lunes, 7 de junio de 2010

Sandwich, galletas y botella de agua : 6,30 euros.

Cuando tienes hijos, el trato con una estación de servicio es el siguiente : “Yo lleno el depósito de mi coche y tú, a cambio, dejas que mis hijos vacíen el suyo en tus baños”. Mientras María acompaña a los enanos a los baños, yo me doy una vuelta por la tienda. Los productos están dispuestos como si me encontrara dentro del cuento de Hansel y Gretel y la bruja estuviera lejos, estudiando la forma de aumentar la recaudación sin entorpecer el crecimiento. Todo tiene cierto aire festivo sin que sepa exactamente por qué.

Viendo la cantidad de galletas, golosinas y dulces que hay tengo la duda de si este sitio es un conjunto de surtidores a los que se le ha añadido una tienda o una tienda de chucherías que además vende gasolina. Me fijo en los cedés, en las revistas, en las ofertas de agua mineral, en los botes de aceite con distinta densidad y, dejándome llevar por una curiosidad indolente, llego a la zona de productos típicos, el verdadero corazón de una gasolinera que se precie.

Normalmente uno se encuentra botijos con la forma de un toro, dulces de la región, licores de materias primas desconocidas, ambientadores con la bandera de la comunidad o guías antiguas de la zona de cuando era posible ver pasar a un dinosaurio si uno tenía paciencia. Eso, descubro inmediatamente, ocurre en las demás estaciones. Esta es diferente. Aquí, por ser ésta la tierra que es, se ofrecen vinos de gama alta, de la categoría de precios que va del “vaya”, “toma”, “impresionante”, “hay que joderse” al más alto, al definitivo “mecagoenlaputa” (dicho en voz baja, mezcla de admiración y sumisión). Expresión que está más que justificada porque ahí, en el estante más alto, hay una caja con un Valbuena del 86 a 469,40 euros la botella.

Me quedo mirando la caja un buen rato. Esa botella hace que cualquier cosa sea posible en esta estación de servicio. Que en la zona de prensa haya un ejemplar de una revista con un cuento inédito de Carver, que un dvd sea la película que Jean-Claude Lauzon nunca pudo rodar o que, ya puestos, de los servicios salga Zidane con ganas de regalarte la camiseta con la que jugó el último partido en el Madrid.

-Hombre, lo que me ha costado encontrarte. Toma, aquí tienes la camiseta.

Me doy la vuelta hacia el cajero, un tipo bajo, delgado, con un mono azul, gafas finas y el pelo blanco corto. No me mira y al principio lo agradezco porque no sabría qué preguntarle. Unos segundos más tarde me doy cuenta de que daría cualquier cosa por estar en su lugar el día que llegue alguien y deje la compra delante de él.

-Una barra de chocolate, el Marca….y, ya puestos, ese Valbuena.

Ahí hay una historia jugosa y para cazarla está ese cebo de casi quinientos euros. Pero para eso hay que tener paciencia, estar dispuesto a dejarlo todo por la literatura y convertirse en un cajero capaz de saber, de un vistazo, qué coches han pagado y cuáles no. Este es el tipo de sacrificio que uno debe hacer, pero debo reconocer que me falta el valor. Es posible que ese cajero sea otro escritor camuflado que lleve ahí varios años sin que llegue ese comprador, como un personaje de “El desierto de los tártaros”.

Aunque quizás no sea sólo un tema de valor, sino de punto de vista. Tal vez crea que lo que me interesa es contar lo que sucede cuando en el fondo sólo desee ser esa persona que entre por la puerta dispuesto a comprar una botella de quinientos euros en la estación 121 de la carretera de Burgos.

El tiempo para las dudas termina en cuanto los enanos salen del baño preguntando qué pueden comprar.

-Un sándwich de jamón y queso, unas galletas de chocolate…y una botella de agua mineral.
-Seis con treinta.

Con una compra de seis con treinta no hay forma de hacer gran literatura. Un día compraré esa botella y lo contaré y Peter Gabriel , Isak Dinesen y Tony Soprano estarán ahí para verlo.

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