lunes, 29 de noviembre de 2010

Reconocimiento médico : 40 euros.

Me hago un reconocimiento médico porque así lo manda el artículo 22 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales y porque sería agotador decirles que no a los que crearon este artículo, a las leyes en general, a la Democracia en particular, a la Ilustración, y a los conceptos fundamentales que salieron de Roma o de los barrios que rodeaban Roma. Es mejor decir que sí y aceptar el reconocimiento. Por eso son las ocho de la mañana y estoy sentado en una clínica.

Como no he podido desayunar, me parece más pronto de lo que realmente es. Desde donde estoy se ve la calle : en el Supersol están metiendo mercancía y en el bar Riazor, ya abierto, tienen un poster enorme de Ronaldo, que no creo que vaya al Riazor a tomarse una caña, y una bandera grande del Real Madrid. Me da por pensar que cuanto más grande sea la bandera expuesta de un equipo, pero la calidad del café, que cuanto más espectaculares las fotografías de las mujeres de una peluquería, más feas las clientas. Inferencias que salen de mi tripa, no de mi cabeza.

En la recepción hay tres chicas morenas con bata blanca. Ahí es donde tengo que fijar la mirada, no en ese Ronaldo de papel, que éstas sí se mueven y se pasan informes y conversan entre sí. Hay cierta animación porque es jueves, ese día en el que la semana cambia de temperatura y empieza a salir ya caliente. Y el calor, lo recuerdo, hace que las cosas se dilaten y las moléculas se aceleren, venga a dar vueltas los electrones alrededor del núcleo.

Una mujer mayor entra y dice que tiene cita con el ginecólogo. Sigo serio y mirando el reloj. Al rato un médico se asoma y dice mi nombre y le sigo, porque el nombre es una correa que saben utilizar los policías y los médicos. Un suave tirón y camino hacia su despacho.

El despacho es pequeño porque el médico es grande. Noto que lleva la bata blanca sin mucha convicción y el despacho se hace más pequeño, algo que no se va a arreglar si sólo llegan pacientes de la mano del artículo 22. Confirma mi nombre y empieza a teclear. Teclea mucho. Detrás tiene un libro : María la Brava, de Pilar Eyre, en edición de pastas duras. ¿Cómo acaba uno comprando un libro con ese título? Sin dejar de teclear, me pregunta si fumo, si bebo y si me drogo. Con lo que teclea, creo que ya ha respondido por mí, pero no encuentro ningún motivo para ser borde.

-No. No. No. - le respondo.

Me dice algo y le obligo a repetírmelo. Y después me pasa lo mismo con otra frase. Creo que mis respuestas no le interesan, que cada vez habla más bajo para saber si puedo entenderle. Mueve los labios y yo me inclino hacia él. Sigue tecleando. Mis breves respuestas dan mucho de sí.

Vuelve a preguntarme si fumo, si bebo y si me drogo, tal vez para probar la consistencia de mis respuestas. Repito los noes, pero no sé si en el orden de la primera vez. Son parecidos pero no iguales, lo que hace que me sienta un poco mentiroso. Sigue tecleando.

Por fin deja de escribir y me pide que me siente en una camilla y me quite el jersey y la camiseta. Me dice que coja aire y que lo suelte. Como es jueves, el fonendo y sus moléculas están calientes. Inspiro y expiro obediente hasta un momento en el que dice inspira y se olvida de decir expira. O lo ha dicho muy bajo. O es una forma de pasar un buen rato a nuestra costa. Aguantemos un poco más, le digo a mis pulmones.

-Porque es jueves - me dicen.

Por lo que sea. Me pide la presión inflando el aparato hasta que oigo cómo el hueso empieza a astillarse. Le digo a mi hueso que no se queje.

-Porque es jueves - me responde.

Como siga así, el estómago vacío, el cuerpo se me va a amotinar. Me dice que me vista y que salga a la sala con cierta decepción, como si le hubiera hecho ilusión haber encontrado alguna enfermedad que le hubiera permitido ser médico, no un administrativo que se limita a firmar. Me despido y cierro la puerta.

Ahí está la mujer mayor, inclinada sobre el mostrador. El tiempo en esta zona de la clínica va más despacio. Me leo varias veces un cartel sobre la gripe. Ahora dice mi nombre una de las chicas que había en recepción y la sigo. Policías y médicos no tienen nada que hacer cuando una morena con bata blanca pronuncia tu nombre. Me dan ganas de hacer unas flexiones en el suelo para que vea lo sano que estoy, pero ella sólo quiere mi sangre.

Da pequeños golpes en mi brazo izquierdo. Me frota con un algodón que huele a alcolhol. Giro la vista para no romper ese momento de intimidad entre la aguja y mi vena. Junto a una abrigo doblado hay un ejemplar de "La sombra del viento". Debería repartir recetas con libros interesantes. Un "Bueyes y rosas dormían" por aquí, un "Vida y destino" por allá. El pinchazo es limpio. Tiene que insitir varias veces con la uña para arrancar un trozo de esparadrapo y pegarme el algodón. Esto le da más valor a la precisión del pinchazo.

Ver de nuevo a la mujer mayor hace que me sienta un poco en casa. No ha traído la tarjeta y tiene que esperar a que le autoricen la consulta. Lo que habría sido un problema el lunes, hoy se convierte en un pequeño reto, como de sudoku de playa. Todo son buenas formas y educación.

Me llama otra de las chicas de recepción. Qué bien le sienta a la bata blanca una mujer morena con el pelo liso. Ésta me hace una prueba de vista con las gafas puestas, lo que es como pasar un examen con las respuestas al lado. Tengo que decirle dónde se encuentra el círculo cerrado dentro de cada dibujo. Estoy contento porque con las gafas veo hasta los dibujos diminutos. Esto es como nadar con aletas. No sé si tengo bien los ojos, pero de las gafas me siento muy orgulloso. Parece que ella también está contenta con los resultados porque así no tiene que aconsejarme que me asegure la nariz por si acabo rompiéndomela contra una puerta.

Después me pide que me desnude de cintura para arriba y que me tumbe. Es fácil seguir una orden así cuando viene de una mujer morena con una bata blanca. Me moja con un algodón, que también huele a alcohol, en distintas partes. Me coloca pinzas y pequeñas ventosas. Dos de ellas en los talones. Debería haber añadido que me desnudara también de tobillo para abajo.

-Estate quieto y no hagas ruidos - me dice.

Temo que haya escuchado mis pensamientos. A veces me quito los auriculares para comprobar si llevo la música muy alta, pero con el tema de los pensamientos no hay forma de saber si te escuchan o no. Pienso en cosas que no hacen ruido : diez gatos durmiendo, un tejado cubierto de nieve, un columpio de noche y una tienda con el cierre echado.

-Ya está - me dice - Puedes vestirte. Los resultados llegarán en unos diez días.

Me despido de ella y le dejo los diez gatos encima de la camilla, por si otro los necesitara.

Llego a recepción. La mujer mayor no está, así que sólo tengo que despedirme de la tercera de las mujeres morenas, que me dice adiós levantando la vista de un cuaderno y sonriendo. Me parece una sonrisa excesiva, para la que no he hecho méritos, pero me la llevo entera, por si la necesito a lo largo del día.

Ya en la calle me quito el algodón del análisis y lo tiro a la basura.

-¿Ya hemos terminado? - preguntan los pulmones.

-Sí. ¡Ah, perdonad, que ya podéis respirar!

Y respiro. Qué bien sienta respirar. No dejéis de hacerlo.

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