miércoles, 23 de junio de 2010

Figura de Actimel : 2,5 euros

La programación infantil pasa por encima de las cabezas de los enanos como un tractor por el césped de un jardín, dejando la tierra lista para que vayan cayendo uno tras otros los anuncios. Uno piensa que de ahí poco van a sacar hasta que una tarde escucho un grito :

-¡Actimelízate!

Y al asomarme al salón veo a Daniel y a Lucía jugando con dos figuras de los Actimel. Noto que me falta agilidad para enfrentarme a la escena, como un luchador de sumo en un combate de esgrima. Los dos perciben que pasa algo raro porque me quedo mirándoles con las manos en los bolsillos.

-¿Qué es eso de actimelizarse?
-No sé – me responde Daneil, como sorprendido de que haya que entender las cosas para disfrutarlas.

Me gusta imaginarme a las profesoras de mis hijos como pacientes luthiers que tratan, día tras día, de ajustarlos para sacar lo mejor de ellos. Es probable que sea una visión romántica y que, una vez encerradas en clase, intenten repartir sabiduría como esos vendedores que recorrían el fondo sur del Bernabéu ofreciendo bocadillos a unos hinchas roncos de gritar sin que nadie les prestara atención, pero es algo en lo que me gusta creer. La verdad, en grandes dosis, puede ser nociva.

Sintonizo un poco mejor mis sensaciones y me descubro bastante violento. Como acabo de comprobar, el mundo parece empeñado en desafinarles. No me gusta que la publicidad se vaya agarrando a sus neuronas como las liendres a los pelos. El problema es que no hay ninguna loción que uno se pueda echar en la cabeza para que toda la información inútil que va escuchando se caiga muerta al suelo.

-Son las figuras que compraste con el periódico.

Sí, lo sé, lo sé. Soy la bola blanca que recorre la mesa del billar para que golpee a la bola elegida en el agujero deseado. Tengo que reconocer el éxito de un departamento de marketing que podría pasearme por las escuelas de negocios como caso práctico de un plan que ha funcionado. Un largo camino que empieza con la creación de una bebida en un laboratorio y termina con un padre que se saca del bolsillo dos euros y medio para pagar una figura. El actimel dice que refuerza tus defensas, pero en esa mañana de domingo me deja totalmente a merced de mis hijos, que señalan los sobres de las figuras con el brillo de la revelación en sus ojos.

Considero la posibilidad de aumentar los controles al llegar a casa. Ahora saben que tienen que vaciar de arena los zapatos y los bolsillos en la basura. Sería práctico que pudieran agitar un poco la cabeza, como cuando entra agua en los oídos, para que cayeran todas las frases irrelevantes que han escuchado a lo largo del día.

-¿Y esto? ¿“El puente hacia tu jubilación”?
-La escuché ayer en la tele, en el descanso del partido.
-Pues a la basura.

Nos hacemos la ilusión de que manteniendo en orden su cuarto logramos algo semejante dentro de sus cabezas, cuando lo más probable es que, con la cantidad de información que van a recibir, sus cerebro se parezca, más que a un expositor con las corbatas enrolladas en su celdas, a la mochila de un peregrino alemán al llegar a Santiago.

Así que, después de la violencia, viene la resignación. No hay ni caballo ni armadura ni escudo que uno pueda utilizar para enfrentarse a estos dragones que fabrican actimeles y los decoran con distintos personajes para que todo sea coleccionable. Supongo que el sueño de algún directivo de Danone será conseguir que el verbo actimelizar sea incluido en el diccionario de la Real Academia. Es, como todo, una cuestión de dinero y de paciencia. Podrían pagar a comentaristas, periodistas, deportistas y escritores para que dejaran caer la palabra de vez en cuando y convertirla en comodín, como han conseguido con la palabra habilitar.

¿Y qué podría definir el verbo una vez incluido en el diccionario? Dependería del entorno. No es lo mismo un ¡Actimelízate! en el grito de un Guardia Civil que se asoma a tu ventanilla después de darte el alto que en el susurro que entra en el oído como cera caliente después de unos vinos de más y unas inhibiciones de menos. Yo sigo con las manos en los bolsillos, viendo qué hacen mis hijos después de gritar esa palabra, pero, como todo observador acaba modificando lo observado, los dos se levantan y salen corriendo con las figuras por el pasillo, evitando que les interrumpa sus juegos con más preguntas absurdas.

jueves, 17 de junio de 2010

Lata de Coca-Cola : 0,85 euros.

Para mí, un mundial empieza cuando las latas de Coca-Cola comienzan a llenarse de banderas. Me sucede igual que con el verano y los anuncios de gazpacho : aunque afuera la nieve se empeñe en recrear el hábitat del oso polar, soy capaz de quitarle el polvo a la sombrilla, ponerme el bañador y salir a la calle en cuanto veo un anuncio de gazpacho. Que se haya jugado o no el partido inaugural es lo de menos, quien da el pitido de salida es Coca-Cola con su desfile de banderas por las tiendas.

Me acerco en una tienda a la zona de los refrescos para ver el diseño de este año. A mi lado revolotean mis hijos, con la boca abierta y piando, pidiéndome que les compre algo. En momentos así sería bueno tener unos cuantos gusanos en el bolsillo para soltárselos en la boca y calmarles, en una solución práctica aunque chocante. Desgraciadamente, compruebo, no tengo gusanos en el bolsillo. Es entonces cuando un afortunado impulso pedagógico viene al rescate.

-¿Compramos dos latas de Coca-Cola y así aprovechamos para aprender los países?

Los dos celebran mi oferta saltando de alegría. Es sorprendente a veces lo mucho que se logra con tan poco. Dejan entonces de piar y los únicos pájaros que vuelvo a escuchar son los que tengo en mi cabeza, picoteando de aquí y de allá, tragándose las mejores frases y dejándome las más blandas, como patas de calamar, para seguir escribiendo estos párrafos.

-Bueno, podemos elegir entre Inglaterra, Francia…Francia o Inglaterra.

Remuevo todas las latas con la velocidad de un trilero intentando descubrir una bandera nueva. O Francia o Inglaterra. Me fijo entonces en que este año sólo sacan las banderas de los siete países ganadores del mundial. Eso limita el alcance de mi esfuerzo educativo, como ocupar un globo terráqueo con una ampliación del plano de Parla. Esa es mi primera decepción. La segunda, inmediata como el bote de las ruedas de atrás al pasar por un bache, tiene que ver con la calidad de este mundial. ¿Siete países?

Recuerdo las colecciones de otros años ordenadas en los estantes y la sorpresa al descubrir países con nombres impronunciables y banderas que por las mezclas de colores parecían el muestrario de un decorador. Uno entraba en su cuarto y se sentía como un general al que los países rendían honores. El valor de la lata dependía de la clasificación de su equipo y, cuando tu madre se plantaba con el “hay que tirar toda esa mierda que sólo acumula polvo” y la cara de estar decidida a hacerlo, a la ganadora se la indultaba convirtiéndola en bote para los lápices.

Siete países son pocos. Supongo que para tomar esta decisión, los de marketing de Coca-Cola habrán necesitado cientos de reuniones, presentaciones, gráficos, consultores especializados y ocas con las tripas abiertas o consultores con las tripas abiertas y ocas especializadas. O tal vez se lo jugaran a los dados y saliera el siete en ese dado que suelen tener los que toman las grandes decisiones. Sea como sea, siete son pocos porque transmiten el mensaje de que va a ganar uno de los de siempre y no merece la pena, por costes de producción, darle una oportunidad a la sorpresa. Económicamente hablando, la rutina es más rentable.

Al menos, es eso lo que siento cuando veo la lata. Será que es una lección que conviene aprenderse ya para cuando llegue la crisis de verdad y uno se sepa de memoria hasta los céntimos que lleva en el bolsillo. En todo caso, este no es el momento de ponerse serios y repartir multas entre las carrozas del carnaval porque vayan repletas de gente y el conductor sea el que más borracho esté. Siete países son pocos y los de Coca-Cola deberían haber tirado la casa por la ventana y haber sacado las banderas de los países que se han clasificado, los que lo intentaron y no pudieron y los que no tienen ni selección pero lucen una bandera más colorida que las que cuelgan por Chueca. Así podríamos haber descubierto países pequeños y nuevos, como esos huesos que ves en la radiografía de la mano y que no sospechabas que estuvieran ahí.

-Pues Francia o Inglaterra – les digo a mis hijos.

Y en ese momento me digo que voy a animar a un país por el que no apueste nadie. Elijo Suiza y la selección de España me demuestra que piensa como yo, que también ella quería salirse de esa rutina en la que se había convertido la euforia.

jueves, 10 de junio de 2010

Comida de menú : 10 euros.

Encima de las mesas, todavía vacías, está el menú del día, impreso en pequeños papeles alargados. Desde lejos parecen facturas, por lo que cada vez que me siento tengo la impresión de empezar la comida por el final. Con un cortado, un salmón y unos pimientos rellenos de carne para terminar, por ejemplo.

Desde que encontré trabajo, hace unas semanas, vengo a este restaurante con dos compañeros más. En la empresa sólo somos seis personas, por lo que el término PYME nos queda grande, como la sombra de un rascacielos cubriendo un guijarro. No creo que exista una definición apropiada para nosotros en el terreno de la economía, donde todas las expresiones son como vasos rotos que pueden cortarte el labio si te las llevas a la boca. Lo más conveniente y seguro es coger la palabra protozoo de la biología y colgársela en el pecho.

Trabajar en una empresa protozoo está bien porque aprendes a sobrevivir con lo que hay. Eres capaz de reducir tus constantes a niveles mínimos en la espera de que por las cuencas secas vuelvan a fluir el crédito y los pedidos. En lo que ese momento llega, o no, te mantienes biológicamente primario y controlando los lógicos deseos de todo protozoo de extenderse por éste y por los demás planetas del universo a lomos de un cometa.

Hoy también somos los primeros en venir porque así hay sitio donde aparcar, podemos elegir cualquier mesa (acaba siendo siempre la misma) y nos atienden rápidamente. Se une, además, esa sensación relajante de entrar en un comedor todavía vacío. Veinte minutos más tarde todas las mesas están ya prácticamente ocupadas por hombres con corbata, polos sueltos o camisetas con el logo de la empresa a la espalda. Resulta más evidente en ese momento el contraste con las camareras que se mueven por las mesas, jóvenes y vestidas de negro.

Pido los pimientos y el salmón. Aquí puedes pedir cualquier plato excepto la caballa. Jamás se te ocurra acercarte al árbol prohibido de la caballa y probar su fruto. El bienmesabe sabe a bienmesabe y el salmón, vuelvo a comprobarlo, a salmón, pero la caballa es diferente.

-He entrado en muchas conserveras y tiene ese olor de las partes que no utilizan y se pudren en las esquinas – me explica un compañero de trabajo el día que prueba la caballa, regresa a su infancia en las conserveras de Galicia y vuelve al presente agarrado de la nariz por ese olor. Por su cara, parece recomendable hacer esos viajes al pasado guiado por el sabor de una magdalena.

Quizás la caballa venga en el lote de la pescadería como esas películas de segunda fila que las grandes productoras les obligan a comprar a las televisiones si quieren poner Spiderman III. La caballa sería a la gastronomía lo que un telefilme sobre un perro detective al cine. Si se observa la recomendación de “no comerás caballa en este restaurante”, que debe aparecer por algún reglamento divino de los que desarrollan los diez mandamientos, todo va bien.

Va bien y tranquilo. Lo de tener camareras parece tranquilizar el ambiente. No se oyen gritos, se puede conversar y todos repartimos “por favor” y “gracias” con la alegría de un paje lanzando caramelos desde una carroza real. Las camareras, viendo que nos portamos bien, que nos lo comemos todo y que no las seguimos con la mirada cuando se alejan, nos quitan el programa de cocina que hay en la televisión plana y nos ponen un canal con el fútbol.

Y es entonces cuando me siento dentro de “Chez Picard”, ese pequeño restaurante francés de los años sesenta que Sempé retrata a la hora de comer en su libro “Monsieur Lambert”. Igual que ocurre en "Chez Picard", aquí hay dos bandos : los que hablan de fútbol y los que hablan de política. Parece que las cosas no han cambiado y que, como un coche que se queda sin gasolina en mitad de una cuesta, vamos hacia atrás sin poder evitarlo. Lo único bueno es la experiencia de ver el futuro mirando al retrovisor.

La camarera nos va señalando mientras dice el café que solemos pedir. Asentimos y se marcha. En la pantalla aparece Del Bosque, al que no podemos escuchar porque, como la felicidad nunca es perfecta, la televisión no tiene volumen. Sospecho que se trata de una venganza del cocinero que sólo cambiará el día que aceptemos caballa como pescado comestible. Habría que devolverle el golpe, pero me temo que la capacidad de ataque de un protozoo es limitada. En este mundo, si no tienes un buen agujero de quinientos millones, no eres nadie.

lunes, 7 de junio de 2010

Sandwich, galletas y botella de agua : 6,30 euros.

Cuando tienes hijos, el trato con una estación de servicio es el siguiente : “Yo lleno el depósito de mi coche y tú, a cambio, dejas que mis hijos vacíen el suyo en tus baños”. Mientras María acompaña a los enanos a los baños, yo me doy una vuelta por la tienda. Los productos están dispuestos como si me encontrara dentro del cuento de Hansel y Gretel y la bruja estuviera lejos, estudiando la forma de aumentar la recaudación sin entorpecer el crecimiento. Todo tiene cierto aire festivo sin que sepa exactamente por qué.

Viendo la cantidad de galletas, golosinas y dulces que hay tengo la duda de si este sitio es un conjunto de surtidores a los que se le ha añadido una tienda o una tienda de chucherías que además vende gasolina. Me fijo en los cedés, en las revistas, en las ofertas de agua mineral, en los botes de aceite con distinta densidad y, dejándome llevar por una curiosidad indolente, llego a la zona de productos típicos, el verdadero corazón de una gasolinera que se precie.

Normalmente uno se encuentra botijos con la forma de un toro, dulces de la región, licores de materias primas desconocidas, ambientadores con la bandera de la comunidad o guías antiguas de la zona de cuando era posible ver pasar a un dinosaurio si uno tenía paciencia. Eso, descubro inmediatamente, ocurre en las demás estaciones. Esta es diferente. Aquí, por ser ésta la tierra que es, se ofrecen vinos de gama alta, de la categoría de precios que va del “vaya”, “toma”, “impresionante”, “hay que joderse” al más alto, al definitivo “mecagoenlaputa” (dicho en voz baja, mezcla de admiración y sumisión). Expresión que está más que justificada porque ahí, en el estante más alto, hay una caja con un Valbuena del 86 a 469,40 euros la botella.

Me quedo mirando la caja un buen rato. Esa botella hace que cualquier cosa sea posible en esta estación de servicio. Que en la zona de prensa haya un ejemplar de una revista con un cuento inédito de Carver, que un dvd sea la película que Jean-Claude Lauzon nunca pudo rodar o que, ya puestos, de los servicios salga Zidane con ganas de regalarte la camiseta con la que jugó el último partido en el Madrid.

-Hombre, lo que me ha costado encontrarte. Toma, aquí tienes la camiseta.

Me doy la vuelta hacia el cajero, un tipo bajo, delgado, con un mono azul, gafas finas y el pelo blanco corto. No me mira y al principio lo agradezco porque no sabría qué preguntarle. Unos segundos más tarde me doy cuenta de que daría cualquier cosa por estar en su lugar el día que llegue alguien y deje la compra delante de él.

-Una barra de chocolate, el Marca….y, ya puestos, ese Valbuena.

Ahí hay una historia jugosa y para cazarla está ese cebo de casi quinientos euros. Pero para eso hay que tener paciencia, estar dispuesto a dejarlo todo por la literatura y convertirse en un cajero capaz de saber, de un vistazo, qué coches han pagado y cuáles no. Este es el tipo de sacrificio que uno debe hacer, pero debo reconocer que me falta el valor. Es posible que ese cajero sea otro escritor camuflado que lleve ahí varios años sin que llegue ese comprador, como un personaje de “El desierto de los tártaros”.

Aunque quizás no sea sólo un tema de valor, sino de punto de vista. Tal vez crea que lo que me interesa es contar lo que sucede cuando en el fondo sólo desee ser esa persona que entre por la puerta dispuesto a comprar una botella de quinientos euros en la estación 121 de la carretera de Burgos.

El tiempo para las dudas termina en cuanto los enanos salen del baño preguntando qué pueden comprar.

-Un sándwich de jamón y queso, unas galletas de chocolate…y una botella de agua mineral.
-Seis con treinta.

Con una compra de seis con treinta no hay forma de hacer gran literatura. Un día compraré esa botella y lo contaré y Peter Gabriel , Isak Dinesen y Tony Soprano estarán ahí para verlo.