domingo, 16 de septiembre de 2007

Corte de pelo : 10 euros

Llevo varios años yendo al mismo peluquero porque me gustan sus historias. Me resultaría más cómodo cortarme el pelo en una franquicia que tengo cerca de casa donde todo está en orden, las peluqueras te dan un suave masaje en el pelo, la luz se refleja en todos los cristales y las revistas de moda son siempre las últimas. Nada que ver con ese pequeño local al que acudo donde sólo hay sitio para dos sillas de peluquero, un armario con un cubo y una escoba, tres sillas para los clientes y una repisa en la que hay una radio exactamente igual a la que mis padres me regalaron hace unos veinte años. Carlos me ve llegar y levanta las bolsas que lleva.

-Mira, tierra para las espinacas – me dice.

Vive en un ático por el que paga un alquiler ridículo. Ésa es una buena historia.

-¿Espinacas?
-Ya ves. Para todo el año. Y si pudiera, también tendría gallinas, pero huelen muy mal – me dice.

Soy el único cliente esta mañana de sábado. Muy cerca los obreros siguen con la reforma del mercado en el que está la peluquería. Cuando era pequeño acompañaba a mi madre a hacer la compra y el recuerdo de todos los puestos abiertos con la mezcla de olores ya sólo existe en mi memoria. Poco a poco todos han ido cerrando y darse un paseo por este mercado era más efectivo para deprimirse que escuchar a Melendi defender su pasión por el fútbol.

-Te van a tirar el muro.
-Sí, el lavabo está suelto de un golpe que le dieron – Y para demostrármelo deja las bolsas con la arena junto a la radio y lo mueve – Pero desde entonces, nada.

Me siento en el sillón y ojeo un periódico de hace un mes. Tengo así la segunda oportunidad de leer, relajadamente, algunas noticias que en su momento se me pasaron. Apenas empiezo la crónica de la llegada de Beckham a Los Angeles, me enseña un papel. Leo “tabaquismo” e “infarto”.

-Un poco más y no estoy aquí.

Me lo dice como si hubiera estado a punto de perder un autobús.

-Me dio un ataque al corazón estando de vacaciones en la playa. Empecé con sudores y el brazo me dolía, así que le dije a mi mujer que llamara a una ambulancia.

Todas sus historias, por extrañas que parezcan, tienen algo que las avale. Ahí está esa máscara de gas, junto a la radio, que le regaló un alemán. Una buena historia la de esa máscara. O una foto con un peluquero muy famoso, de cuando iban a afeitarle a algunas mujeres esa zona que normalmente no se afeitan los hombres. Buenas historias también las de esa época.

-Me han puesto en el corazón como dos puentes que sueltan su propia medicina para evitar que el cuerpo los rechace. Creo que son de platino. La operación salió por unos cinco millones.

Todo eso me lo cuenta como si le hubiera pasado a otro. Ahí está el dibujo del corazón con dos porcentajes escritos a máquina.

-Si no me lo pillan ahora, en dos años habría sido definitivo. Así que se acabó lo de fumar.

En la peluquería entra un hombre mayor con camisa blanca, el pelo al cero y unas gafas negras, amplias, que le cubren media cara. Una versión de la mosca con sesenta años. Se sienta y veo que asiente a todo lo que escucha. Por las sillas de esta peluquería pasa toda la gente que trabaja en el mercado para comentar algo o soltarle un par de pullas a Carlos. Como éste que ahora abre la puerta y se asoma.

-¡Qué pasa, peluca! ¿Todavía vivo?
-Vivo y coleando.
-Lo de coleando lo dudo con tu edad.
-Pues pregúntaselo a tu mujer
-¡Qué cabrón! Jajajajaja
-Jajajaja

La mosca de sesenta años se ríe, como si fuera esta escena la que hubiera venido a presenciar. Yo sigo mirando el dibujo del corazón, pensando que habría sido duro encontrarse con la peluquería cerrada para siempre.

-Pero hay que seguir adelante. En cuando salí del hospital, me fui con mi hija a pescar. Y a una de las enfermeras la he invitado a pasarse por aquí cuando quiera. ¿Tú ves el zorro? Pues hay una muy mala que está muy buena. Y yo le decía, tú , de mala, no tienes nada.

Me corta el pelo mientras hablamos. Hoy se lo he pedido muy corto. Cuando termina me pasa un espejo por detrás para que vea cómo ha quedado. Cada vez veo el pelo más blanco.

-Perfecto.

Le tiendo el billete de diez euros y veo que se queda mirando algo fuera de la peluquería. La mosca también parece sentirse atraída por algo. Me giro para ver a una morena de unos veinte años caminar por la acera. Nadie dice nada. Tan pronto dejamos de verla, Carlos se acerca a un jarrón con caramelos y saca un puñado.

-Toma, para tus hijos – me dice.

Los caramelos deben de tener la misma edad que la radio, pero eso es lo de menos. Se lo agradezco y salgo contento de la peluquería, como cuando de niño, cuando mi madre compraba la fruta, me daban una mandarina.

-Hoy tiene quién le defienda – le decían a mi madre.

Los obreros siguen trabajando.

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