miércoles, 29 de septiembre de 2010

Concierto de Peter Gabriel : 90,5 euros

Uno se imagina a Peter Gabriel o cualquiera de los grandes de la música como un rey en su castillo al que de vez en cuando le apetece recorrer su reino para ver cómo están las cosas. Llegado ese momento, llama a su gente más cercana y les anuncia que se marcha de gira, que asomarse al patio virtual te da una idea pero que no es lo mismo ver un plato de jabugo en la pantalla que sentir la grasa en los dedos.

-Algo sencillo, sin el grupo.

Un concepto ambiguo eso de sencillo en alguien que ha militado en el terreno del rock sinfónico y que en este caso se convierte en una orquesta de cincuenta músicos que le acompaña, claro, para que podamos decir que este hombre tiene cuerda para rato. Con esa orquesta, la “New Blood Orchestra”, y su último disco, “Scratch my back”, se presenta Peter Gabriel un miércoles en el Palacio de Deportes de Madrid.

El Palacio de Deportes es un recinto en el que lo mismo se celebra un espectáculo sobre dinosaurios, se ofrece un show con los Gormiti, o actúa Peter Gabriel. Para adaptarse a cada circunstancia, colocan más o menos sillas, dándole a todo cierto aire de verbena en el que encajaría bien una sangría en vaso de plástico, no una entrada de noventa euros. Afortunadamente, cuando Peter Gabriel arranca, puntual, demuestra que aquí lo importante no son las sillas, sino lo que él viene a cantar y a contar.

No sé si “Scratch my back”, que es un disco de versiones, es superior a las originales o las dilapida como el que hace una reproducción de la Mona Lisa con macarrones. Lo único que me importa es que esas canciones, que Peter Gabriel ha presentado, en español, como distintas partes de una historia, me permiten darme una vuelta por esos túneles que su experiencia, sus años de psicoanálisis y la música han ido abriendo dentro de él.

Mentiría si dijera que el paseo es acogedor, porque durante la primera mitad del concierto me siento más cerca del frío y la humedad, como si pasara la noche en la cama de una cabaña, que de las playas de un anuncio de ron, pero resulta fascinante. Uno entra siendo un gusano, nota cómo se convierte en capullo, más metafórica que literalmente hablando, y sale hecho una mariposa, aunque oscura y con preferencia por las flores negras, pero mariposa.

La culpa de esa metamorfosis la tienen los arreglos de las canciones, la fuerza de la orquesta, que toca como si quisiera despertar hasta el último de los murciélagos de las cuevas de Transilvania, y a la forma en la que Peter Gabriel canta y hace suyos los temas. Cuando alguien a quien admiras se sube a un escenario con sesenta años, no sabes si será peor abrir los ojos para descubrirle convertido en tu abuelo o escucharle atentamente para encontrarse con una voz más desgastada que el pasamanos de una residencia de ancianos. Peter Gabriel tiene pinta de abuelo, pero su voz apenas ha cambiado, lo que hace que el concierto, lejos de ser un motivo para el recuerdo de tiempos mejores, sea un reencuentro en el que te puedes quitar unos cuantos años de encima.

Terminada la primera parte del concierto con el último de los temas de “Scratch my back”, se ofrece un intermedio para que los artistas descansen y tú trates de poner un poco de orden en tu cabeza, tu corazón y tu vejiga, por ese orden. Extraña cosa ésta del amor, te dices, que en manos de Peter Gabriel se convierte en una escalera que, da igual que suba o baje, te ofrece más problemas que soluciones. Le das vueltas al tema, te limpias las manos y vuelves a tu silla más ligero por eso de la metamorfosis.

La segunda parte está dedicada a canciones del propio Peter Gabriel. Lo suyo es que, habiendo tocado temas de otros, fueran ellos los que hicieran versiones de Peter Gabriel, en ese juego del yo te rasco la espalda y después tú me la rascas a mí al que se refiere el título del disco. Ya sea por el coste de traer a varios grupos o por el cariño que le tiene a su orquesta, a la que no deja de alabar en cuanto puede, es él mismo el que se versiona. La selección es algo más optimista, pero aún así aparecen temas como “The Drop” o “Washing of the water” capaces de congelar un vaso de agua. Parece que después de la exigencia de la primera parte, todos tensos y en silencio, como en una clase sobre Nietzsche en alemán, quisiera sacarnos al recreo para correr, saltar y celebrar la vida. Un premio por portarse bien que la gente celebra acercándose al escenario y bailando cuando suenan temas como “Solsbury Hill” o “In your eyes”.

Termino el concierto como una croqueta pasada por el microondas de un bar : caliente por fuera y frío por dentro. La mezcla, aunque pueda parecer lo contrario, me gusta. Ha sido una gran experiencia en esta vida en la que sólo suelen pasar cosas. Peter Gabriel, con una toalla blanca alrededor del cuello, se despide de nosotros junto a las dos mujeres que han hechos los coros : su hija Melanie y Ane Brun. Unos hacen quince minutos de bicicleta para mantenerse en forma y otros dan conciertos de tres horas.

No sé si, de vuelta a su castillo, decidirá volver a subirse en un escenario, pero ya puedo decir que ya son más los conciertos suyos que he visto que los que me he perdido. En esto, el tiempo sí ha corrido a mi favor.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Botella de vino Barbazul : 7,25 euros

Le pido a la vendedora que me recomiende algún vino que ronde los siete euros y noto que se crea un momento de tensión, como si le hubiera exigido que me resumiera Guerra y Paz en dos frases. Subo a diez euros y se relaja al ver que puede ampliar su selección. Se dirige hacia una botella y me la muestra, sosteniéndola con el cuidado de una matrona.

-Es un vino que deja un gusto final fuerte en la lengua, como si raspara.

La mezcla de esas dos palabras, lengua y raspar, me lleva a un párrafo de “Hacia la boda”, de Berger. El narrador de ese libro, que releo con placer, es un ciego que sabe detenerse en las voces de las personas : unas le recuerdan a rodajas de sandía en una bandeja, otras calman, otras son pequeñas y rasposas como la lengua de un gato. Dejo que el gato meta la lengua en la boca, cierro el libro y presto atención a la botella, que cojo como si se tratara de un recién nacido.

El vino es un “Barbazul”, de la Tierra de Cádiz. 2008. Con una graduación del 15%. La etiqueta de detrás no dice nada más, lo que me parece un desperdicio. Habría que cuidar más los textos de los vinos, pero parece que ahora toda la importancia se la llevaran las imágenes. Entre un “Vino tino, para acompañar la carne” y “Beber puede perjudicar a las embarazadas con miopía que conduzcan de noche deprisa y sin gafas bajo un intenso aguacero con riesgos de huracanes mientras el cristal se le empaña”, tan del gusto protector de los americanos, podría crearse un subgénero literario interesante.

Tal vez debería hacer alguna pregunta sobre el tipo de uva o la barrica en la que ha reposado (uno pide que le aclaren si de roble francés o americano y queda muy bien), pero no se me ocurre nada y me parece ridículo decirle que me lo voy a llevar porque lo he relacioando con Berger. Sería más sincero si le preguntara lo que de verdad me ronda la cabeza:

-¿Es un buen vino para beber con la familia esta tarde en una fiesta de cumpleaños?

A la pregunta me respondo yo mismo. Con ese 15% de graduación, es probable que los adultos acabemos saltando encima del sofá mientras los niños asisten en silencio a la escena, preguntándose por qué necesitamos beber para hacer algo que a ellos les sale por las buenas. Es que a veces, hijos míos, los años te alejan de esas cosas que hacías por las buenas y el vino te ofrece un salto al pasado para reencontrarte con ejercicios tan saludables como éste. Es el viaje en el tiempo con tecnología “Tempranillo”

-Pues me llevo dos botellas.

Saca dos botellas y las coloca, muy juntas, en el pequeño mostrador que tiene. Sólo estamos ella y yo en la tienda, lo que hace que el local parezca mucho más grande. En una tienda abarrotada te entran ganas de meterte de todo en los bolsillos y pagar sólo un bote de sacarina al pasar por caja. Aquí, por el contrario, daría tres veces lo que me pide como una pequeña contribución al local. Hay que ser un apasionado de los vinos para abrir una tienda en un barrio de supermercados, bancos, locales de bolas y pizzerías. Parece el proyecto de alguien que no sólo quiere ganarse la vida, sino demostrarse algo a sí mismo.

Así que salgo de la tienda con mis dos botellas, sin nada más. Desde el punto de vista práctico, no es una compra muy eficiente cuando se puede ir a una gran superficie y llenar el carro y ahorrar tiempo y dinero, pero creo que la vida sería más interesante si compráramos naranjas en una tienda de naranjas, pasta en una de pasta y vino en una tienda como ésta. Hay algo extraño en mezclar tantas cosas distintas en un carro.

La celebración empieza a partir de las seis. Comemos y bebemos mientras los cuatro primos inventan juegos en un cuarto, visitándonos de vez en cuando como para comprobar que nos portamos bien y que pueden seguir tranquilos. Cuando uno de ellos se acerca a la mesa a por un trozo de empanada o unas patatas los cinco adultos nos inclinamos sobre la mesa para proteger las copas de vino.

Ya avanzada la tarde, abierta la segunda botella, entiendo por qué han elegido un nombre así para la botella. Me siento como un pirata que hubiera llegado a esa isla abandonada en la que uno sueña cuando naufraga durante la semana. Todas las normas que nos persiguen el resto de los días quedan lejos y me recuerdo que mi valor como pirata depende de la distancia a la que consiga mantenerlas. Ahora les he sacado ventaja. Aquí, protegidos por el mar, celebramos en nuestra pequeña fiesta que no tenemos grandes problemas de los que preocuparnos, que es lo que nos decimos con todas las frases en las que nos contamos temas superficiales y sin importancia.

Recuerdo entonces un párrafo del libro de Berger que le iría muy bien a una botella de vino. Me levanto un momento para buscarlo y leerlo:

“Todos se disponen a comer. Con la carne beberán vino tinto de Barolo. Los invitados empiezan a tocarse con más confianza, corren los chistes y las bromas. Cuando alguien olvida algo, otros se lo recuerdan. Se dan la mano al reírse. Algunos se quitan prendas, una corbata, un pañuelo, una chaqueta, un par de sandalias que aprietan de pronto. Las costilletas dispuestas en las tablas invitan a ser comidas con la mano hasta dejar limpio el hueso. Todos comparten”

Vuelvo al salón y sirvo la última ronda. Los niños no dejan de correr por toda la casa en un espectáculo que sólo tiene sentido desde dentro, no como espectador, igual que pasa con la fórmula 1.

viernes, 10 de septiembre de 2010

Pecera de veinte litros : 59,95 euros.

Nuestra intención es darles una sorpresa a los enanos y comprar, antes de que empiecen el colegio, una pecera con dos peces. Desde hace unos meses, Daniel no deja de pedirnos cualquier animal vivo de mascota, como el que prueba todas las llaves hasta dar con la que abra un hueco en nuestra resistencia.

-Un hurón.
-No.
-Una gallina.
-No.

Y decimos que no a lo de la gallina, pensado que es una idea absurda, y una noche vemos en un documental que en Chicago hay gente que las tiene en su jardín. Nos negamos a lo del hurón y a los pocos días María me comenta que un amigo suyo se va a comprar uno, que ya son la tercera mascota más común en Estados Unidos. Quizás es que Javier, por su edad, sea más sensible al espíritu de los tiempos y no haga sino anticipar tendencias.

Para evitar que sus peticiones se vuelvan más exóticas, acudimos a la tienda de animales que hay en el centro comercial para empezar por lo básico : una pecera y dos peces.

La tienda tiene cierto aire provisional, como de local que hubiera sufrido las rebajas y no hubiera repuesto nada. Es extraño porque, a pesar de estar rodeado de peces, conejos y cachorros, no tengo la sensación de encontrarme en una tienda de animales. El dependiente, un hombre alto y con media camisa por encima del pantalón, se acerca lentamente hacia nosotros. Le contamos lo de la pecera y los peces, nada de lo del hurón y la gallina y el espíritu de los tiempos.

-Eso es lo que tengo – dice, señalando un mueble.

En el mueble sólo hay dos peceras. Una es demasiado grande. La otra, más pequeña, es, más o menos lo que buscamos. María la coge con las manos.

-Cuidado con esa porque está rota. Tiene una raja en un lado.
-¿Y no tiene otra?
-No.

Es un no tranquilo, algo extraño, de los que, no cabe duda, definen no sólo un estilo de venta, sino una forma de vida, un estar en el mundo. Ortega habría escrito un buen libro sirviéndose de ese no. Es el no del que, en medio de la vía, ve acercarse el tren y no hace nada, como si la cosa no fuera con él, como si estuviera en esta dimensión de paso y su verdadero ser estuviera en otra, desconocida y muy alejada de nosotros.

Como para darme la razón, el vendedor enciende un cigarrillo y con él en la mano nos señala unas cajas que tiene en una repisa alta.

-Los chinos están sacando unas peceras más baratas pero de mala calidad. Las mías son buenas.

Y miramos las cajas que nos indica en silencio, como si fueran los retratos de sus antepasados. No sabemos si las cajas están vacías o no y no hace ninguna intención de añadir nada más. Seguimos mirando hacia arriba como el que estudia en un panel del aeropuerto las horas de despegue sin planes de coger un avión. Jamás hubiera pensado que comprar una pecera y dos peces fueran tan complicado. Tal vez deberíamos haber dicho que sí a lo de la gallina.

Me imagino a este hombre recién levantado de la siesta. Camina a nuestro lado como si él mismo fuera un cliente, atento a los peces. No se ofrece para encargarnos una pecera que no tenga una raja rota ni trata de convencernos para que compremos una más grande. Fuma y nos mira, como si fuéramos nosotros los que tuviéramos que decir la frase que acabe con todo esto.

-Bueno, pues muchas gracias.

Y el vendedor, con una mano en el bolsillo, agita la otra a modo de despedida y se vuelve hacia sus animales.

Una hora y media más tarde estamos en otra tienda completamente distinta. Aquí todas las estanterías están repletas, la luz es cálida, hay madres con sus hijos mirando animales, animales mirando a sus madres y a sus hijos, y podemos elegir el color del acuario de veinte litros que buscamos.

Las dos dependientas que nos atienden son jóvenes y guapas, de las que uno sería mascota sin pensárselo demasiado. Cuando les contamos lo que queremos nos detallan lo que necesitamos con cuidado, explicándonos lentamente, como si hablaran con nuestro hijos, no con nosotros, qué gotas hay que echarle al agua para tenerla lista para los peces y el cuidado que hay que tener con la comida.

Salimos de la tienda con dos bolsas llenas, sospechando que la cantidad de objetos que necesitas con un animal es inversamente proporcional a su tamaño. La palabra pecera es la suma de varias (tierra, filtro, gotas, comida, plantas o carbón) que se asocian por un efecto psicológico y sólo se muestran en la relación de la factura. En ese sentido, no es lo mismo decir paternidad que nuez. Uno abre la palabra nuez y se come lo de dentro. Si hace lo mismo con paternidad, es la palabra la que te come a ti.

Como cliente me digo que así deberían ser todas las tiendas. Como amante de los animales sospecho que acabaría siendo como el primer vendedor : al final haría lo posible por no tener que desprenderme de los animales que tengo, buscando una forma no demasiado violenta de conseguir que los posibles clientes compren los animales de otro. Cada uno resuelve como puede la lucha entre la obligación y la devoción.

Camino de casa recuerdo que en el documental de las gallinas de Chicago aparecía un local al que la gente acudía para meter los pies en unas peceras en donde unos peces se comían la piel muerta. Depende de los peces que acabemos comprando, habrá que decidir si ponemos la pecera en el cuarto de los enanos o a los pies del sofá. Tengo que encontrar un momento para planteárselo a todos.