domingo, 12 de abril de 2009

Pincho en el Imanol : 1,6 euros

Son las ocho de la tarde y María y yo estamos en la barra del Imanol cenando unos pinchos. Los enanos están con los padres de María, así que no tenemos ninguna prisa. Nos sentimos, sin embargo, un poco desorientados, sin saber cómo manejar el tiempo o el silencio.

-Ahora estaría poniendo la cena mientras tú terminas de secarles el pelo – le digo.

Pero en vez de colocar un plato de Hello Kitty y otro de Barrio Sésamo en la mesa de la cena, muerdo un pincho de croquetas que acaban de sacar de la cocina. Así que así era la vida cuando no teníamos a los mellizos, me digo, y me vienen a la cabeza escenas como ésta en el asturiano que está junto a los cines Verdi (esas croquetas de manzana) o en el Quinto vino (esos montados de solomillo).

-Sí – dice María, y prueba el pincho de salmón relleno que tiene en el plato.

El local se va llenando poco a poco de gente. A nuestro lado se coloca de pie, junto a una mesa alta, un hombre mayor, rubio, totalmente vestido de negro, que señala el grifo de la cerveza. El camarero le muestra dos vasos y el hombre elige el alto y fino, levantando después el pulgar. Recibe la cerveza, la prueba y después de dejarla en la mesa se mete las manos en los bolsillos y se queda mirando la televisión, sin sonido, que tenemos detrás. La mira con una extraña atención, como si fuera el capitán de un barco decidiendo la mejor ruta para no encallar.

En la televisión está puesto un programa del corazón. No reconozco a ninguno de los famosos, pero me atrae la sucesión de imágenes, como si fuera un mono frente a un experimento. Me gusta esa lejanía de la realidad y mi total falta de implicación con lo que veo. Me termino la croqueta y al ver el plato vacío me ofrezco para buscar más pinchos.

Los camareros parecen filipinos. Me baso en el hecho de que entre ellos hablan un idioma que no reconozco del que saltan, sin ningún problema, a un español de taberna cuando , gritando, uno de ellos nos recuerda :

-¡Los palillos al plato!

O, más tarde, nos advierte :

-¡Las charlas para los domingos, aquí se viene a comer!

No sé si les entrenarán para lanzar gritos así, con la fuerza con la que un pelotari manda la bola contra el muro. Exceptuando el nombre del local y, en cierto modo, los pinchos, ante los que es posible que un ortodoxo en la materia negara lentamente, nada en el local parece vasco. De hecho, con la llegada del hombre rubio y su barco y el trajinar de los camareros, uno se siente un poco cosmopolita y ciudadano del mundo. Basta con que los platos de Hello Kitty y Barrio Sésamo sigan en su cajón para que se experimente cierto espíritu aventurero.

Movido por ese espíritu, recorro toda la barra con el plato en la mano buscando nuevos pinchos, como si fuera Darwin en el Beagle a la busca de ejemplares con los que apuntalar la teoría de la evolución. No encuentro pinzones de pico duro, pero sí un pincho de jamón serrano, otro de pasta de pimiento rojo, otro de salmón y un cuarto de cangrejo.

-Todavía no han sacado los pinchos calientes – comento al dejar el plato junto a los dos vasos de vino.

En ese momento entran dos mujeres con ropa deportiva. Se quedan cerca de la puerta y dejan a sus pies dos bolsas negras. Vienen de hacer deporte en el Holmes, un gimnasio caro que está cerca y en el que los monitores son capaces de ajustarte una tabla de ejercicios mientras te recomiendan dónde invertir el dinero a la vista de los vaivenes de la bolsa. Las mujeres parecen venir aquí a comprobar que sus esfuerzos aeróbicos tienen su recompensa. La selección natural en todo su esplendor.

-¿Sí o no? Me pregunta el culo de una de ellas al ver que me fijo en él.
-Bueno, hay que reconocer que sí.
-¡Ah! Eso le va a gustar a mi dueña.
-Sí, pero dile que quite ese gesto de tensión que tiene en la cara.
-Eso es porque le gustaría comerse un plato como el tuyo pero no puede.
-Todo sea por la especie – le respondo.

El capitán de barco sigue con su cerveza, bebiéndosela a lentos sorbos. Ahora en la televisión, que sigue sin volumen, han puesto el pasapalabra. Me quedo mirando cómo las letras se van iluminando. Es un ejercicio inútil pero relajante. Lo más parecido a ver un acuario. En la calle la tarde va empeorando, cubriéndose de unas nubes oscuras con ganas de anticipar la noche. Entre la poca gente que sigue en las mesas de afuera veo a una mujer con velo, a su marido y a sus dos hijos. Me extraña que no entren y se queden ahí afuera. Si nuestro gran presidente les viera, les invitaría a entrar y les hablaría de la alianza de las civilizaciones, que no es el nombre de un anillo de los que se anuncian por la noche en el teletienda, sino un programa político para que todos los niños del colegio sean amigos y compartan sus cromos.

Pedimos dos vinos más mientras acumulamos los palillos en el plato. Miro el reloj y le comento a María que ahora estaría empezando a contarle el cuento a los enanos. Dos veinteañeros se sientan a nuestro lado y comienzan a besarse con una dedicación e intensidad sorprendente, como si quisieran desenterrar un tesoro con la lengua. El chico, mientras la besa, busca mi mirada para asegurarse de que tiene testigos de su hazaña. Le contaría que la distancia entre un beso como ése y los cuentos a las ocho y media no es tan grande como él piensa, pero prefiero seguir acumulando palillos para no romper este eslabón en la cadena evolutiva y dejar que los genes puedan combinarse.

-¿Cuál es nuestro récord? – le pregunto a María.
-Diecinueve.

Cuento los palillos que hay en el plato y asiento.

-Pues vamos a ver si establecemos una nueva marca por mi bien y por el de la especie.

Y me levanto a buscar más pinchos. El capitán se termina su cerveza y sale a la calle. Me quedo junto a la puerta para ver si se sube a un barco, pero se mete en un Mercedes automático y se mezcla con el tráfico de la rotonda. Tal como están las cosas puede que para él éste haya sido un día más de trabajo o el último. Le debió resultar más fácil a los pinzones adaptarse a los granos duros de su dieta que a cualquiera de nosotros aceptar las nuevas reglas de la economía.

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