viernes, 10 de septiembre de 2010

Pecera de veinte litros : 59,95 euros.

Nuestra intención es darles una sorpresa a los enanos y comprar, antes de que empiecen el colegio, una pecera con dos peces. Desde hace unos meses, Daniel no deja de pedirnos cualquier animal vivo de mascota, como el que prueba todas las llaves hasta dar con la que abra un hueco en nuestra resistencia.

-Un hurón.
-No.
-Una gallina.
-No.

Y decimos que no a lo de la gallina, pensado que es una idea absurda, y una noche vemos en un documental que en Chicago hay gente que las tiene en su jardín. Nos negamos a lo del hurón y a los pocos días María me comenta que un amigo suyo se va a comprar uno, que ya son la tercera mascota más común en Estados Unidos. Quizás es que Javier, por su edad, sea más sensible al espíritu de los tiempos y no haga sino anticipar tendencias.

Para evitar que sus peticiones se vuelvan más exóticas, acudimos a la tienda de animales que hay en el centro comercial para empezar por lo básico : una pecera y dos peces.

La tienda tiene cierto aire provisional, como de local que hubiera sufrido las rebajas y no hubiera repuesto nada. Es extraño porque, a pesar de estar rodeado de peces, conejos y cachorros, no tengo la sensación de encontrarme en una tienda de animales. El dependiente, un hombre alto y con media camisa por encima del pantalón, se acerca lentamente hacia nosotros. Le contamos lo de la pecera y los peces, nada de lo del hurón y la gallina y el espíritu de los tiempos.

-Eso es lo que tengo – dice, señalando un mueble.

En el mueble sólo hay dos peceras. Una es demasiado grande. La otra, más pequeña, es, más o menos lo que buscamos. María la coge con las manos.

-Cuidado con esa porque está rota. Tiene una raja en un lado.
-¿Y no tiene otra?
-No.

Es un no tranquilo, algo extraño, de los que, no cabe duda, definen no sólo un estilo de venta, sino una forma de vida, un estar en el mundo. Ortega habría escrito un buen libro sirviéndose de ese no. Es el no del que, en medio de la vía, ve acercarse el tren y no hace nada, como si la cosa no fuera con él, como si estuviera en esta dimensión de paso y su verdadero ser estuviera en otra, desconocida y muy alejada de nosotros.

Como para darme la razón, el vendedor enciende un cigarrillo y con él en la mano nos señala unas cajas que tiene en una repisa alta.

-Los chinos están sacando unas peceras más baratas pero de mala calidad. Las mías son buenas.

Y miramos las cajas que nos indica en silencio, como si fueran los retratos de sus antepasados. No sabemos si las cajas están vacías o no y no hace ninguna intención de añadir nada más. Seguimos mirando hacia arriba como el que estudia en un panel del aeropuerto las horas de despegue sin planes de coger un avión. Jamás hubiera pensado que comprar una pecera y dos peces fueran tan complicado. Tal vez deberíamos haber dicho que sí a lo de la gallina.

Me imagino a este hombre recién levantado de la siesta. Camina a nuestro lado como si él mismo fuera un cliente, atento a los peces. No se ofrece para encargarnos una pecera que no tenga una raja rota ni trata de convencernos para que compremos una más grande. Fuma y nos mira, como si fuéramos nosotros los que tuviéramos que decir la frase que acabe con todo esto.

-Bueno, pues muchas gracias.

Y el vendedor, con una mano en el bolsillo, agita la otra a modo de despedida y se vuelve hacia sus animales.

Una hora y media más tarde estamos en otra tienda completamente distinta. Aquí todas las estanterías están repletas, la luz es cálida, hay madres con sus hijos mirando animales, animales mirando a sus madres y a sus hijos, y podemos elegir el color del acuario de veinte litros que buscamos.

Las dos dependientas que nos atienden son jóvenes y guapas, de las que uno sería mascota sin pensárselo demasiado. Cuando les contamos lo que queremos nos detallan lo que necesitamos con cuidado, explicándonos lentamente, como si hablaran con nuestro hijos, no con nosotros, qué gotas hay que echarle al agua para tenerla lista para los peces y el cuidado que hay que tener con la comida.

Salimos de la tienda con dos bolsas llenas, sospechando que la cantidad de objetos que necesitas con un animal es inversamente proporcional a su tamaño. La palabra pecera es la suma de varias (tierra, filtro, gotas, comida, plantas o carbón) que se asocian por un efecto psicológico y sólo se muestran en la relación de la factura. En ese sentido, no es lo mismo decir paternidad que nuez. Uno abre la palabra nuez y se come lo de dentro. Si hace lo mismo con paternidad, es la palabra la que te come a ti.

Como cliente me digo que así deberían ser todas las tiendas. Como amante de los animales sospecho que acabaría siendo como el primer vendedor : al final haría lo posible por no tener que desprenderme de los animales que tengo, buscando una forma no demasiado violenta de conseguir que los posibles clientes compren los animales de otro. Cada uno resuelve como puede la lucha entre la obligación y la devoción.

Camino de casa recuerdo que en el documental de las gallinas de Chicago aparecía un local al que la gente acudía para meter los pies en unas peceras en donde unos peces se comían la piel muerta. Depende de los peces que acabemos comprando, habrá que decidir si ponemos la pecera en el cuarto de los enanos o a los pies del sofá. Tengo que encontrar un momento para planteárselo a todos.

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