martes, 22 de enero de 2008

Una máscara de león : 5 euros.

Vamos a la Plaza Mayor a que los enanos se den su primer paseo entre los puestos de Navidad. No sé si con su edad recordarán algún detalle de esta mañana o si la parte de su memoria que debería guardarlos está por estrenar esperando que llegue su momento, como una lujosa cesta de Navidad en una playa de Agosto. Si todo lo de este día va a desaparecer tal vez hubiera sido más práctico demorar la mañana en pijama viendo relajadamente en el sofá un episodio de Caillou.

María y yo no olvidaremos, por ejemplo, que el aparcamiento en el que teníamos pensado dejar el coche está completo, que después de esperar pacientemente la cola de otro aparcamiento, el de la Plaza de Jacinto Benavente, un policía muy, muy simpático, nos coloca una valla enfrente de la entrada y con un gesto de cabeza como único argumento, nos invita a que disfrutemos un rato más de Madrid en fiestas. Y claro que disfrutamos. No olvidaremos eso ni las vueltas y más vueltas que damos hasta dejar el coche en la calle Segovia, desde donde tenemos que subir con los enanos dormidos en brazos hasta los alrededores de la Plaza Mayor.

Es al llegar al final de la calle Segovia, con Daniel en mis brazos, dormido, aumentando de peso conforme camino, cuando se me ocurre eso de que habría sido más práctico demorar la mañana viendo relajadamente un episodio de Caillou. A continuación casi me oigo exclamar que encima es posible que no recuerden esto. Y ahí estamos María y yo, a punto de desfallecer, cuando me digo que ser práctico muchas veces equivale a dejar de callejear por la vida y que a mí me gusta callejear, así que me olvido de Caillou y de mi cansancio y recuerdo a qué hemos venido esta mañana de sábado y me digo que venga, que ya estamos al lado.

La Plaza Mayor en Navidad siempre parece la misma, lo que en estas fechas es positivo porque esa inmovilidad es lo que todos andamos buscando. Los Reyes Magos eran tres hace diez años y tres serán dentro de otros diez. Las uvas fueron, son y serán doce. Así que sentir que nada ha cambiado en lo que se me presenta esta mañana me reconforta. Entramos en la Plaza por la cuesta de cuchilleros y lo que me encuentro es lo que mis hijos se encontrarán dentro de diez o veinte años : un montón de gente con ganas de pasárselo bien pero con la sospecha de que estar ahí no es la mejor manera de lograrlo, vendedores de globos, personas con grandes y ridículas pelucas de colores, puestos que venden figuras para el belén y todos sus accesorios, puestos que venden las dichosas pelucas de colores, puestos que venden máscaras para disfraces, niños que quieren una máscara, pintores que te hacen tu caricatura mientras diez personas juzgan el parecido, vendedores de barquillos, niños que quieren un barquillo y todos los demás niños que no quieren una máscara ni un barquillo y que parecen estar ahí para rellenar todos los huecos, como el maíz en una ensalada. De fondo, cuajando toda la mezcla, la compartida certeza de que, a pesar de todo, en esta mañana había que estar ahí.

Ni Daniel ni Lucía parecen contentos. Intentamos contagiarles algo de ilusión, pero la poca que teníamos se la quedaron el municipal ese de la valla y el esfuerzo de la cuesta. Lucía, que le tiene pánico a los globos, empieza a chillar nerviosa cuando ve los de un vendedor. Tratamos de calmarla pero el pánico sube un grado de intensidad al encontrarnos con un Mickey Mouse de segunda fila inflando globos a los niños. El Mickey Mouse tiene un trozo de esparadrapo en una mejilla y parece que el hombre que lo lleva no se quitara el disfraz ni para dormir. Lo del esparadrapo me hace pensar en una reyerta con algún otro personaje infantil, tipo Winnie The Pooh, por lograr un buen sitio en el que colocarse estas fiestas. Me imagino al oso de la miel llevándose a Mickey Mouse a una esquina poco iluminada para dejarle un recuerdo de quién es el que se queda con la ordenada Cortylandia y quién es el que se tiene que conformar con el caos de la Plaza Mayor.

María se lleva a Lucía y yo me quedo con Daniel, que está fascinado con las máscaras de disfraces. Me obliga a recorrer todos los puestos para tocarlas una a una, quizás con la esperanza de que alguna de ellas cobre vida. No lo sé. Mientras camino de un puesto a otro, con él sobre mis hombros, me doy cuenta de que las figuras que están expuestas son exactamente las mismas que había en el belén de la casa de mis padres. Recuerdo las veces que veníamos mi hermano y yo con mi padre a comprar esas figuras y durante un rato tengo la impresión de que si sigo caminando por ahí me veré de la mano de mi padre. Como si bastara con insistir y tener un poco de paciencia.

-Ésta – me dice Daniel.

Es una máscara de un león que cuesta tres euros. El precio es muy alto, pero trato de no pensar en ello. En Navidades uno gasta dinero como si se encontrara en un país lejano en el que por diez euros le hubieran dado cinco fajos de billetes prietos y densos, como los que llevan los ganaderos en los bolsillos. En esos países no se discute el precio, así que yo tampoco lo hago y le compro a Daniel su león.

-Y ésa para Lucía – dice, señalándome otra de Daisy.

Y ahí va otro fajo de billetes por la máscara de Daisy.