martes, 1 de septiembre de 2009

Plato combinado número siete : 10 euros

Paramos a comer en un área de servicio camino de Ribadesella. Elegimos ésta porque en un cartel se nos informa de que la siguiente está lo suficientemente lejos como para que el difícil equilibrio en un coche con dos niños de cinco años se venga abajo en cuanto uno de ellos diga que tiene hambre o que quiere hacer pis.

Nos sentamos en una mesa junto a una ventana con un cactus con pinta de no haber probado una gota de agua en mucho tiempo. María se lleva a los enanos al baño y yo me quedo viendo cómo un camarero vestido de negro extiende con indudable eficacia dos manteles de papel encima de la mesa. Coloca los vasos y me tiende el menú, una hoja plastificada, como si fuera un comisario pidiéndome que reconozca a un sospechoso.

-¿Has visto algo? – me pregunta María cuando vuelve.
-Creo que todos son sospechosos.
-¿Perdona?
-Nada.

La elección de los enanos no plantea dificultades. Habría que ponerles un monumento a la croqueta de jamón y otro al pincho de tortilla por lo fácil que nos han hecho la vida en situaciones como ésta. Cuando busco qué comer me encuentro con una sección dedicada a los platos combinados. En otras circunstancias habría pasado por alto la propuesta, pero aquí me parece la mejor opción. No me atrevo a confesarle mi elección a María hasta que ella me sorprende diciéndome que se va a pedir el número cinco.

-Pues yo quiero un número siete – le digo.

No recuerdo la última vez que me comí un plato combinado, pero es probable que Fernando Alonso, al que veo en una carrera por televisión, estuviera dando vueltas con el triciclo por el patio de su casa hasta que una rueda saliera volando. El número siete tiene dos trozos de lomo adobado, una ración de ensaladilla del tamaño y la forma del helado de un cucurucho, unas cuantas patatas y dos huevos fritos. Lo del siete y los dos huevos debe ser el homenaje de un cocinero madridista a Raúl, que aún rodeado de estrellas, apela a lo que apela para hacerse un hueco en el equipo.

Cuando llega el plato, exactamente como me lo imaginaba, tengo una pequeña epifanía temporal. A saber : que el tiempo no avanza a la misma velocidad para todas las cosas. O, dicho de otra forma, que aunque algunas cosas viven en el siglo veintiuno, otras se han quedado en épocas anteriores, con menos posibilidades de salir de ellas que la de ver al cactus saltando de su tiesto para echarse un trago de Aquarius en la barra.

-¿Qué tal tu plato?
-Epifánico.
-Mira qué bien.

María se ha pedido un filete con lechuga y dos espárragos que, pegados el uno al otro, parecen subrayar al filete. Vuelvo a mi plato para tratar de estirar la epifanía todo lo posible y llevarme una experiencia importante de esta comida, algo que contarles a mis hijos para que, con el paso del tiempo y cuando sean ellos los que lleven a sus hijos sentados detrás, puedan señalar esta estación de servicio como aquélla en la que su padre tuvo una epifanía.

La cámara de fotos que tengo en la mesa es del siglo veintiuno, de eso no cabe duda, pero ya es más dudoso que nuestra forma de usarla no se haya quedado en el siglo veinte. El plato combinado huele a años ochenta. El mantel de papel con migas, a los setenta. La carrera de coches en la televisión parece de este siglo pero no es sino una variación de las de cuadrigas con la misma espectacularidad y, sin duda, la misma inutilidad. Tampoco han entrado en este nuevo siglo las botellas colocadas en unas estanterías encima de la barra ni la forma en la que un hombre le pide a la camarera que le sirve una copa que se la siga llenando. En la mezcla de cansancio y aburrimiento del camarero que nos atiende puede notarse, superpuestas como las capas de un árbol, todas las horas detenidas sufridas por cientos de camareros de toda la historia.

Experimentada la realidad de las cosas con el tiempo como una carrera de ciclistas en la que sólo los que van en cabeza llevan el reloj en hora me pregunto para qué sirve este conocimiento recién adquirido. En ese instante me identifico, por primera vez, con Fernando Alonso, al que un tapacubos mal ajustado no le permite seguir en la carrera. Su coche está en el siglo veintiuno pero su equipo técnico debe ser el mismo del de Ben-Hur. A mí también se me suelta un tapacubos en mi epifanía y me veo perdiendo velocidad hasta que me detengo frente al plato combinado y se me hace totalmente real.

-¿Me das el huevo frito?

Lucía me señala el huevo y le digo que sí. Le hablaría de Raúl, pero prefiero dejarlo para otro momento. El camarero regresa de un siglo pasado para preguntarnos si queremos algún postre.

-Dos cortados – pedimos.

Y asiente con el movimiento justo de cabeza cuando uno pide un cortado. Lo clava. Reconozco que la maestría es cuestión de tiempo y que cuando uno la ha alcanzado puede dejar que el tiempo corra para los demás. Al fin y al cabo es probable que el tiempo, más que en línea recta, se limite a dar vueltas, como los coches en el circuito, para acabar volviendo al punto de partida. Necesito otra epifanía para darle forma a esta intuición, pero dos epifanías son muchas para un día y me niego a seguir ese camino. En vez de eso, abro la botella de agua y sin que nadie me vea riego el cactus, del que sale, lo puedo asegurar, un suspiro de agradecimiento.

1 comentario:

Javier Padron dijo...

Genial, casi puedo ver el sitio. Por eso te puedo preguntar cómo se te ocurrió pedir un plato con ensaladilla. Te has arriesgado a convertir la epifanía en un tránsito con transubstanciación en materia de evacuatorio. Ríete tú de las letrinas en la galera de Ben Hur.