domingo, 13 de septiembre de 2009

Tarantelo de atún : 25 euros.

Si uno le pone a su restaurante “Volvoreta”, puede jugar con la imaginación del curioso y permitirse que se piense en un local en la planta treinta de un hotel de cinco estrellas o en una cafetería de diseño en la sede de Volvo donde sirvan la mejor caldereta de la ciudad. La ambigüedad prácticamente no existe si, como es el caso, uno está comiendo en el “Asador de la Esquina” y esa esquina es la del Santiago Bernabéu.

Estamos sentados en una mesa pegada a un ventanal desde el que se ve todo el estadio. Hoy están poniendo un nuevo césped, así que la escena, que normalmente hubiera sido un tanto aburrida, resulta entretenida porque, aunque sea políticamente incorrecto, da un placer añadido el comer mientras se ve a los demás trabajar. Dentro del inconsciente colectivo que uno lleva a cuestas es prácticamente seguro que ande algún capataz de las pirámides que reviva antes esta imagen y sonría de placer al recordar antiguas jornadas bajo el sol de Egipto.

Los camareros, que se mueven por las mesas con la misma mezcla de control de la situación y seguridad en sí mismos que uno percibe en auditores capaces de enseñarte las cicatrices de mil batallas con Hacienda, nos entregan los menús. Al abrirlo me sorprende no escuchar la voz de Raúl recomendándome las sugerencias y, temiendo que sea un error de mi menú, lo abro y lo cierro varias veces, como si me abanicara.

-¿Qué haces?
-No escucho a Raúl.

Hace unos meses recibimos una felicitación de cumpleaños en casa y se le escuchaba perfectamente. Me hizo tanta ilusión recibir un mensaje personalizado que me lo llevaba a todas partes y lo abría con esa expectativa no del todo satisfecha del que se asoma a la página central del Playboy. No me cansaba de escucharlo porque siempre tenía la esperanza de que cambiara alguna frase y, como en un mal cuento de Bradbury, se abriera una puerta de comunicación entre Raúl y yo. Aunque, bien pensado, abierta esa puerta no habría sabido qué decirle y lo más seguro es que la hubiera cerrado

Llegado el momento de elegir, me sale el Guti que llevo dentro y, en vez de pedir carne, elijo el atún que aparece en las sugerencias. Los siete adultos de la mesa, mis hijos, y creo que hasta uno de los operarios que están poniendo el césped, me miran fijamente para decirme, como en el coro de una ópera :

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

Pero ya digo que en ese momento no soy yo, sino Guti, que va por la vida de sordo y que sólo tiene oídos para esa intuición que le dice dónde tiene que dar el pase justo para que la receta del entrenador, que siempre suele tener la sutileza de la de la tortilla de patatas, adquiera otro tono. Guti podría haber sido el Adriá del Madrid si no fuera porque, como admirador suyo, me temo que ni él mismo sabe todavía lo que quiere. En tema de novela negra, en vez de un 007 ha preferido convertirse en el Adamsberg del equipo.

En fin, que el capataz de las pirámides ve incrementado su placer cuando comienza a llover y los trabajadores siguen extendiendo los rollos de césped. El proceso es bastante sencillo, como todo en esto del fútbol : el césped llega en grandes rollos estrechos y una máquina los va recogiendo uno a uno con un único soporte que encaja en el centro y después los va extendiendo, como el que coge un tigretón y lo desenrolla, en el suelo. No sé si es que el anterior césped estaba muy mal o que, igual que uno no mete un Mercedes por un camino de piedras, conviene que el nuevo esté a la altura de los últimos fichajes de la temporada. Quizás todo se haga por Ronaldo, para que se vaya sintiendo más cómodo y cada vez que falle deje de poner esas caras de dolor tan intensas capaces de detener la rotación de la tierra por unos segundos.

Llega el atún y me siento decepcionado. Esperaba un buen trozo de atún, grueso y denso, y lo que me llega es un pariente cercano de ese emperador que uno se encuentra en el menú cuando está de régimen.

-Pero en este sitio, con parrilla y esas carnes, te vas y te pides un pescado, pero qué forma de actuar es ésa.

El coro, incluido el operario del césped, en el que ahora distingo una sonrisa de superioridad, repite sus palabras con el tono del que sabe que la realidad siempre se las va a apañar para darle la razón. Yo aprieto los puños y tenso los músculos del cuello como Ronaldo para que se vea que eso no era lo que yo quería, que mi intención era muy buena y que la culpa es del césped, del la barrera, de la presión, y del portero, al que le da por atrapar todo lo que yo tiro.

De repente me quedo solo con mi trozo de atún en el plato y las dos patatas asadas que lo acompañan, como dos coristas que ya han visto pasar sus mejores tiempos y ahora acompañan a cualquiera que las contrate. Esa imagen me permite saltar al concierto de ayer de Leonard Cohen, al que desde ya lamento no haber ido, y a las hermanas Webb cantando ellas solas “If it is your will”.

No me vendría mal una temporada en un monasterio zen para aprender a centrarme y no andar divagando de esta manera, que como me encargue del texto de mi lápida será la primera a la que se le podrá dar la vuelta para seguir leyéndola hasta el final. Uno se centra, por ejemplo, y aprende que el tarantelo no es un baile griego, sino el nombre de esa pieza de atún que me han servido, la que es de forma triangular y se encuentra cerca del lomo. Si uno quiere solomillo de atún, lo mejor es que lo pida así, y no otra cosa. Esto me parece que le pasa a Guti, que piensa solomillo y dice tarantelo o al revés. La vida es para los que piensan solomillo y dicen solomillo.

Espero que tras esta última aseveración la tierra se pare, pero ni por ésas. Los rollos se extienden sobre la tierra, los comensales disfrutan de la comida y yo decido ser zen y aceptar el tarantelo como lo que es. Entonces todo mejora. Bebo un sorbo del Enrique Mendoza, que sí hemos pedido por su nombre, y, como si ésa fuera la señal, en una televisión que hay en la pared del fondo veo a Guti meter el segundo gol en el partido de ayer contra el Deportivo. Todo encaja si uno se deja llevar un poco para limar asperezas, como recomienda Adamsberg :

“A los trenes, como a los hombres, no les gusta quedarse parados. Al cabo de un tiempo, se ponen nerviosos. Después de enterrar a mi padre, pasé el tiempo recogiendo guijarros en el río. Es una cosa que sé hacer. Dése cuenta de la paciencia infinita del agua que pasa sobre esas piedras. Y ellas se dejan, cuando en realidad el río se les está comiendo todas las asperezas como si tal cosa. Al final, gana el agua” (“La tercera virgen” – Fred Vargas)

Bueno, gana el agua si no hay vino, claro.

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