias razones, todas ellas finas y flexible como radiografías. En primer lugar, porque tiene que ser un número par. En segundo lugar, porque tienen una bolsas de papel marrón para dos botellas que me gusta, con el asa formada por una dura tira rectangular que se dobla en los extremos de una forma interesante, como un ejercicio de origami industrial. Y en tercer lugar, porque me encanta el sonido que hacen dos botellas de vino cuando se golpean suavemente. No sé si ese sonido es típico de cualquier botella de cristal chocándose con otra, pero no sería raro que el propio contenido de la botella influyera, aunque de una manera imperceptible, en el sonido final.

Dos botellas, una bolsa, 19,70 euros y, después de comprar una tarta de chocolate, nos vamos a casa de unos amigos.

En el camino, recuerdo que compré una botella de Vega Sicilia unas Navidades como homenaje a mi padre. La abrimos, nos la bebimos después de brindar por mi padre y comentamos que no merecía gastarse ese dinero. Quizás porque no tenemos paladares clásicos. Creo que mi padre habría pensado lo mismo, pero como tardaba en manifestarse, nos bebimos su parte.

Termino con el recuerdo en el momento en el que llegamos a la casa de los amigos. La casa es grande, con tres pisos y un jardín trasero perfecto para tener una tortuga y dos niños. Ellos, como nosotros, también aman a los animales.

Como hace buen tiempo, cuando los niños se comen su pasta y su pollo empanado, salen a jugar al patio con la tortuga, que ayer terminó de hibernar.

-Hala, a ver qué es lo que ha pasado en el mundo.

Nos maravillamos de la exactitud con la que sale de su agujero a dos días de que empiece la primavera. No sé si es que la Naturaleza es sabia o que la han despertado los terremotos de Japón y las bombas de Libia.

-¿Quién coño va a hibernar así?.

Le doy la razón a la tortuga, que se llama Andrea y tiene decenas de años acumulados ya en su concha, dura, rugosa y cubierta todavía de tierra seca. La tortuga sólo habla aquí, porque afuera no se la oye decir nada, a pesar de que los niños se la llevan de un lado a otro, sometiéndola a todo tipo de pruebas de stress, como si fueran funcionarios de Bruselas soplando a las Cajas para ver si los cerditos, refugiados en ellas, soportan el temporal.

Comemos entonces los mayores a una hora extraña. Comemos, bebemos y hablamos. Bebemos y hablamos. Bebemos. Hablamos.

Abrimos una de las botellas al empezar a comer y nos la terminamos con el café. En ese momento, estamos hablando de la importancia de ese último vals en el final de El Gatopardo. Es una combinación lógica en una casa de músicos en la que, a la izquierda, veo una estantería con libros y, a la derecha, un piano de cola contra el que rompe la rutina diaria dejando juguetes de niño debajo de él y notas, más libros y partituras encima.

Me da por pensar que hemos llegado a ese último vals gracias a este vino, que no nos encontraríamos ahí de haber bebido agua, cerveza o vino blanco. Me gusta creérmelo porque me sirve para reconocerle otra virtud más y porque así, cada vez que vea una botella de Prima, me acordaré de Lampedusa, la tortuga, el vals y esta sobremesa.

¿Y por qué es importante ese vals? Si habéis llegado hasta aquí, en este post tan largo, merecéis saberlo, aunque espero que quien me lo contó acabe explicándolo mejor en algún libro. El vals es un baile extraño porque, por un lado, rompe con las estructuras más rígidas de bailes anteriores, liberando a la pareja que lo baila : ese movimiento circular, contrario a las agujas del reloj, parece bastarse a sí mismo y no necesitar a nadie del exterior para ser ejecutado. Pero, frente a esa libertad exterior, surge un vínculo único entre las personas que lo bailan, que no puede romperse porque no existe la posibilidad de cambiar de pareja en el vals. Cuando Don Fabrizio baila con Angélica al final de El Gatopardo, lo que hace es anunciar el tipo unión que se establece entre la burguesía y la aristocracia.

Para compartir ese movimiento circular con nuestros pensamientos, terminada la botella de Prius, abrimos otra, ésta de Galicia. Todo, claro, por seguir avanzando en el tema de la danza y la literatura, que es más importante de lo que pensáis. La próxima vez que aparezca un vals en un libro de Jane Austen, no corráis por las páginas y prestad atención a la música.

En Emma, por ejemplo.

jueves, 3 de marzo de 2011

Menú del día : 10 euros

El menú del restaurante donde comemos sigue a diez euros. No sé por cuánto tiempo. En la gasolinera que está cerca, el precio del diesel sube cada día. Ayer, estaba a 1,282. Hoy, a 1,302. Eso es un 1,6 % en un día, pero, como el euro tiene tantos céntimos detrás, los incrementos se disimulan, como la mierda debajo de la alfombra. El euro es una gran moneda si vendes y una mierda si compras.

Estábamos con el menú. Me sorprende y no me sorprende que siga con el mismo precio. Como tengo un poco de tiempo y seguís leyendo hasta aquí, me voy a detener en las dos cosas. Me sorprende porque los precios de los alimentos no dejan de subir. Como la Bolsa no convence (y se teme que empiece a crujir), los que tienen dinero de verdad se dedican a invertirlo en los alimentos para que ahí crezca, se reproduzca y tenga hijos altos y robustos como porteros de discoteca, en vez de las monedas que tu banco te deja caer en la mano cuando habla de intereses.

-¿Y el botón?
-También es parte del interés.

Así que sube el precio del café, de la leche, del azúcar, del maíz o del trigo. Una subida que puede deberse no sólo a movimientos meramente especulativos, sino también a problemas de la oferta o al aumento del precio del petróleo. O todos a la vez, lo que lo convierte en una macabra danza entre tres en la que te apetece de todo menos aplaudir y llevar el ritmo con los pies.

En resumen, que los alimentos suben. Por eso me sorprende seguir pagando diez euros por el menú, como hace un año.

Y no me sorprende cuando me fijo en el menú. Hoy, por ejemplo, acelgas y pollo al ajillo. Las acelgas venían solas, como si hubiera reñido con las patatas y las zanahorias. Daban ganas de escribir un poema sobre la soledad, el pueblo o tus padres en la posguerra. Algo noble y sencillo, cantando las virtudes de lo simple y puro acompañado por la guitarra de un cantautor comprometido. Como me faltaba inspiración y me sobrara hambre, me lo he comido todo antes de que llegara el cantautor.

Lo del pollo era distinto. Parecía que el cocinero le hubiera dado los mejores trozos a otro. Ahora sabía lo que sentía la cenicienta cuando la madrastra prefería a sus hermanastras. Al principio pensaba en mí, pero pronto le presté atención a ese pollo que era todo huesos, un pollo al que su madre miraría con pena :

-Tus hermanos lucirán sus sanos muslos en un anuncio del Kentucky Fried Chicken y tú no servirás ni para caldo
-Yo tengo otra vocación mamá. Mi vocación es ser modelo de pasarela.

Sí, el Kate Moss de los pollos. La vocación de ese pollo termina en mi plato, con cierto aire de derrota, como esos libros de pasta dura que se ofrecen a precio de saldo. Trato de sacar un poco de carne sin demasiado éxito.

La lección está clara pero la dejo escrita para aquellos que sólo lean los titulares de Mou en la prensa deportiva. Los precios no suben, pero la calidad baja. Es así de sencillo.

Baja la calidad del pollo, del aire que respiras, de los políticos que escuchas, de los comentarios de los tertulianos, de tus propias ideas (que antes, admítelo, tenían mucho más nivel), del futuro que imaginabas para tus hijos (esto sí que duele, tengo que reconocerlo), de tu tiempo de sueño y hasta la de tus amigos (que te reprocharán a ti lo mismo que tú les reprochas a ellos : el poco tiempo que hay para verse)

¿Y qué queda para animarse? Sencillo : er furbo y este blog, claro.

sábado, 5 de febrero de 2011

Entrada para "Enredados" en 3D : 10,5 euros

Empecemos sin rodeos : Que viva Pixney y el equipo que ha hecho "Enredados". Me habría tatuado esta frase al salir del cine si, en plena euforia, hubiera encontrado quien me lo hiciera, pero los únicos tatuajes disponibles eran los que venían en los bollos de Hello Kitty.

Y eso que tenía miedo de encontrarme con una historia típica que sirviera para vender camisetas o mochilas a los niños, pero la película que han hecho me ha dejado sin palabras.

(Mentira)

Sí, mentira. No os creáis ese tópico. Cuando algo es bueno, las palabras acuden al momento. El problema no es quedarte sin ellas, sino saber elegir las que mejor expresen lo que quieres decir. La impresión se mete en el probador y tú le vas dando frases para que se las pruebe. Esta no. Y te la devuelve. Esta no. Y te la devuelve. Esta tampoco. Y te la devuelve.

-Espera, eso de Pixney está bien.

Ya lo sé, por eso quería tatuármelo. Es justo y necesario deciros que podéis ir sin temor a ver esta película, a pesar de tener a una princesa y a un ladrón simpático como protagonistas. John Lasseter está en el banquillo. Y lo que el bueno de John, lo que el grande de John, lo que el inmenso de John ha hecho con esta historia es sentar cátedra. Alabado sea John.

-No, no es para tanto.
-¡Hombre, John, tú por aquí! ¡Sí que lo es! Con las historias de Pixar es fácil mantener el nivel, pero lograrlo con una historia tan ajena a Pixar como ésta era un reto. Es como entregarte la plantilla del Madrid y meterle cinco goles al Barça.
-Ya será menos. Bueno, te dejo, que a ver si viene Mou y nos lanza una botella de agua.

He aquí una película en la que apenas hay grasa y donde todo funciona a la perfección gracias a un gran guión. Al final, todo es tan sencillo como esto y aunque uno se imagina al equipo navegando en un mar de dólares, el éxito depende de una buena historia, algo que cualquiera puede escribir en su casa, meter en una botella y lanzar por la borda, esperando que llegue a una playa de inversores con ganas de meter todo el dinero que haga falta.

Los que sueñen con convertirse en guionistas me dirán que ya saben lo importante que es un guión y que eso ni les ayuda a escribir uno bueno ni a alejar la posibilidad de tener que ganarse la vida preparando el modelo 110 para Hacienda. Bueno, aquí va otra reflexión menos ambigua y más práctica : el nivel del guión es tan alto porque los de Pixney no corren como galgos deseando llegar al final. Muchas veces parecen esos titiriteros callejeros que tuvieran que mantener tu atención en cada momento para asegurarse las monedas al final.

-Eso me ha gustado.
-Gracias de nuevo, John.
-Ahora sí que me marcho de verdad, a ver si el Mou ese acaba apareciendo.

Y a fe que lo hacen (llevaba tiempo deseando usar esta frase y me parece que aquí no viene mal). Mires donde mires, los de Pixney cuidan el detalle, como si al lema punk del “no hay futuro”, le añadieran “ni pasado, sólo el aquí y ahora”. Un buen ejemplo de esto es la parte de la taberna del patito frito : aparentemente es algo secundario pero, por sí misma, ya justificaría el precio de la entrada y el descorche de algún buen Ribera del Duero. De ella podrían sacarse detalles finos y sabrosos, como trozos de jamón cortados por un experto.

De hecho, esa parada en la taberna del patitio frito puede verse como el punto en el que una historia de Disney se mezcla con el tono un tanto canalla de Pixar (y que busca sin conseguir la gente de Dreamworks) para ofrecer, desde entonces, un producto Pixney. Entre esos indeseables y matones está Lasseter y su equipo dispuestos a darle a la princesa lo que ella necesita (en términos de guión, no vayamos a tener problemas)

-Necesito un nueve.
-Mou, perdona, pero no estamos hablando del Madrid.
-Ok. Pero no quiero que escribas el nombre de Valdano. Me marcho.

Podría detenerme más en las escenas, pero eso desvelaría unos momentos que es mejor que cada uno vaya disfrutando. La única recomendación es que conviene fijarse en todo : los de Pixney saben lo que tú sabes y van dos pasos por delante. Ver esta película es como cortar el roscón de reyes y que cada trozo lleve un regalo. Tú solo tienes que sentarte y comer, y comer, y comer. Comen tus ojos, y tu cerebro, y hasta tu corazón, que ésta es una historia de Disney y al final es ahí donde dirigen sus flechas, no nos engañemos.

En fin, que es de las pocas películas de las que se sale con ganas de hablar, de reconocer así el buen trabajo que se ha hecho. Como ocurre con Mad Men o Breaking Bad. Es tan grande mi agradecimiento a John, que me gustaría crear un fondo para clonarles a él y a Miyazaki y así asegurar el talento para futuras generaciones. Voy a ver qué tengo en el bolsillo.

En lo que cuento las monedas, aprovecho para hablar de la extraña sensación que me provocó ver ese unicornio en la parte final de la película y encontrarme a la salida una fotografía de Harrison Ford anunciando “Morning glory”.

Ya está. Me temo que con el dinero que tengo, sólo da para que se enfríen los pies en un cubo de hielo.