sábado, 8 de mayo de 2010

Corte de pelo : 11,20 euros

Aunque la peluquería es mixta, la zona de los hombres sólo tiene dos sillones, el suelo sin barrer, un Marca con la foto de Cristiano Ronaldo, y El Mundo. Me siento en el borde de una de las sillas con cierta sensación de culpa, como si el encargado que me ha atendido, en vez de decirme

-Pasa ahí, que enseguida te atendemos

me hubiera dicho

-Castigado a la sala del fondo.

Me intento concentrar en Cristiano Ronaldo y en la crónica del partido contra el Mallorca, pero de la zona de las mujeres llega un bullicio compartido y un intercambio de risas, con el fondo de varios secadores a máxima potencia, que me lo impide. Parece que estuvieran celebrando algo y que cortarse el pelo fuera una excusa para verse en ese salón de varios sillones, espejos, revistas de moda y peluqueras jóvenes y delgadas que preparan mechas, lavan el pelo y aconsejan sobre el corte con la profesionalidad de quien controla todo sin aparente esfuerzo. Todo eso lo veo en los segundos que me conceden hasta que me dicen

-Castigado a la sala del fondo.

digo

-Pasa ahí, que enseguida te atendemos.

Con dos o tres Cristianos podríamos jugar varias ligas a la vez. Pienso que así se amortizaría muy pronto lo que se gastaron en él. Voy a seguir con otro artículo del Marca pero pierdo el interés en la segunda frase. Ahora entiendo a esos animales que instalan en el zoo y que no se acostumbran a pesar de que se les da todo lo necesario para que se sientan cómodos. Soy el oso hormiguero recién llegado al que han puesto junto a las panteras, que hoy están de cumpleaños.

Pasa el tiempo y llego a temer que se hayan olvidado de mí, que para las peluqueras pasar a la zona de hombres sea como abandonar una actuación en la Scala de Milán para cantar versiones en una boda. Justo cuando estoy a punto de dejar en la mesa el periódico y marcharme, entra una peluquera.

-Vamos a ver. ¿Cómo lo quieres?

Sé que mi respuesta no esta a la altura de su pregunta, que me lanza como quien realiza una apertura desafiante en el ajedrez esperando un movimiento estimulante y que yo, en vez de mover ficha, arrojo al tablero un par de dados de juguete.

-Corto.

En la zona de las panteras las respuestas deben ser retos que animan a las manos a proponer soluciones que logren que, a pesar del cansancio, haya siempre algo de juego en lo que se hace. Hay un par de segundos de silencio, durante los que mi respuesta bota varias veces como un balón que cae en un patio en el que no hay nadie. Si tuviera pelo, si fuera más joven, si mi coche estuviera tuneado y me recorriera La Castellana con el "I gotta feeling" de los Black Eyed Peas a todo trapo, tal vez le hubiera señalado la fotografía de Ronaldo y le hubiera dicho

-Como él.

Pero no es el caso y tampoco voy a mostrarle a Gregorio Manzano para que me deje igual a pesar de que haya hecho un trabajo tan bueno con el Mallorca.

-Entonces te meto la maquinilla. ¿Al dos o al tres?
-Al dos.

Ya que no puedo ser original, por lo menos que se me vea atrevido, a pesar de que no sé qué diferencia hay entre el dos y el tres. La pone en marcha y veo cómo empieza a caer el pelo, cada vez más gris. Ella esta seria, yo estoy serio y temo que de un momento a otro entre un cura a confesarme y un funcionario, tratando de mostrarse cercano, me pregunte qué es lo que quiero comer en mi última cena. La cena en la celda se convierte, de repente, en banquete de boda.

-¿Una boda? - me pregunta la peluquera.
-No
-Es que Mayo es el mes de las bodas y las comuniones. Yo tengo tres este año.

Empezamos entonces a hablar de bodas, de ritos, de Galicia, de las tapas por el centro, de los sábados que no se trabaja. Mantenemos una conversación anárquica mientras ella va poniendo un poco de orden en mi cabeza, que es lo que voy viendo en el espejo. Empiezo a parecer una persona organizada con la cabeza como las mesas de un restaurante de lujo a punto de abrir en vez del suelo de la plaza de un pueblo después de las fiestas. Eso es lo que veo mientras ella termina y me pasa un cepillo por el cuello para quitarme los pelos.

-¿Te lo lavo para quitártelos mejor?

Le digo que sí y en ese momento sé por qué me sentía culpable al sentarme en esta silla. Es la primera vez que le soy infiel a mi peluquero de toda la vida. Tengo muchas excusas para justificarme pero ninguna es definitiva como una jugada de Ronaldo. Que si está más cerca, que si hoy no tenía tiempo, que si así recojo pronto a mis hijos. Como los balones largos que el portero lanza cuando no hay ninguna estrategia.

La peluquera empieza a lavarme el pelo con un masaje ordenado. Repasa cada zona de mi cabeza sin prisas, dedicándole tiempo. Me sorprende sentir unos dedos distintos en mi pelo. En cierto modo, consigue que mi propia cabeza me parezca diferente, que descubra algo nuevo.

-Queremos estas manos todas las mañanas - me dicen cientos de pelos.
-Y yo - les respondo. Toda la vida pensando que el champú es lo importante y en este momento me doy cuenta de que lo fundamental es lo que no te venden, las manos que te dan el champú.

Estaría más tiempo ahí sentado, con la cabeza hacia atrás, pero es probable que la peluquera quiera tener hijos, y alimentarlos, y conocer mundo, y descubrir nuevos restaurantes, y celebrar decenas de fiestas de año viejo y enseñar a sus hijos a leer, a elegir universidad y más tarde a recoger a sus nietos de la guardería. Sólo por eso me levanto obediente cuando me dice que ya está.

Me lleva de nuevo al primer sillón a secarme el pelo. Ese lavado de pelo es la excusa definitiva que puedo darle a mi peluquero. Por un momento he entendido por qué están de fiesta las panteras, por qué se reúnen, por qué no necesitan leer la prensa deportiva y por qué se buscan mil cosas que hacerse en el pelo.

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