domingo, 29 de agosto de 2010

Crepe provenzal : 9,50 francos suizos

Lo bueno de volver a sitios que cambian poco, en los que el tiempo avanza despacio, es que uno se siente algo más joven. Te miras en ellos y, como casi todo te sigue resultado familiar, tú mismo puedes creerte que, igual que sucede alrededor, los días pasados apenas han hecho mella en ti, que el tiempo te ha echado un vistazo algo despectivo y ha seguido persiguiendo a los que juegan con el botox, la silicona y las cremas.

Por eso es un consuelo regresar a Neuchatel y encontrarme, de nuevo, con la creperia de la Rue de L´hopital, sin cambios y con las sugerencias del día escritas en una pizarra a la entrada. Les explico a los enanos lo que es una crepe y Lucía dice que no y Javier que sí. Vivir con mellizos es bueno porque uno se acostumbra a lidiar con los opuestos a todas horas sin que te afecte.

-Hay crepes dulces y saladas – digo, como solución al problema, lo que, reconozco, es igual que responder “Picos de Europa” cuando se te pregunta por los múltiplos de veinticinco.

El local es estrecho, con mesas redondas y un espejo que recorre una de las paredes. En la otra hay algunas fotografías y anuncios de conciertos y de obras de teatro. Es en esa oferta cultural, vanguardista, en la que se nota que ésta es una ciudad universitaria. Como hace buen tiempo, han colocado unas mesas en la calle, enfrente de la Migros, pero el rito debe cumplirse como es debido, sentados en ese pasillo, junto a un hombre gordo y de barba blanca que lee el periódico con una dedicación y un cuidado que atrae mi atención continuamente. Uno se haría escritor por tener lectores así.

-Ahora mismo les atiendo.

El camarero, que nos ha escuchado explicarles las crepes a los enanos, se dirige a nosotros en español, con un ligero acento que no identificamos. Es sorprendente todo lo que puede llevar dentro una crepe. Cuando el diablo no tiene nada que hacer, debe dedicarse a escribir menús como éste para que su lectura a dos niños inquietos deje lo de Sísifo en una excursión sin problemas. Al final resumimos todo en una frase, como hacen los políticos en campaña.

-Tienen una de nocilla.

Y la nocilla es bien recibida. Ahora somos nosotros los que no sabemos qué elegir. Debería continuar con la tradición y escoger una de chocolate con plátano porque así puedo elegir la edad y la compañía que quiera. Podría estar con mis padres y mi hermano en Navidad, solo en un curso de francés en verano, con mi hermano y mi tía después de ir a comprar una caja de soldaditos a una juguetería que no existe, o con mi primo cuando mi primo tenía pelo y me enseñaba a subir por las cañerías de las fachadas de las casas. Chocolate y plátano y el ascensor me deja en el piso que quiera.

El problema es que hoy no me apetece algo dulce, lo que es como ir a una cata y pedir una Coca-Cola. La tradición es la tradición, sí, pero hoy el paladar se rebela y me encuentro perdido.

-¿Ya se han decidido?

El camarero va anotando lo que le pedimos en una libreta de hojas blancas sin perder detalle, como si fuera un periodista y mis palabras los titulares del periódico que el hombre gordo y con barba fuera a leer mañana. “Pide una crepe para sus hijos y se queda en blanco cuando se le pregunta”. No es una elección entre dulce y salado, sino entre presente y pasado, entre tradición y renovación. Qué complicado parece todo y qué sencillo cuando el camarero espanta mis dudas como el que, de un silbido, logra que las vacas dejen libre la carretera, imagen inevitable en un país como éste, y sugiere.

-La provenzal es la que tiene más éxito.

Y probamos la provenzal con atún y vuelvo a entrar en un estado místico. Mis limitaciones intelectuales me dejan el gastronómico como atajo para las epifanías de marca blanca ¿Cómo es posible que nadie me hablara nunca de la provenzal con atún? Cuando el camarero nos deja la cuenta, sujeta con una pinza de la ropa, recibe nuestros elogios con la sonrisa del que sabe una verdad que es útil a los demás.

-Es la que más se ha pedido en los últimos treinta años.

Entra una pareja en la creperia con un bebé recién nacido y el camarero al escucharles reconoce ese acento que se nos escapaba. Los tres son de Colombia, los tres, descubren sorprendidos, de Pereira. La globalización tiene esas cosas. De fondo, una canción de Miguel Bosé. La crepe porvenzal me ha relajado, recibiendo todos esos detalles como si fueran lógicos.

Al sacar de la cartera un billete de cien francos, veo en él la cara de Giacometti. Me mira con los ojos abiertos. Es una imagen con contrasta con una fotografía de René Burri en la que le recuerdo con los ojos cerrados mientras modela una de sus altas y estilizadas figuras. De repente tengo ganas de ver alguna obra de Giacometti, de encontrar y de releer un ensayo de Berger sobre él. Todo esto en el instante en el que me fijo en ese billete. Un país en el que es posible encontrarse con Giacometti en un billete tiene que ser, forzosamente, un país distinto. Estos detalles son importantes.

Estoy de buen humor, con ganas de seguir enseñándoles a mis hijos la ciudad.

sábado, 7 de agosto de 2010

Pelota de plástico : 4,90 euros

Limitar el atractivo de la playa al sol y a la arena supone dejar fuera consideraciones más profundas e interesante sobre los cambios espacio-temporales que cualquier criatura de Dios con un mínimo de sensibilidad puede experimentar en ese entorno.

La playa, dicho de otra forma, para el pelotón que haya estado a punto de abandonar la lectura tras el primer párrafo, vuelve todo del revés, haciendo que uno se sienta igual que un astronauta en el espacio, sin saber qué está arriba, qué abajo. Abandonar el traje por un bañador naranja y unas chanclas verdes no es sólo un aviso al mundo exterior, al que esto le trae sin cuidado, sino, más bien, la advertencia al inconsciente de que las cosas van a funcionar de otra forma.

Esbozada la teoría, me propongo presentar un caso concreto, que bastante lectores recibirán con la misma ilusión con la que un niño se agarra al bocadillo de la merienda después de dejar las espinacas de la comida. Heme aquí, por ejemplo, en una tienda de artículos variados de Oropesa, sorprendido por la cantidad de objetos diferentes que la mente humana es capaz de crear sin un fin aparente. Basta con moverse entre las estanterías para descubrir que esta tienda da un paso más allá frente a la competencia porque en lo que ofrecen las tiendas chinas se adivina una utilidad que aquí no existe.

Se rompe así la regla del comportamiento según la cual voy a una tienda a por algo que necesito y por lo que pago un precio. Tras media vida actuando así, uno empieza a sospechar que muy pocas cosas de las compradas eran realmente imprescindibles y decide actuar al revés, adquiriendo objetos inútiles para ver si, con el uso, pueden acabar convirtiéndose en algo necesario. Con ese planteamiento en la cabeza y las chanclas en los pies, no hay mejor sitio que una tienda como ésta, donde puedes comprarte una figura dorada de un toro, un imán con forma de paellera para la nevera, un diploma a la mejor madre del mundo, un azulejo con el nombre de Oropesa, un llavero de plástico con tu nombre, otro con tu signo del zodiaco, un póster con jugadores que hace años abandonaron tu equipo de fútbol o unas gafas de buceo que sabes que se te llenarán de agua en cuanto te metas en el mar a ver cómo se levanta la arena cuando mueves los dedos de los pies.

Toda esa oferta te va sumergiendo poco a poco en una especie de estado zen en el que estás dispuesto a aceptar todo lo que pueda aparecer. Como todo es inútil, todo es válido. Sé que, si uno quiere mantener lectores, dejar escrita aquí una frase como ésta es más irresponsable que repartir tijeras de podar en una guardería, pero no se trata de un mero juego de palabras, sino de un razonamiento que pronto va a adquirir pleno sentido.

Y el sentido me lo trae Lucía en sus manos, en forma de una pelota de plástico con el escudo del Real Madrid. Después de rechazar las llamadas de varias figuras de Hello Kitty, elige esa pelota para que se la compre. Y entonces lo veo todo claro y tengo que estar en ese momento en ese lugar para darme cuenta de que Florentino y compañía, aunque aparezcan con traje en las fotos, diseñan su campaña veraniega en bañador y con chanclas. Ellos también se han metido en una tienda de playa y parecen ir comprando jugadores con la esperanza de acabar encontrándoles alguna utilidad en el futuro. La revelación me deja satisfecho, como toda buena explicación de fenómenos que no conocemos. Así que es eso, me digo.

Desvelada la revelación, es posible que el lector que haya llegado hasta aquí se sienta un poco decepcionado, pero, a cambio, le ofrezco dos conclusiones evidentes y apetitosas, como las banderillas que acompañan a la cerveza y que vienen al caso. La primera es que es necesario pasar unos días en la playa para experimentar esa serie de cambios que el Carnaval, más lujoso, sólo ofrece de forma limitada. La segunda es que no se puede actuar en plan playero si no se está en una playa.

No sé si, a punto de cerrar ya este caótico razonamiento, las cosas han quedado claras. Que conste, en mi descargo, que todavía no me hago a la idea de no volver a ver a Guti de blanco y que eso, junto con el sol, la sed, el cansancio, no me está haciendo muy bien.

Si hay un sitio para calmar mi desasosiego es éste. Entre tanto artículo absurdo, es posible que tengan una camiseta del Besiktas con el nombre de Guti a la espalda. Voy ahora mismo a preguntárselo en mi muy rudimentario turco a un inmigrante oriundo de la zona:

-¿Besiktas? ¿Guti?