miércoles, 8 de junio de 2011

Botella de Matarromera 2007 : 26 euros

Al final del estrecho pasillo en el que está la barra, se encuentra en restaurante. Siete mesas preparadas sin ocupar. Con niños, se vive una hora por delante y los comedores suelen estar vacíos : te alejas de las costumbres de tu ciudad pero te acercas a Europa, donde las familias deben tener hijos y mas hijos, que todos deben de haber visto Sonrisas y Lágrimas, mientras aquí nos da por Torrente.

El camarero, que habla con acento del este más allá de Cuenca, más allá de Italia, nos ofrece la mesa que queramos. Elegimos la más alejada de la barra por temas de tranquilidad, pero al rato cambiamos de opinión y decidimos que preferimos el bullicio de la barra, que es más nuestro, al olor a pis que sale del servicio que tenemos al lado. Como no tengo el olfato muy desarrollado, no sé si huele a pis o a orina. El caso es que huele.

Nos sentamos a la mesa. María va mirando la carta con los platos mientras yo repaso la de vinos. No hay mucho dónde elegir, pero lo poco que se ofrece es bueno : ahí tienen un Matarromera intentando llegar a la línea de meta antes que el Arzuaga. Ojalá pudieran ganar los dos, pero no puede ser.

Nos cambiamos las cartas. Veo que hoy sábado tienen menú, lo que le permitiría a un economista con olfato seguirle la pista a la crisis, siempre que el olor que sale del baño no le distraiga. Lo que encuentro en el menú me gusta y a María la opción también el parece bien, así que hago cálculos y veo que así podemos incluir un buen vino. Le doy un pequeño empujón al Matarromera para que pase el primero por meta.

El camarero del este toma nota y cuando llega a la barra repite a grito limpio las bebidas que han pedido los enanos. Eso les hace mucha gracia. Así son las cosas en este restaurante típico cercano a la Plaza Mayor. Lo de típico no lo digo yo, sino la presencia de unos extranjeros que han ocupado la mesa grande que tenemos al lado. Tienen la piel blanca, el pelo blanco y los ojos azules. Y los hay de los dos sexos, como aquí. Al hablar, estiran mucho los dedos al pedir dos cervezas, repitiendo el pedido como el que pasa la brocha dos veces para que no queden huecos de sentido. O de significado, qué se yo. Por eso repite las cosas el camarero, que se ha hecho, quizás sin saberlo a los usos y costumbres de los extranjeros.

Atendidos los extranjeros, que durante el resto de la comida acompañarán las raciones con mojitos (a saber qué páginas de internet han consultado para preparar esta visita), el camarero viene a nuestra mesa a traer las bebidas de los enanos. Después viene con nuestro vino. Le quita el corcho, se lo mete en el bolsillo, deja la botella en la mesa y se va.

Sin más. Así se abren las botellas al estilo oriental del este.

Así que María y yo nos quedamos sorprendidos, desencantados, anímicamente en un estado semejante al de la lechuga después de pasar varios días en un tuper en la nevera. Si me dan a elegir entre u Matarromera bien servido con vados de plástico y esta ceremonia estoica con copas de cristal, me quedo con lo primero.

La comida es rito, teatro, escena. Y uno de los momentos principales es el del vino. Echo de menos a esa camarera del Clericó que se encuentra en Diversia (Madrid, España, grupo de los PIGS). Ahí los vinos son buenos son mejores gracias a esa camarera morena y con coleta que sabe marcar perfectamente los tiempos a la hora de servirlo. La presentación de la botella, el descorche, la entrega del corcho, el vino servido con la mano derecha, firme, a la distancia justa de la copa para que se pueda apreciar ya el color y el sonido al caer, la mano izquierda a la espalda, la forma en la que se vuelve a sostener la botella mientras se espera la aprobación del vino y como esa cierta distancia que ha mantenido hasta ese momento, un punto teatral, desaparece cuando se da el visto bueno y, ya sonriendo, llena las dos copas hasta el punto justo.

Sin ella, esta botella de Matarromera está huérfana. Lo sabemos notros y lo sabe la botella, que parece no estar a la altura de su nombre. Tampoco la culpa es suya porque la comida no está a su nivel : poca faena puede hacer un torero frente a un toro de cartón. Mis pimientos rellenos son de lata (podría decir la marca) y el título de emperador de lo que me sirven debió pertenecer al abuelo, no al pescado, sin título, que veo en el plato.

Nos bebemos el Matarromera con la esperanza de que el próximo sorbo mejore, pero en el fondo sabemos que va a ser imposible que el vino remonte. De esto sacos dos lecciones importantes. La primera es que, para disfrutar en un sitio como éste no necesitas más que un plato combinado de lomo con huevos fritos y una Fanta de naranja. Ahí están los enanos, como prueba, felices. La segunda es que, tal vez, la guía de viajes los extranjeros es mucho más sabia de lo que parece y lo que realmente hay que hacer en este sitio es combinar calamares con mojitos. Tal vez haya que ver la cosas como si fuera un turista.

Me giro para ver qué han tomado de postre, pero en la mesa ya no hay nadie. Las demás ya están ocupadas por gente de bien que come a horas normales.

Del baño sale un cocinero de rasgos orientales, de algún país que está mas al oriente que el lugar de nacimiento del camarero. Lleva un pequeño gorro blanco en la cabeza. Lo lleva con esa falta de fe con la que visten su uniforme esos capitanes de agua dulce que se limitan a llevar a los turistas de un lado a otro del lago.

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