domingo, 29 de noviembre de 2009

Barra de pan : 60 céntimos

Son las siete y estoy tomándome un cortado en una cafetería-pastelería, sentado en una silla alta junto a un amplio ventanal. Hace quince minutos que ha terminado la reunión que María y yo hemos tenido en el colegio con la profesora de Lucía. María se ha ido a casa y yo dejo pasar el tiempo antes de ir a recoger a los enanos, que esta tarde están con mi madre.

Aprovecho momentos como éste para pensar en cuestiones básicas que uno siempre deja para más tarde. Frente a un cortado, rodeado por el buen ambiente de la cafetería, vuelvo a una que se me resiste desde hace tiempo, la de intentar ser consciente del tiempo geológico del Universo. Todo empezó hace trece mil millones de años, lo que es fácil de recordar. Lo difícil es tratar de asimilar ese tiempo y de establecer una relación con él, pero es como mirar desde el suelo un rascacielos que se pierde entre las nubes.

No, no es fácil. Suponiendo que uno se tome cuatro cortados cada día, tendría que beberme unos ocho billones de cafés para ver cómo el Big Bang se convierte en esa mujer que ha aparcado el coche fuera y entra para comprar una barra de pan.

-Sesenta céntimos.

Viendo a la mujer, elegante, como si fuera a la fiesta de presentación de una revista de moda, uno piensa que, sin duda, la evolución tiene muy claro hacia dónde se dirige. Ahí le doy la razón a Eugene Chudnovsky. Pero si me giro y me fijo en los cuatro hombres con pantalones azules de obra y camisetas manchadas que sonríen a la vez a la camarera que se les acerca, puedo entender la visión opuesta sobre el fin de la evolución, representada por Stephen Jay Gould.

-¿Qué os pongo? - les pregunta la camarera.
-Unas cervezas.

La camarera es alta, morena, con el pelo recogido en una coleta larga y un cuerpo que manda indudables señales de su fertilidad a todas las capas del cerebro de un hombre. Noto cómo el mío se agita dentro de mi cabeza como un sonajero en la mano de un bebé. Desde el núcleo más primitivo al más evolucionado, la imagen de la camarera es arrastrada como un cantante llevado por las manos de sus fans. Cuando llega al presente, la coloco detrás de la barra, con cuidado.

-Pues unas cervezas.

Además de los obreros y de la camarera, en la cafetería hay dos mujeres charlando, con los hijos de una de ellas merendado a su lado, y una veinteañera que escribe en su portátil. La escritora se fija en mí y me imagino formando parte de su blog. Los historiadores del futuro van a tener tanta información que tendrán que dedicar varias tesis a cualquiera de nosotros. Pensando en ese historiador al que serviré como motivo de su doctorado, vuelvo a este momento para darle más información.

Es la hora en la que la gente, de vuelta a casa, para a comprar el pan. Supongo que después de un día frente a una pantalla, moviendo cifras de un sitio a otro, uno necesita algo que le recuerde que tiene cinco sentidos. La barra de pan los va estimulando uno a uno. El primero es su olor al acercarse a la zona de la pastelería, después la vista al verlas colocadas una encima de otra, los sigue el tacto al recibirla en su estrecha bolsa de papel negro, el sonido al apretarla y escuchar cómo cruje y, camino del coche, el sabor al meterse un trozo en la boca. Se cree uno que se lleva el pan para rebañar la salsa de tomate del bacalao, pero en realidad se trata de una exigencia silenciosa de la parte más animal del cerebro, que sólo así parece relajarse. La gente que no come pan se ve haciendo cosas más drásticas, como lanzarse atada desde un puente o escuchar las canciones de Rammstein en el iPod hasta dejar los tímpanos como pan rallado.

Viendo a todos los que entran a por su barra, pienso que éste podría ser un buen negocio. Intento calcular cuántas barras de pan hacen falta para mantener un local así y pagar a la camarera, pero vuelvo a perderme. Presto atención a cómo aparca la gente su coche antes de entrar. Justo delante de la cafetería hay un hueco, pero nadie se toma la molestia de dejar bien el coche. El de un cuatro por cuatro lo sube a la acera y pone las luces de emergencia.

-¿Lo ves? - me dice Jay Gould.

Me molestan los tipos como éste, que viven como si lo que ven fuera lo único real. Prefiero a los que, como los albañiles de la barra, se asoman todo lo que pueden porque saben que lo real suele ocultarse. El dependiente que vende el pan le ofrece una napolitanita a la camarera.

-No, que engordo y si engordo no me quieren.

Los cuatro albañiles la animan a que se coma la napolitanita y yo mismo, mentalmente, me uno a su petición. La camarera se niega y es el panadero el que acaba llevándose una a la boca, lo que ya no nos permite verla chuparse los dedos pringosos. Pero sí imaginarla.

Miro la hora y me termino el café sabiendo qué es lo que pone en sus posos : ha llegado la hora de recoger a los enanos.

Con la crisis se han cerrado cuarenta mil pequeños negocios como éste, unos cien diarios. En economía la evolución sigue el curso tramposo de los que mandan mientras el Gobierno, encima de las nubes, crea planes de economía sostenible cambiando motores por velas. Para que la chica del portátil continúe escribiendo, y los albañiles tomándose su cerveza y las mujeres charlando y el hombre del pan comiéndose sus napolitanas, busco una moneda de un euro en el bolsillo y compro una barra de pan. Sigo sin saber nada del tiempo geológico, ni si la evolución tiene un propósito o no, pero esta noche, estoy seguro, voy a preparar unos buenos montados de jamón.

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