martes, 23 de octubre de 2007

Tratamiento de varices : 2.000 euros

En un reciente artículo en El País se argumentaba a favor de la desaparición del dinero en efectivo como método para luchar contra el dinero negro. Si todos pagáramos con tarjeta o electrónicamente, se decía, se podría seguir el rastro de cualquier transacción y saber su origen. La razón moral para que el dinero se convierta en algo virtual no está nada mal, pero yo prefiero que el dinero pese, que se haga menudo, que me abulte los bolsillos. Si no, uno deja un talón de dos mil euros en un mostrador como si nada, como si aquello, más que algo real, fuera un juego.

Pero volvamos atrás, a ese momento en el que vuelvo a encontrarme con el especialista en cirugía vascular que ya me vio hace diecinueve años y que al mostrarle la pierna derecha me dijo :

-Esta variz tiene mala pinta

Mala pinta para la vida civil, pero no para la quirúrgica, que a los pocos días pasaba por el quirófano para operarme, vendarme la pierna, obligarme a pasar unos días en casa sin moverme y, de paso, impedirme ver a Peter Gabriel en su gira “So”. Todavía hoy cuando escucho algún tema de ese disco la pierna me pica con la misma fuerza que los huesos a alguien con problemas con la humedad poco antes de que Noé saliera a navegar.

Diecinueve años después le enseño la otra pierna, la izquierda.

-Esta variz tiene mala pinta

La frase, repetida de la misma manera, hace que el tiempo se junte como los pliegues de un acordeón. Y poco me falta para improvisar una letra de tango para esta relación tan especial por la que los días no pasan. No somos, precisamente, dos amantes que, apenas se miran a los ojos, vayan dejando prendas por el camino.

Esa ilusión de la ausencia de tiempo es efímera porque Peter Gabiel no anda de gira estos días por Madrid, yo tengo menos pelo, peor memoria y esta vez no me sugiere que me opere. Me habla de un tratamiento nuevo con microespuma mucho más cómodo.

-No requiere anestesia ni ingreso. Se hace en quince minutos y sales andando por tu propio pie.

Para mostrarme los beneficios de esta nueva técnica, me enseña dos fotografías con una variz más impresionante que la mía antes y después de utilizar el nuevo método.

-En tu caso, además, te quedaría mejor la pierna que con la cirugía.

Tengo que decir aquí que mi variz era de medalla de plata. Caminar con ella era como llevar una serpiente debajo del pantalón. Diecinueve años dan para mucho y en todo este tiempo mi variz había llevado una vida de reina sedentaria, moviéndose menos que el suplente de Casillas. Llegó el momento en el que parecía que iba a cobrar vida propia y esa amenaza me animó a visitar al especialista.

-El precio, tengo que decírtelo, son dos mil euros.

Alguien más valiente habría dudado al escuchar el precio del tratamiento, pero yo no lo hice. Ya había decidido esquivar la anestesia y la cantidad que me dijo provocó la queja de mi yo económico, al que en ese mismo momento di la espalda como a un funcionario degradado obligado a trabajar en los archivos de un sótano. Me gustaría ser valiente y ser sincero, pero puestos a elegir, prefiero ser sincero y admitir que pudo más el miedo y que rápidamente empecé a pensar de dónde sacar el dinero. Tampoco puedo presumir de cobardía porque tampoco en este campo soy constante ni me esfuerzo lo que debiera para alcanzar cierto nivel: me quedo en un decepcionante cinturón amarillo.

Así que ahí estoy, con el talón en la mano, pasándoselo a la enfermera antes de entrar para que me quiten la variz en quince minutos. Si hubiera pagado con monedas de veinte duros, todo habría sido más real, menos etéreo. Todavía ahora, días después, cuando me quito la venda para aplicarme hielo, me sorprende que la variz no esté ahí, que la realidad, como ya advertía Italo Calvino, se vuelva tan leve.

miércoles, 3 de octubre de 2007

Empanada de atún : 3,60

Mañana de domingo. Damos un paseo por la calle Fuencarral buscando una chocolatería para desayunar que no encontramos. Esta sensación de que Madrid va cambiando muy deprisa no se debe a que la ciudad se haya acelerado, sino a las pocas veces que en estos tres últimos años hemos podido caminar por el centro. Somos como el astronauta que se pasa toda la vida por el espacio y que al volver a la tierra se da cuenta de que su hermano gemelo no está en la chocolatería sino en una estrenada franquicia de cafés americanos. Einstein lo explicó mejor, pero el concepto está ahí y nosotros, viendo que los mellizos se distraen, entramos en el Starbucks.

No sólo ha desaparecido la chocolatería, sino el bar de Malasaña especializado en croquetas. Las servían con una pequeña banderita en la que explicaban de qué estaban hechas y en algunos casos los experimentos estaban realmente buenos.

-¿Y no estará más adelante?
-No, era aquí, seguro.

Y es al admitir que era ahí, en el local ocupado ahora por una tienda, donde pretendíamos tomar unos vinos y unas croquetas cuando me siento algo mayor. Uno realmente cumple años en los momentos más inesperados y en ese instante a mí me caen dos de golpe.

-¿Y ahora?

Llegar hasta aquí con los enanos es una inversión en tiempo y esfuerzo que no podemos desperdiciar. Lucía se ha recorrido toda la calle Malasaña gritando que la cojamos en brazos. Daniel, más tranquilo después de comerse media magdalena en Starbucks (y de desmenuzar la otra media en el suelo) va señalando los distintos colores con los que están pintadas las puertas y deteniéndose ante ellas como si estuviera recorriendo una particular exposición. Mi mujer me mira como pidiendo que la asegure que todo esto no ha sido en balde. En ese momento me adelanto unos metros y descubro que en “La Tapería”, un local que está al final de la calle, hay sitio.

En el lugar todavía se percibe esa tranquilidad del que lee el periódico totalmente abierto sobre la mesa, del niño que revisa sus cromos una y otra vez, del camarero que ajusta los platos con los pinchos bajo un cristal, de los amigos que se acaban de pedir una caña para hablar de las reformas de uno de ellos.

-Tiraron la casa en Mayo y hasta la semana pasada no ha vuelto.

Esa mañana de domingo que trata de alargase todo lo que pueda empieza a desaparecer con nuestra llegada. Somos los primeros en pedir el menú para comer. Revisamos la carta y elegimos unas láminas de bacalao y unas croquetas para los enanos y un tartar de buey y una empanada de atún para nosotros. Dos copas de Arzuaga. Me siento un poco culpable cuando la camarera se marcha a la cocina porque en ese momento habría sido más apropiado un café con leche y un croasán que un tartar de buey. Hemos entrado por la puerta y la mañana de domingo ha saltado por la ventana.

Los mellizos, ajenos a mis culpabilidades sin sustancia, se dedican a dibujar en la parte de detrás de sus manteles. Lucía traza varias líneas rojas paralelas. Daniel recorre todo el borde de su mantel con un lápiz azul y cuando termina me pide mi mantel. La camarera sostiene los platos mientras los enanos se niegan a que les coloquen algo encima de su mantel. Al final decidimos que lo mejor es darles la vuelta para que no se manchen.

Nada más llegar la empanada de atún, sé que ha sido una buena elección. Se la ve fresca y jugosa. Por un momento pienso que los enanos están neutralizados con las croquetas y el bacalao, pero apenas he probado un trozo, Daniel señala la empanada.

-Quiero eso.

Le explico que las croquetas están muy buenas, que las han traído con salsa, que no queman, que hay un montón.

-Quiero eso.

Le doy un trozo con la esperanza de que no le guste. ¿Para qué voy a negarlo?. Iban a ser unos buenos momentos de intimidad gastronómica entre mi empanada, mi Arzuaga y yo. La media magdalena que terminó desmigajada en el suelo era mía y con ese sacrificio ya he cumplido hoy como padre. Con lo que cuesta una magdalena en el Starbucks se podría pagar a medio equipo de regional preferente, por poner un ejemplo de fútbol y dejar a los astronautas del primer párrafo en paz.

-Quiero más.

Hay un contrato tácito entre un padre y su hijo en temas de comida y es que, salvo que se trate de chucherías o de objetos manifiestamente nocivos (como una piedra o una llave inglesa) un padre no puede negarle a un hijo más comida si éste se la pide con esa mirada interrogante que me encuentro yo ahora.

-Toma, toda tuya.

El grupo de amigos paga sus cañas, el lector de la mesa de al lado cierra su periódico, una pareja mayor se sienta en otra mesa y yo me como las croquetas. Mi mujer, viendo cómo, resignado, le hecho de vez en cuando un vistazo a lo que va quedando de empanada, sale en mi ayuda. Le hace una señal a la camarera.

-¿Nos trae una tabla de ibéricos?

Tan pronto nos la sirve, los mellizos se lanzan a ella. Daniel se olvida de su empanada y empieza a comer jamón. Lucia, con la cabeza apoyada en su mano izquierda, tira con fuerza con la otra mano de un trozo de chorizo que ha mordido. Recupero la empanada lentamente.

-Eres otro niño más – me dice mi mujer.

Y en ese momento pierdo los dos años que gané antes.