jueves, 11 de noviembre de 2010

Calamares en Teatriz : 22 euros.

Mi hermano me enseña todas las fotos de los platos que ha hecho en su visita al Bulli.

-¿Tienes las manos limpias?

Me las miro y no veo gérmenes corriendo de un lado a otro, así que le digo que sí y cojo el menú que me tiende con un cuidado que, seguro, no tuvo Moisés cuando le entregaron el otro menú. Mi tarea es leer los platos para que él me los explique conforme aparecen en la pantalla. Debe haber sido una experiencia inolvidable porque habla alto y deprisa, como un locutor narrando cómo Roberto Carlos da el pase y Zidane lo espera sin moverse. No sé si disfrutó más comiendo o ahora, recordándolo: se ve que su cerebro todavía sigue con la digestión de las imágenes y de la historia que llevaba cada uno.

-Esos pistachos estaban blandos como judías, así que te los metías en la boca y se te llenaba con su sabor. Y eso combinado con gelatina de panceta y caldo.

Y siguen unos segundos de silencio en los que no sé si arrodillarme. Se detiene ante cada plato como si fuera la foto de un animal recién descubierto y quisiera relacionarlo con ese instante fundamental en el que el primer pez salió del agua y dijo :

-Hale, a urbanizarlo todo.

Es sorprendente toda la historia que sigue a cada plato, larga como la cola de una novia caprichosa. Mi hermano me cuenta esos detalles de naturalista fascinado y es mi estómago el que empieza a calentar motores. Es una exposición de cerebro a cerebro, pero son los estómagos los que conversan, igual que sucece con cualquier encuentro anodino entre hombre y mujer.

-¿Este es el transbordo para la línea cinco?
-Sí, por ahí.

Mientras los cuerpos se dicen :

-Buen cruce genético haría yo contigo.
-Ya. Y yo te iba a agitar el árbol genealógico hasta que cayera sólo lo mejor.

El hecho es que no se ha limitado a comerse los platos. Los ha hecho suyos. Es un acto de canibalismo intelectual en el que Ferrán Adriá le sirve un plato y él trata de comerse su mano, el codo, el hombro y hasta esa parte de la cabeza en la que las ideas caen, o florecen, o se iluminan. Vaya uno a saber.

Yo sigo leyendo la lista y él sigue hablando. Es la vuelta al paladar en treinta y seis platos con el objetivo de descubrir sabores que no conocías. Uno no va al Bulli a comer, va a otra cosa, a traerse esa euforia que provoca encontrarse con nuevas posibilidades. Se puede vivir del huevo frito con patatas como el que pasea por su barrio, pero conviene ampliar el punto de vista y observarlo todo desde bien arriba, desde una órbita en la que veas la tierra con sus nubes y sus océanos.

Y así hasta el último plato, los profiteroles flotantes con sopa-gin y frambuesa helada al cardamomo. Son las ocho y media de la noche y mi estómago ruge como fans de Metallica esperando que el grupo salga. La exposición termina con la caja de distintos chocolates que ofrecen al final. Yo ya no puedo más.

-¿Y ahora me das algo de comer?
-Preparo un poco de pasta.

Le devuelvo el menú y le pregunto cuánto ha pagado para saber, resumiendo, si es un sitio bueno o no, que con tanto halago no me ha quedado claro.

-Doscientos cincuenta euros cada uno.

Hago la cuenta deprisa y la hago mal, así que la repito despacio. ¡Eso da siete euros por plato, vino incluido! ¡Siete euros! ¿Puedes tomarte en serio una comida en la que cada plato cuesta unos siete euros? No puedes. No-pu-e-des. Está claro que a mi hermano le han tomado el pelo. Si divides esos doscientos cincuenta euros entre treinta y ocho, bombones incluidos, la división te da la palabra engaño. Si parece una comida de marca blanca. ¡Con lo contento que está! Qué pena que sea ingeniero y no se dé cuenta de esas cosas.

Debería contarle en ese momento que el sábado sí que fue especial para nosotros. ¡La primera vez que pagamos más de ciento cuarenta euros en una comida! ¡Dos niños y dos adultos! ¿No tiene mérito? Y todo eso con unos huevos estrellados, unos calamares, dos platos de atún, una botella de vino, un postre y dos cortados. Sí, parece uno de esos menús que te sirven en mesas de plástico con el logotipo de la Coca-Cola impreso, pero luego te fijas en la factura y ahí tienes los calamares a veintidós euros y te dices "vaya comida que me he pegado, sí que debe haber sido buena", que llegaron los calamares y pensé :

-Mira, nos traen unos aperitivos.

Y María, observadora, señaló :

-No, si son los primeros.

Una palabra, primero, que le quedaba grande al plato, como cuando mi hijo se pone una de mis camisas. Los calamares venían en un cuenco de diseño, finitos, nada de esas fuentes grandes como de boda. Aquí era un detalle grastronómico, como el que pica algo mientras espera que empiece el siguiente acto de la ópera. Que hasta ganas me entraron de escuchar algo de Verdi.

Pero todo eso me lo callo cuando mi hermano trae la pasta. Nos sentamos a la mesa y reflexiono, porque me da por reflexionar en cualquier lugar, que nos acostumbramos a ser felices con lo que tenemos, aunque nos engañen, como a mi hermano.

2 comentarios:

MASA dijo...

¿"nos engañen" como a mi hermano? Yo no me siento engañado ;-)

Sisú dijo...

Jeje.