domingo, 2 de diciembre de 2007

Entrada de cine : 6,75 euros.

Es la primera vez que vamos al cine con Daniel y Lucía. Lo habíamos retrasado un poco pensando que tal vez sería mejor dejar pasar uno meses más pero nos animamos pensando que lo peor que puede suceder es que dejemos la película a medias. Tratándose de una película infantil y viendo lo poco que se esfuerzan últimamente los guionistas, es probable que con la mitad sea suficiente para imagina el resto. El cine infantil de hoy es más previsible que la retransmisión de las campanadas de fin de año.

El caso es que pensaba que la primera vez, como suele uno proponerse en la vida, fuera inolvidable. Alguna película que hiciera historia y de la que los enanos, dentro de unos años, pudieran hablar orgullosos. La realidad, como siempre, prescinde de lo planeado siguiendo la máxima universal de que el hombre propone y la cartelera dispone.

Y he ahí que estamos un sábado a las cuatro menos cuarto comprando cuatro entradas para “Bee movie”. Como admirador de Pixar que soy, me siento un poco culpable llevando a mis hijos a ver una película de Dramworks. Públicamente admito que Shrek no me hace ninguna gracia y que el humor de Dreamworks se aleja bastante del mío. Por decirlo de una forma bastante expresiva, es como si un madridista se sentara en una mesa de culés en una comida homenaje a Stoichkov, ese gran hijo del balompié.

Pero ser padre implica esfuerzos como éste y mantener la neutralidad frente a los hijos animándoles con frases del estilo.

-Ya verás qué película más divertida

o

-Lo vas a pasar muy bien.

Cogemos las bases de plásticos para los asientos de los enanos y entramos en la sala. Independientemente de la película que vaya a ver, entrar en una sala cuando todavía está a oscuras y permanece en silencio es como caminar por un restaurante que acaba de abrir y ver todas las mesas preparadas. De alguna forma, éste es mi mundo, aunque no sepa cuál es la conexión que tengo con él : si me limitaré a ser espectador o alguna vez lo que proyecten se basará en una historia mía. Sí sé que se que es un reencuentro, una forma de ir cogiendo el ritmo de nuevo, de recuperar ciertos ritos antiguos entre los que estaba el ir al cine. Queda muy lejana esa temporada de mi vida en la que veía hasta cien películas al año, pero tampoco pretendo alcanzar esas cifras. Por el momento, soy feliz subiendo con mis hijos por las escaleras, señaladas por pequeñas bombillas azules, mientras busco el número trece de la fila.

La primera imagen que los enanos ven en una pantalla de cine es un anuncio. Previsible pero decepcionante, como comprarse un deportivo nuevo y ver que los cenicero están llenos de colillas. A ellos, sin embargo, eso les da igual. Tras el anuncio, que se habrá quedado grabado en alguna parte de mi subconsciente y que se activará cuando camine por un centro comercial, llegan los trailers de varias películas infantiles.

-¿Es ésta? – me pregunta Daniel.

Voy negando hasta que, por fin, aparece la luna creciente que es símbolo de Dreamworks. Yo hubiera querido ver a mi lámpara saltarina, la que precede todos los grandes trabajos de Pixar, pero no puede ser. Maldigo en silencio y me giro hacia mi hijo, que está a mi izquierda y después a mi hija, que está a la derecha.

-¡Ya empieza!

Y trato de enfatizar los símbolos de exclamación para que no exista manipulación, para que, dentro de unos años, en el diván de un psicólogo, mis hijos no puedan reprocharme que con mis palabras les mandara un mensaje mientras que con mi expresión corporal les enviaba otro. Mejor evitar las visitas a los psicólogos desde ya e insistir con esas exclamaciones que clavo en la palabra con la misma fuerza y decisión que un banderillero sabiéndose observado por una rubia de noche larga.

-¡Ya empieza!

Dentro de mi cabeza suena la aclamación del tendido siete a mis palabras y, satisfecho, trato de enfrentarme a esta película sin prejuicios. Una abeja charlatana que se subleva contra su rutinario futuro, una abeja que se enamora de una florista, una abeja que lleva a la industria de la miel a los tribunales, una abeja que acaba poniendo su propio despacho y asesora a las vacas que se sienten explotadas por el hombre.

La historia no tiene ni pies ni cabeza. Muchas veces me siento como esos abducidos que expresan sus experiencias con los extraterrestres en forma de salto temporal : en un momento se ven invitándo a alguien a tomar un té e inmediatamente se encuentran despidiéndole en la puerta de su casa. Así ando yo en esta película, de abducción en abducción, La abeja dice que va a poner una demanda y en la escena siguiente ya está en el tribunal, por ejemplo.

Tal vez a esta película le pillara la reciente huelga de guionistas de Hollywood y éstos le mandaran al director escenas inconexas y sin orden para que él las filmara, como el que se encuentra con un montón de huesos entre las manos con el mandato de montar un Tyrannosaurus Rex en la sala principal del museo. El director presenta su dinosaurio pero debe decirse que el trabajo no es bastante convincente. ¿Quién me mandaría a mí serle infiel a Pixar?

A los enanos mis problemas con los dinosaurios o con los guionistas les traen sin cuidado. Lucía, por ejemplo, apenas empezada la película, se tumba encima de mi mujer y aprovecha la oscuridad para darse una buena siesta. A Daniel, por el contrario, lo único que le preocupa es reconocer la fotografía de la película que le enseñé ayer en la que la abeja aparece mojada por el agua.

-¿Cuándo se moja?

Y una vez que ve la escena, como el turista que se hace la fotografía de rigor junto a la torre de Pisa, cambia de preocupación.

-¿Cuánto queda?

Que es lo mismo que yo me pregunto, sobre todo cuando la película presenta un falso final tras el que viene una sucesión de incoherencias que demuestra la necesidad de mimar a los guionistas, de tratarles como personas y de dejarles que de vez en cuando reciban la luz del sol y beban agua potable. Tras varios amagos, la historia termina y se encienden las luces. Lucía se incorpora con el mismo gesto que me encuentro por la mañana cuando voy a por ella a la cama. Daniel me dice que sí, que le ha gustado, que si nos vamos a casa a ver dibujos, como si esta experiencia tuviera todavía algo de sucedáneo.

Bajamos las escaleras hasta el primer piso. Todos los niños van corriendo hasta la pantalla para tocarla. Daniel tira de mí para imitarles, para comprobar algo que él tiene en su cabeza.

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