lunes, 19 de julio de 2010

Camisa de boda : 80,10 euros

Cuarenta minutos antes de que empiece la boda, descubro que no tengo la camisa para el traje.

-¿Pero no la colgaste tú con el resto? – me pregunta María.

No, no la colgué pensando que María lo haría. Me acerco al traje y compruebo, varias veces, que ahí no está la camisa. Seiscientos kilómetros desde Madrid no pueden terminar así. Si hay un momento para descubrir que uno tiene superpoderes es éste. Cosas más difíciles han hecho los magos con menos motivación que la que yo tengo ahora. Bastaría con meter la mano en esa realidad paralela en la que sí me acordé de coger la camisa y traérmela a ésta como el que le roba unas pinzas al vecino de su cuerda de la ropa. La teoría está ahí, pero la realidad paralela se aleja y en la actual se abre un agujero por el que desaparece la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y un trozo de mi matrimonio.

-Pues corre al pueblo a por una camisa.

Cuando a uno le quitan el atajo de la magia, se ve obligado a recorrer el camino de lo práctico, más largo y caluroso. Digo que sí y me acerco a hablar con la recepcionista, a la que le cuento que he tenido un accidente y que tengo que comprarme una camisa blanca. Maquillo un poco la historia para no reconocer abiertamente que yo soy el accidente y obtener así un poco de comprensión. Saca una fotocopia del plano de Ribadeo y empieza a marcar con cruces las tiendas, dándome información sobre cada una de ellas.

-Esta es más formal – me dice – Aquí seguramente tengan camisas como la que necesita.

Es evidente que se sabe el pueblo de memoria. Si le preguntara por los bares es posible que pudiera decirme la especialidad de cada uno y quién, en este momento, ya se está tomando unos vinos. En una batalla con el Google Maps, no hay duda de que esta mujer llevaría las de ganar, vengando así la humillación de Deep Blue. Doblo el mapa con cuidado y me lo guardo como si fuera un soldado alemán con un salvoconducto para salir del cerco de Stalingrado. Vuelvo a la habitación.

-¡Vámonos! – le digo a María en la habitación. Ella me lanza una mirada afilada que pincha mi orden haciendo que recorra toda la habitación perdiendo aire y terminando, mansa y flácida, a sus pies mientras ella termina de pintarse los ojos. Sólo después de dar el visto bueno a lo que ve, de ponerse los zapatos y de coger el bolso, da ella la orden.

-¡Vámonos! – La suya, definitiva y majestuosa, como un zeppelin por el cielo de Nueva York.

No tenemos tiempo para esperar a que el navegador encuentre la señal, así que nos encomendamos al plano. Como esta mañana hemos dado un paseo por el pueblo, podemos orientarnos un poco y no tardamos en decidir por dónde ir. El pueblo, sin embargo, parece no acomodarse al plano, como si fuera una fotografía en la que ya no se reconociera. Nos encontramos con accesos cortados, calles en sentido contrario y cruces que nos obligan a torcer por donde no queremos. Cuando estoy escuchando ya el sonido que hace el presente al terminar de caer por el sumidero, descubrimos que, a la derecha, tenemos la tienda que buscábamos. No sé si es magia, pero como truco resulta convincente, aunque no sé a quién agradecérselo.

Entro en la tienda con el pantalón del traje puesto, la chaqueta en un brazo y una camiseta oscura comprada en Carrefour encima.

-Necesito una camisa blanca.

La dependienta no parece sorprendida. Me mide el cuello y se queda pensando. Por un momento temo que también me vaya a medir la cabeza para saber qué tipo de persona deja una compra así para última hora. Se dirige sin dudar a una estantería y, de una caja blanca, saca una camisa con la que puedo salvar la boda, mi amistad con la novia, mi autoestima y, creo, un trozo de mi matrimonio. Mi alivio es tan evidente que parece decepcionada por no poder hacer su trabajo en una compra que ya está terminada : tumbo mi rey como respuesta a su primer movimiento de peón.

-Es una tela muy fina – me dice.

Me meto en el probador y compruebo que es mi talla. Salgo eufórico. Ella no está convencida, como si una venta, como una comida, necesitara seguir unos pasos que yo me salto.

-Pero habría que plancharla – observa.
-No tengo tiempo. La boda empieza en un cuarto de hora.

Me mira con cierta desolación, como si yo fuera el ejemplo de por qué las cosas no van bien en el mundo. Le tiendo la tarjeta y el DNI y veo que estoy empeorando las cosas. Ni siquiera le he preguntado cuánto cuesta.

-Son ochenta y nueve euros – me dice, enseñándome la etiqueta para demostrarme que no se está aprovechando de mi necesidad. – Y ahora tiene un diez por ciento de descuento.

En lo que el terminal da el visto bueno, la dependienta me ata los botones de los puños, me corta la etiqueta que me sale del cuello y me pregunta si, por lo menos, llevo chaleco. Sé que esa es la pregunta definitiva, que, de responder que no, me quitará la camisa. Para ella tan importante es lo que se vende como a quién se vende.

-Sí, claro, chaleco sí que tengo.

Y, como dando su bendición, en ese momento el terminal empieza a imprimir el comprobante de la compra.

martes, 6 de julio de 2010

Bandera de España : 3,60 euros

Lucía se fija en los balcones del barrio y decide que, pasar seguir la tendencia, nosotros también tenemos que colgar una bandera de España. Supongo que para ella debe ser una cuestión de moda, un imperativo que debe aceptarse con un gran sí capaz de pasar por encima de nuestros noes como un tanque por un campo de margaritas.

Así que vamos a la tienda de chinos que tenemos al lado de casa, donde encuentras de todo cuando no buscas nada. Veo la figura de un jamaicano fumando, un gato dorado saludando con su pata derecha, un adaptador de portátiles para el coche, unas pegatinas de Bob Esponja, fundas para el móvil, sacos de naranjas, platos de papel para fiestas, pilas de marcas desconocidas y, colgadas de un estante, tres banderas de España de distinto tamaño. No sé qué argumentos utilizo para conseguir que Lucía acepte la más pequeña, que la cajera saca de una caja, perfectamente doblada y envuelta en una fina capa de plástico. Detrás de ella veo un periódico chino con la foto de la selección a color.

Me siento un poco raro cuando cuelgo la bandera en el balcón, como si todo se fuera a ver en blanco y negro y a mí me fueran a entrar ganas de dar un discurso de bienvenida a los americanos.

-Está al revés – me dice Lucía.

Y veo que es cierto. Para que se vea bien desde la calle, el escudo tiene que estar a mi derecha. Le deshago los nudos y vuelvo a hacerlos. Me siento raro y un poco perdido porque me doy cuenta de que la relación con la bandera siempre se realiza a través de intermediarios. Parece que fuera algo que sólo los profesionales pudieran manejar. Profesionales del ejército, de la política, del deporte o de la publicidad. Tan acostumbrado estás a que sean otros los que la icen, la arríen, la cosan en una camiseta o le pongan el sello de DYC o la leyenda de Manolo el del Bombo que cuando te toca a ti no sabes muy bien qué hacer, como el ayudante recién sacado del público que sigue torpemente las indicaciones del mago.

-Pues ya está – le digo a Lucía.

Y los dos nos quedamos mirando la bandera como si fuera a pasar algo. Lucía, cumplido su objetivo, mandar volver a los tanques a sus cuarteles y se marcha a pintar. Cuesta hacerle un hueco entre los que la utilizan como símbolo de sus ideas y los que, también como reflejo de las suyas, no quieren ni verla, pero de eso se trata. Ahora está ahí colgada al margen de unos y de otros, animando a la selección para que mañana gane a Alemania.

Todo lo que criticaba de los que llevan la bandera en el coche, en una camiseta o en una bufanda me lo puedo aplicar a mí. ¿Acaso va Casilla a jugar mejor gracias a esta bandera? Desde este lado de la barrera o del balcón, las cosas son distintas y me recuerdo la teoría de la mariposa que mueve las alas y el ciclón que se desata en un pueblo de la selva negra, por poner un ejemplo. Nunca se sabe.

Busco por curiosidad una etiqueta en la que se diga dónde está hecha la bandera. No sé si por una cuestión de delicadeza o de alta política, debe ser el único artículo de la tienda que no lleve el Made in China puesto.

Antes de seguir los pasos de Lucía, compruebo que los nudos estén bien hechos, no vaya a volarse durante la noche. Sería una mala señal para mañana y nos provocaría un disgusto en una semana muy tensa sentimentalmente hablando : Gary, el caracol que se movía a la velocidad de la luz por las noches, apareció ayer muerto debajo de una hoja en un tiesto. Muerto es una palabra que no describe bien la situación. Gary, por culpa del calor, después de muerto se había evaporado, en la prueba más palpable de la transmutación y ascensión de un cuerpo que he tenido en cuarenta y un años. Si mis hijos hubieran sido un poco mayores, le habría dado unas lecciones básicas de teología aprovechando lo del caracol, pero no era el momento. Tiramos la concha a la basura después de comprobar mil veces que estaba vacía y, tras cerrar la tapa, volví a sentirme como el ayudante que, por un error suyo, provoca el fracaso del mago.

Estoy a punto de entrar, pero me vuelvo. No puedo evitarlo.

-Como alcalde vuestro que soy...