domingo, 23 de noviembre de 2008

Botella de Matizales : 16,50 euros.

Vamos a comer al Wagaboo porque los enanos nos piden que vayamos al de las sorpresas. Al final la inversión que hacen en juguetes baratos chinos (que ya es rizar el rizo) tiene su recompensa y no nos atrevemos a llevarles la contraria.

El restaurante está repleto. Quizás muchos de los que habríamos ido al Clericó, el argentino que está al lado, la crisis, o su amenaza, nos haya aconsejado movernos a éste y conforme la situación empeore vayamos saltando de restaurante hasta terminar en el último, uno de tapas que hoy está vacío. Cada uno tiene sus propia forma de medir la crisis y uno de mis indicadores son las mesas vacías en The Wok o en el Wagaboo un sábado a la hora de comer. La distancia entre la crisis y nosotros la señalan las mesas no ocupadas y cuando su número sea alto su llegada será inminente. Ver el restaurante lleno me tranquiliza más que la sorprendente fe del Gobierno en la efectividad de sus medidas económicas.

Daniel pide espaguetis y Lucía pizza. Cosas de la cocina, que hoy tiene su día tonto, a Daniel le traen su plato apenas lo pedimos y con el de Lucía hay que insistir cien o doscientas veces, con la perseverancia con la que Drenthe sube por la banda del Madrid y con idéntica falta de resultado.

Lo de pedir el menú infantil es un rito sin mucho sentido porque ya se sabe que los padres proponen y los hijos disponen. Daniel se come casi todo el surtido de empanadillas que pedimos en la Cesta Imperial sin el mínimo asomo de culpabilidad en su cara. Todas le gustan y todas le parecen bien. Viendo que lo normal hoy es comerse la comida del otro, Lucía estira la mano y va cogiendo del cuenco del queso rayado que le han traído a Daniel con sus espaguetis. En pocos segundos las manos, el mantel y la ropa de Lucía están cubiertos de queso, como si hubiera caído una nutritiva nevada. Yo me sumo a esta forma de comer y voy cogiendo espaguetis de Daniel, que mojo en la salsa de las empanadillas. Un auténtico ejemplo de multiculturalidad adaptado a la comida. La única que está al margen, por temas de régimen, es María, que espera a su atún.

El segundo plato trae un poco de orden a la comida. Lucía sigue esperando su pizza, que tal vez traigan ya fundida con el helado del postre en un curioso ejercicio de deconstrucción semejante a lo que vimos hace unos días en el programa Top Chef. Volvemos a insistir y esta vez nuestros ruegos son atendidos en la cocina y nos la traen. El tiempo que ha tardado en venir es inversamente proporcional a la cantidad de hambre de Lucía, que mira su plato con la falta de interés con la que un elefante se fijaría en una caravana de hormigas. Le parto unos cuantos trozos y ella, remolona y en voz baja, como el que no quiere dar la cifra del paro en Octubre, dice que ya no tiene hambre. Me pongo de su lado y la entiendo, me pongo en el mío de padre y tengo que insistir en que tiene que comer para hacerse grande y bla, bla, bla. También podría utilizar el argumento de la crisis económica, que todo está en el aire y que quizás dentro de unos meses sólo salgan a cenar los directores de los bancos a los que los gobiernos compran sus activos de mierda (ahora son basura, pero todo el mundo sabe que con el tiempo la basura se convierte en mierda) con nuestro dinero. Como es de mala educación hablar de mierda y de banqueros en la mesa, vuelvo a lo de que tiene que comer para ser alta y todo eso, aunque Lucía ya sea alta : como me sucede con las mujeres, le bastaría con quedarse en silencio para que yo mismo me diera cuenta de la falta de consistencia de mi argumento. La pizza, claro, me la acabo terminando yo.

No sólo la pizza. También me como el pollo de Daniel, sus espaguetis, mi plato y hasta el vino, un Matizales del 2005 que está muy bueno. Cuando todos han terminado y piensan ya en marcharse, yo sigo rebañando platos. El de la pizza lo dejo casi vacío porque temo que alguno de esos cocineros orientales vestidos de negro que podemos ver a través de los cristales de la cocina, venga, cuchillo en mano, a preguntarme por qué no me la termino. Otro bocado y otro sorbo de vino. Afortunadamente el vino es bueno y poco a poco les voy enseñando a mis hijos que los platos hay que dejarlos vacíos y que todo sería mucho mejor si lo hicieran ellos mismos. Al moverme noto cómo se mueve todo dentro de mí, como la bodega de un barco en pleno temporal.

María me mira con sorpresa, como si hubiera hecho cálculos de lo que sería capaz de comer y los hubiera desbordado. Yo mismo no quiero detenerme en todo lo que he cortado, masticado y tragado para que mi estómago no sea consciente del trabajo que tiene por delante. Nada, le digo mentalmente, me he comido unas cosillas, así, con diminutivo.

Es entonces cuando traen los regalos para los enanos. Ana Star, una muñeca para Lucía y cuatro coches Funny Car para Daniel. Todo Made in China. La muñeca tiene menos consistencia que un solomillo en un menú de tres euros. Basta con agarrarla de un brazo para que se le salga y sea imposible colocarlo en su sitio. A Lucía eso le da igual porque lo que realmente le gustan son sus zapatos, que vienen en una bolsa aparte.

La camarera nos trae la carta de postres y elijo una espuma de yogourt. María va a decir algo pero se calla porque sabe que su silencio va a ser más elocuente. Lo sé, lo sé, no debo cargar más la bodega, pero en esta época de maremotos y tsunamis financieros prefiero comerme este postre antes de que se lo pida un banquero. Os quedaréis con mi hipoteca, pero este postre es mío, así, en cuatro cucharadas

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