jueves, 7 de enero de 2010

Plato de humus y confit de pato : 8,36 euros.

Sea el restaurante que sea, siempre hay dos momentos en los que tenemos que ir con alguno de los enanos al baño : cuando nos van a tomar nota y cuando llegan con los primeros platos. Existe algún tipo de comunicación entre el intestino y la vejiga y la llegada del camarero que todavía no soy capaz de reconocer y que raramente falla.

-Pis

Hoy, en Bazaar, ha vuelto a ocurrir con Daniel en esos dos precisos instantes.

-Caca
-¿Pero no acabamos de ir al baño hace unos minutos?
-Sí, pero entonces no quería.

Repetimos el camino hacia los baños mientras el plato de humus con confit de pato se empieza a enfriar. Esta vez nos toca esperar a la salida de los servicios y cuando conseguimos entrar en un baño, al ver cómo han dejado la taza, imagino una escena de verano.

En la escena de verano hace mucho calor y el césped se está secando. El encargado del mantenimiento teme que se muera y, sin pensárselo dos veces, abre la llave de paso hasta el final para que los aspersores empiecen a girar violentamente cubriéndolo todo de agua.

-Espera a que limpie esto un poco – le digo a Daniel.

Esas son las últimas palabras toleradas que recuerdo haber pronunciado. Viendo todo el papel higiénico que tengo que recoger y tirar sin avanzar en mi objetivo de devolverle al baño su honor y dignidad, empiezo a soltar expresiones y palabrotas sin respetar la velocidad máxima. Me convierto en el pozo que encuentra un buen yacimiento y que comienza a expulsar petróleo sin importarle sobre qué o quién cae.

Daniel me mira sorprendido y no deja de decir.

-Esonosedicesonosedicesonosedice – Una frase que sale de su boca como la cinta interminable que el mago saca de la suya.

Le debo resultar sorprendente y pedagógico a la vez. Yo soy el que hace sólo una semana se extrañó al oírle preguntar en el coche.

-¿Qué quiere decir puta?

Y le respondió

-Nada.

Una respuesta un tanto rápida pero no demasiado tramposa, porque por mucho que se lo quisiera explicar, con cinco años no entendería nada. Sería como ofrecerle una escalera sin peldaños para subir. Cada palabra necesita su tiempo para ir ganándose su significado. La palabra mesa aprende a mantenerse en pie apenas nacida y a los pocos minutos ya corre sola. Otras, como madurez o vanidad, crecen despacio, igual que los muros de una catedral.

Esa urgente curiosidad por las palabras prohibidas comenzó hace diez días, cuando durmió con su primo, unos años mayor que él. En esa noche de saltos en la cama, risas y carreras por el pasillo, debió haber un momento en el que el primo le entregara unas cuantas palabras como perlas negras y le indicara cómo usarlas.

-Te las metes en la boca una a una y dejas que, después de chuparlas un poco, salgan las palabras.

-¿Y hostia se puede decir? ¿Y estúpido? ¿Y inútil?

Prueba todas ellas en cualquier lugar, pensando tal vez que nuestra respuesta fuera a depender de la hora o del sitio en el que nos planteara la pregunta. Parece entender lo que le decimos pero vuelve a insistir, como si en el fondo no comprendiera por qué unas se pueden pronunciar y otras no.

-Esonosedicesonosedicesonosedice.
-Ya lo sé, pero es que hay cerdos disfrazados de personas que vienen a comer a los restaurantes.

Daniel se ríe al instante porque se imagina, como yo, a un cerdo de pie haciendo pis. Me digo que, después de todo lo que ha escuchado en apenas cuatro minutos, he perdido bastante autoridad como para que me tome en serio la próxima vez que me consulte sobre un nuevo taco. O tal vez siga escuchándome al reconocerme una habilidad que, como la capacidad de abrir una caja fuerte, no se puede admirar en un policía pero sí en un ladrón.

Volvemos a la mesa y el humus ya está frío. Daniel parece contento, como si regresara de un sitio divertido y estimulante.

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