viernes, 22 de enero de 2010

Botella de “Habla del silencio” : 10,95 euros

Lo primero que me viene a la cabeza cuando me anuncian mi despido por la mañana son los Kung San. Los Kung San son una comunidad de cazadores-recolectores de África de la que echan mano los antropólogos para explicar el concepto y la relevancia de los ritos de paso, esas ceremonias en las que la comunidad reconoce los cambios de relación del individuo con el resto del grupo.

Si mi jefe hubiera sido un Kung San, es posible que la noticia hubiera tenido un componente cultural significativo y que, no sé, veinte hombres con pintura de guerra hubieran atravesado con sus lanzas mi contrato de trabajo arropados por los cantos de cincuenta mujeres en trance. En vez de eso, los dos nos quedamos callados un rato.

-Ya sabes que apenas ha habido ventas y que más pronto o más tarde nos iba a tocar a los de financiero.

No puedo decir que la noticia me pille de sorpresa. Desde hace varias semanas los jefes han ido sacando nuevas versiones del presupuesto de este año según iban despidiendo a la gente. En la primera, en Septiembre del año pasado, aparecíamos todos nosotros, orgullosos y ordenados como una legión romana en formación. En la que me pasaron ayer, la dieciséis, la escena recordaba a la del perdido y derrotado ejército griego descrito por Jenofonte en su camino a casa. Mi nombre estaba ahí, pero se ve que no era la versión definitiva y que me quedaban un par de páginas en la Anábasis. Al enterarme de que me echan me encuentro en una extraña situación en la que sigo perteneciendo al equipo pero ya sé que no voy a volver a aparecer en la alineación de las próximas nóminas.

-Tienes hasta final de mes. Si puedes, intenta que el 190 y el 347 se queden hechos.

Descubro que en una empresa con problemas, los del departamento financiero somos como esos soldados a los que Gengis Khan ordenó que, tras su muerte, asesinaran a los que cavaran su tumba para que nadie supiera dónde estaba enterrado, sin sospechar que a otro grupo de soldados se les pidió que, una vez que hubiéramos cumplido nuestro objetivo, nos liquidaran también a nosotros.

-Ya lo enseña la historia.
-¿La económica?
-No, la de los mongoles.

Después de la reunión con mi jefe, las horas pasan y no dejo de sentirme incómodo, como si caminando por el desierto me dijeran que con el último paso dado hubiera entrado en otro país. Lo malo de nuestra sociedad es que no crea ritos de paso y que los que tiene se han quedado sin significado, como esos links en los que uno pincha y te llevan a páginas que ya no existen. Lo que uno necesita es una buena aduana con un policía suspicaz que te mire el pasaporte y lo agite con la violencia con la que un ama de casa sacude un mantel con migas para que caigan todas las sospechas. Un buen golpe de sello en la hoja es la confirmación de que ya se camina bajo otra bandera.

Una parte de mí quiere ser obediente y dejarlo todo listo pero a otra lo del 190 y el 347 le suena ya a líneas de autobuses. Cojo un folio y empiezo a dibujar un autobús de la línea 190 repleto de griegos desmoralizados cantando el himno del Atleti, que seguramente ya se le ocurriera a algún griego de entonces en la espera de que alguien fundara un equipo que estuviera al nivel de su letra.

Antes de meterme en el metro me doy un paseo por la zona de Chueca por si encontrara alguna señal de qué hacer con mi vida cuando definitivamente deje de ser un trabajador para convertirme en un parado. No me sorprende encontrarme en una tienda de vinos leyendo las etiquetas de las botellas que no conozco. El vendedor, con una confianza y una seguridad en sus conocimientos similar a la que los griegos de Jenofonte necesitaban en su líder, me recomienda dos vinos. Uno de ellos es “Habla del silencio”. El otro, “Opta”. Pienso en los nombres y en que a veces la realidad se permite ciertos detalles que la literatura evitaría.

-El primero es mucho más fuerte – me dice. Y basta eso para que me lo lleve.

Pienso en el nombre de la botella de vino en el metro y en su posible significado. Tiene un punto zen que me gusta y nada más llegar a casa la abro para que se vaya aireando. Preparamos la cena en el salón con Bob Esponja de fondo. Le cuento a María lo que ha pasado y me mira tranquilamente, como si yo fuera un libro del que ya hubiera leído las siguientes veinte páginas. Levanta su copa de vino pidiéndome que le sirva.

-Por tu nueva etapa – dice.

No es una Kung San pero como rito sirve. Probamos el vino y asentimos en silencio.

jueves, 7 de enero de 2010

Plato de humus y confit de pato : 8,36 euros.

Sea el restaurante que sea, siempre hay dos momentos en los que tenemos que ir con alguno de los enanos al baño : cuando nos van a tomar nota y cuando llegan con los primeros platos. Existe algún tipo de comunicación entre el intestino y la vejiga y la llegada del camarero que todavía no soy capaz de reconocer y que raramente falla.

-Pis

Hoy, en Bazaar, ha vuelto a ocurrir con Daniel en esos dos precisos instantes.

-Caca
-¿Pero no acabamos de ir al baño hace unos minutos?
-Sí, pero entonces no quería.

Repetimos el camino hacia los baños mientras el plato de humus con confit de pato se empieza a enfriar. Esta vez nos toca esperar a la salida de los servicios y cuando conseguimos entrar en un baño, al ver cómo han dejado la taza, imagino una escena de verano.

En la escena de verano hace mucho calor y el césped se está secando. El encargado del mantenimiento teme que se muera y, sin pensárselo dos veces, abre la llave de paso hasta el final para que los aspersores empiecen a girar violentamente cubriéndolo todo de agua.

-Espera a que limpie esto un poco – le digo a Daniel.

Esas son las últimas palabras toleradas que recuerdo haber pronunciado. Viendo todo el papel higiénico que tengo que recoger y tirar sin avanzar en mi objetivo de devolverle al baño su honor y dignidad, empiezo a soltar expresiones y palabrotas sin respetar la velocidad máxima. Me convierto en el pozo que encuentra un buen yacimiento y que comienza a expulsar petróleo sin importarle sobre qué o quién cae.

Daniel me mira sorprendido y no deja de decir.

-Esonosedicesonosedicesonosedice – Una frase que sale de su boca como la cinta interminable que el mago saca de la suya.

Le debo resultar sorprendente y pedagógico a la vez. Yo soy el que hace sólo una semana se extrañó al oírle preguntar en el coche.

-¿Qué quiere decir puta?

Y le respondió

-Nada.

Una respuesta un tanto rápida pero no demasiado tramposa, porque por mucho que se lo quisiera explicar, con cinco años no entendería nada. Sería como ofrecerle una escalera sin peldaños para subir. Cada palabra necesita su tiempo para ir ganándose su significado. La palabra mesa aprende a mantenerse en pie apenas nacida y a los pocos minutos ya corre sola. Otras, como madurez o vanidad, crecen despacio, igual que los muros de una catedral.

Esa urgente curiosidad por las palabras prohibidas comenzó hace diez días, cuando durmió con su primo, unos años mayor que él. En esa noche de saltos en la cama, risas y carreras por el pasillo, debió haber un momento en el que el primo le entregara unas cuantas palabras como perlas negras y le indicara cómo usarlas.

-Te las metes en la boca una a una y dejas que, después de chuparlas un poco, salgan las palabras.

-¿Y hostia se puede decir? ¿Y estúpido? ¿Y inútil?

Prueba todas ellas en cualquier lugar, pensando tal vez que nuestra respuesta fuera a depender de la hora o del sitio en el que nos planteara la pregunta. Parece entender lo que le decimos pero vuelve a insistir, como si en el fondo no comprendiera por qué unas se pueden pronunciar y otras no.

-Esonosedicesonosedicesonosedice.
-Ya lo sé, pero es que hay cerdos disfrazados de personas que vienen a comer a los restaurantes.

Daniel se ríe al instante porque se imagina, como yo, a un cerdo de pie haciendo pis. Me digo que, después de todo lo que ha escuchado en apenas cuatro minutos, he perdido bastante autoridad como para que me tome en serio la próxima vez que me consulte sobre un nuevo taco. O tal vez siga escuchándome al reconocerme una habilidad que, como la capacidad de abrir una caja fuerte, no se puede admirar en un policía pero sí en un ladrón.

Volvemos a la mesa y el humus ya está frío. Daniel parece contento, como si regresara de un sitio divertido y estimulante.

sábado, 2 de enero de 2010

Juguete para hacer pompas de jabón : 3 euros.

Los domingos por la mañana cierran la calle de Fuencarral al tráfico para que a los niños, en vez de atropellarles un coche mientras sus padres leen los titulares de los periódicos, se los lleven por delante otros niños en bicicleta, patinetes o patines, que siempre es más ecológico y da mejor imagen como ciudad candidata a los juegos olímpicos del próximo milenio.

Los niños que no tengan ganas de hacer deporte pueden esconderse en alguna librería o sentarse a escuchar un cuento a un titiritero que suele acudir casi todos los domingos. Este no es una excepción y cuando nos acercamos a donde se encuentra vemos que la zona más próxima al pequeño teatro que tiene ya está ocupada por niños. Detrás están los padres, con la cámara lista o repasando el correo en la Blackberry para demostrarse a sí mismos y a los demás lo involucrados que están con esa empresa que, cuando le parezca, les echará a la calle sin problemas.

-Bienvenidos a la función de marionetas. Al niño que sepa responder a algunas de mis preguntas, le daré cien puntos.

El titiritero tiene acento de algún país del Este, lo que resulta muy sugerente para un narrador. Aunque con la globalización las historias que un tendero de un barrio del Bronx publique en su blog nos resulten más cercanas que la vida de nuestros vecinos, de los que solo sabemos que él se ducha a las siete de la mañana, que ella pone canciones de Calamaro mientras desayuna y que los dos prueban la solidez de su cama los sábados por la noche (ella con más énfasis), lo del acento extranjero sigue funcionando. Quizás es que lo llevemos en los genes y olvidarse de las cosas resulte más difícil de lo que uno se cree. El titiritero lo sabe y parece que abusa un poco del acento, como si ya fuera una prótesis, pero ahí está los cirujanos estéticos, trabajando a dos manos para seguir demostrando que nos gusta que nos engañen.

Es la primera función de la mañana y tiene a todos sus títeres colocados encima de un trozo blanco de tela. Empieza a presentarlos uno a uno. Son personajes de los cuentos tradicionales perfectamente reconocibles : el granjero, el aristócrata, el leñador, la abuela, el lobo, el demonio verde.

-Falta el otro demonio, que está en casa porque se ha roto un brazo – nos explica.

Supongo que también a los adultos nos relaja el encontrarnos con personajes ante los que es fácil distinguir a los malos de los buenos. Yo mismo, cuando el titiritero va nombrando a cada uno, me descubro clasificándolos.

-Ése es bueno, ése es un cabrón, con ése hay que tener cuidado, ése es bueno.

La realidad es más compleja y ése que parece bueno, agarrándote suavemente del hombro, te invita a que te sientes y te propone un buen negocio.

-Unos fondos en Estados Unidos que dan muy buena rentabilidad, algo relacionado con las hipotecas, que allí son un tema seguro.
-La verdad es que esto no me convence.
-Pero hombre, si te digo la cantidad de fondos importantes que han invertido ahí. Y esos saben lo que se hacen.
-Ni hablar, que los bancos conjugáis muy fácilmente el futuro imperfecto.
-¡Espera, no te vayas! ¡Hombre, que me has arrancado el brazo!
-Si es que estaba muy flojo y te estabas poniendo muy pesado.

Una vez presentados todos los personajes, empieza la obra. La historia, como se descubre pronto, es bastante sencilla : Un granjero tiene una vaca que el demonio verde quiere robarle sin lograrlo. Exposición, nudo y desenlace en la misma frase. Esta historia, que podría acabar como tema de la tesis de algún Erasmus o como argumento de una obra alternativa en la que los actores hablen con la boca llena de patatas fritas, se nos presenta en su limpia y eficiente sencillez. Sin letra pequeña.

A los niños se les pide que avisen al granjero cada vez que el demonio aparezca y quiera llevarse la vaca. Todos parecen encantados de poder gritar sin que nadie les regañe y aprovechan para hacerlo a conciencia, como si su verdadero propósito fuera el de derribar alguno de los edificios que nos rodean. Veo que Lucía apenas abre la boca y que Daniel me mira cuando grita como intentando saber si me parece bien. Mi sonrisa le parece suficiente aprobación y sigue gritando como loco.

El cuerpo en ese momento me pide que empiece a gritar, pero con cuarenta años uno ya tiene metida la burocracia dentro de sí, así que, antes de abrir la boca, convoco a la moral y a las buenas costumbres, dos hermanas que siempre visten igual, a la educación, que acude con la raya del pelo perfectamente marcada, a la laringe, de la que quiero saber hasta dónde puedo forzarla, a la zona del estómago en la que nacen los buenos gritos, al cansancio que se acumula en los hombros como la eterna nieve en la cima de una montaña y a un oscuro enviado del subconsciente con traje negro y una flor amarilla en el ojal. Les pido que me digan qué hacer y cada uno señala para una parte.

Intuyo que a los demás padres les pasa lo mismo y se me ocurre una idea.

-Tengo una idea – le digo a María, que ve la obra con las manos en los bolsillos, con cara de frío.
-¿Sí?
-Podría hacer una obra como ésta para adultos. Pequeñas escenas muy sencillas. Un jefe que convoca a un trabajador para echarle. Un director de sucursal que se reúne contigo para decirte que no va a renovarte la póliza de crédito. Un político que te asegura que va a acabar con cuatro millones de desempleados denominando a los parados trabajadores activos con empleo negativo. Las representaría para que los adultos pudieran chillar como locos y desahogarse.
-Para eso ya está el fútbol.

Los niños siguen chillando, felices, y yo me pregunto para qué quiere un demonio verde una vaca, qué hay en la vida del granjero que el demonio envidie tanto como para quitarle lo que más aprecia. El titiritero no da pistas y cada uno tiene que encontrar el significado. Quizás el demonio verde sea la representación del miedo a perder lo poco que tenemos.

-Vaya, eso me viene bien – me dice el estudiante de Erasmus que prepara su tesis.
-Pues nada, a desarrollarlo – le digo, resignado.

Al final, gracias a la ayuda de los niños, el granjero descubre al demonio y empieza a darle patadas.

-Esta por querer quitarme la vaca. Esta por decir que nos niños son feos. Esta por decir que hay que mentir.

Una vez que el demonio verde recibe su merecido, el titiritero nos ofrece unos juguetes para hacer pompas a tres euros.

-Se los he comprado a los chinos un poco más baratos, pero el teatro tiene que mantenerse así.

Es curiosa la fascinación de los enanos por las pompas de jabón, por ese juego en el que el aire se convierte en algo visible. Me acerco hacia la zona del titiritero y veo que junto a las marionetas tiene un cartel en el que se ofrece para hacer obras rápidas y limpias a domicilio. Me cuesta imaginármelo con un mono azul haciendo una roza en una pared, pero tal como van las cosas, habrá que combinar la vocación con una profesión que dé dinero y acostumbrarse a vivir en esa eterna esquizofrenia. Los piratas, subidos a los lomos del kindle, ya asedian la fortaleza de los escritores después de haber arrasado con la de los músicos y los cineastas.

Les entrego tres euros a cada enano con la impresión de que me los estoy dando a mí mismo.