miércoles, 3 de febrero de 2010

Entrada para "En tierra hostil" : 7 euros.

No tener trabajo me permite estar en la sesión de las cuatro de los Renoir. Nada más sentarme en uno de los asientos rojos de la sala dos descubro cuánto he echado de menos el olor de este cine. Si me preguntaran a qué huele el cine, respondería que a esto. Sin él, las películas, aunque sean en alta definición, siempre me parecerán incompletas.

Me giro para ver cuántos somos y me digo que deben llamarla la sesión de las cuatro porque sólo somos cuatro personas en la sala. Da cierto reparo que toda la maquinaria se ponga en marcha solo para nosotros cuatro, como si se celebrara el Desfile de la Hispanidad para Bob Esponja. Me entran ganas de salir de la sala y de decirle al acomodador que no se preocupe, que basta con que me haga un resumen rápido de la película y que con eso me conformo. Llevo tan asimilado el discurso ecológico que no dejo de mirarlo todo con un sentimiento de culpabilidad verde que hace que no disfrute del hecho de estar ahí, después de tantos años, viendo una película en la primera sesión.

-Hombre, yo se la resumiría, pero es que no se trata de Avatar, tiene usted que verla.
-Pues no se hable más.

La película es “En tierra hostil” y la elijo porque tiene más premios que hijos algunos presidentes africanos. Al poco de empezar me doy cuenta de que la cosa va en serio y de que voy a experimentar las dos dimensiones pero esta vez sin utilizar gafas. Sólo son necesarios unos cuantos minutos acompañando al sargento James mientras desactiva sus primeras bombas para que sienta la boca seca, las manos cubiertas de sudor y el corazón latiendo más despacio, como intentando hacer el menor ruido posible.

Si sensual define aquello que estimula los sentidos, ésta película lo es, sin duda, pero dándose un paseo por el lado oscuro de su significado. Al olor del cine se le unen, minuto tras minuto, el de la sangre seca en las balas, el del sudor en la frente del desactivador, el del maletero quemado y cubierto de espuma, el de la carne en descomposición del niño con la bomba en sus entrañas, el del cigarrillo que se enciende cuando se tiene el detonador en la mano, el del té que se prepara en la casa del profesor de universidad y el del miedo del hombre que, cargado con bombas, suplica que le salven.

Aquí no hay teoría. Esa parece dejársela la directora, Kathryn Bigelow, a los analistas para que la lleven de un lado a otro como gatos jugando con una pelota. Aquí se aprende practicando y por eso la película está estructurada sobre unas cuantas misiones de esos especialistas rodadas sin prisas, permitiendo que los sentidos, que son lo que uno va a utilizar para juzgar lo que se narra, se acerquen a ellas. Me doy cuenta, así, de que mis pies están llenos de arena, de que se me están secando los ojos y de que, si pudiera, me bebería una botella de agua con la misma rapidez con la que lo hacen en la película. Yo también espanto las moscas que se posan en los párpados de los soldados y si estuviera solo en el cine me pondría de pie y les gritaría, como en un espectáculo de marionetas, por dónde se acerca, escondido entre las cabras, el enemigo que quiere acabar con ellos.

La única tregua que se permite la directora en ese escenario, denso y concentrado como un café turco, es un golpe de humor negro al final, cuando, ya de vuelta a casa, presenta al sargento James incapaz de elegir una caja de cereales entre dos pasillos interminables en los que debe hacer hasta cereales para zurdos kinestésicos. Lo contrario de la guerra, parece decir, no es lo que uno se encuentra cuando vuelve a casa.

Cuando se encienden las luces me quedo un rato sentado. Se necesita un poco de tiempo para volver de la película. No habría sido mala idea entregar unos alicates de plástico al empezar la película para simular que uno ayuda al equipo. Con ellos, la experiencia habría sido ya insuperable.

-¿Qué? ¿Tenía razón con lo de no hacer un resumen de la película.
-Totalmente. ¿A ti a qué te parece que huele Avatar?
-Pues no sé. A teletubbie, a ambientador de pino, a nube. Y, hablando de olores…
-Lo sé, lo sé. Necesito una ducha. Es que no sabes qué dos horas he pasado.
-Me hago una idea.

Salgo del cine sacudiéndome la arena y buscando un sitio en el que beberme las reservas del Canas de Isabel II.

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