domingo, 25 de octubre de 2009

Figura de Marsupilami : 3,80 euros.

Camino de la plaza mayor de Salamanca, pasamos por una juguetería que tiene expuestas unas doscientas figuritas de personajes de películas y tebeos en una anárquica mezcla. La imagen me parece apropiada para una ciudad universitaria a la que acuden erasmus de todo el mundo.

Los enanos se quedan pegados al cristal, atraídos por esa ley de gravitación que existe entre los niños y los juguetes y que los adultos ya sólo experimentamos como observadores : tratar de arrancarlos de la juguetería sería como intentar separar por las bravas a un protón de su neutrón, con idénticas consecuencias. María y yo buscamos una estrategia para seguir con el paseo con la convicción del que se enfrenta con un peón a un rey saudí protegido por un ejército de reinas.

Lucía y Daniel van señalando los que reconocen pronunciando sus nombres en voz alta. Me digo que no es un mal juego, dada la situación, y cuando ellos parecen haber dicho todos los que saben, tomo el relevo y continúo. Es un ejercicio que hago para ellos y para mí y del que, en el fondo tampoco hay que sentirse muy orgulloso. Me sirve para mostrarles una habilidad inútil, como el que juega a ver cuántas salchichas se puede comer en dos minutos, y tramposa, porque echo mano de la memoria que a uno le inundan de niño, no la que uno se encarga de llenar. Pero es divertido.

Ahí están mezclados, el pitufo Gruñón, el Bromista y el Pintor, Gargamel, Azrael, Epi y Blas, el señor don Gato, Mortadelo y Filemón, el inspector Gadget, Snoopy, Astérix y Obelix, Heidi y Marco, Betty Boop, el Tío Gilito y el Correcaminos. Creo que la cantidad de personajes reconocidos está relacionada con los años que uno tiene.

-Es una manera inocua de llamarte viejo – me dice la memoria.
-Calla y sigue poniéndoles nombres a todos.

Y ella sigue, claro, con el Demonio de Tasmania, Goku, Panorámix, Idéfix, Abraracúrcix, Ylvie, Gora y Snorre Es sorprendente lo que uno es capaz de recordar para nada. Tener una buena memoria debe ser como galopar sobre un caballo andaluz. En mi caso me siento como si fuera Sancho Panza corriendo por el pasado sobre un asno al que le hubiera picado una abeja.

-¿Y recuerdas la plaza en la que hemos dejado el coche? – le pregunto de improviso a la memoria.
-Esto…¡Ah!, y ése es Halvar, el padre de Vicky. No me mires así. Yo soy una memoria porosa.
-¿Porosa?
-De las que permiten que la cabeza esté ventilada.

Cuando vuelvo a fijarme en mis hijos estos tienen esa mirada de sorpresa que descubro cada vez que voy más lejos que ellos en una actividad en la que ellos se consideran superiores, sí, pero también como si tuviera la boca llena de salchichas. La admiración de un hijo no siempre es pura. Daniel y Lucía han aprovechado mi trote por el pasado para decidir qué figura quieren.

-Quiero ésa – me dice Daniel - ¿Cómo se llama?

¡Ah, la dulce infancia, siempre poniéndole trampas a tu asno en el camino para que caigas! Parece haber estado esperándome todo este tiempo en el punto de llegada para hacerme la pregunta justa. De todos los que hay expuestos, es el único del que no recuerdo el nombre. Trato de justificarme.

-Sale en unos tebeos en francés con Spirou – le digo. Intento ganar tiempo para que la memoria me ofrezca algo, pero me siento más desprotegido que Elena Salgado defendiendo esos presupuestos del 2010 que ni ella se cree.
-Nada – me dice la memoria – Ni idea – Y empieza a proponerme nombres que suenan un poco raros, como si ahora fuera ella la que tuviera la boca llena de salchichas.

En fin, que ahí están los hijos para ponerle a uno en su sitio. De las pocas cosas que mi memoria conserva en unas baldas están estas figuras. Otras han cedido y de lo que tenían encima no queda nada : ni rastro de los afluentes del Duero, de los hijos de Felipe tercero, de las principales obras de Tiziano o de los elementos de la tabla periódica. Y menos aún de ese animal amarillo que es un cruce entre tigre y mono de cola larga que me ha dejado en evidencia.

En su novela “Mal de escuela”, Daniel Pennac escribe que cada época impone su lenguaje al amor familiar y que la nuestra prescribe la lengua de los objetos. En esta mañana de sábado, esos objetos son las figuras de la juguetería y la única manera de seguir con el paseo es comprarlos. Con la física atómica es mejor no hacer experimentos caseros. Es María la que entra con ellos en la tienda.

Mientras espero, se acerca una madre con su hija de unos tres años.

-No, cariño, hoy Pocoyó no está – le dice – Mañana venimos a ver si ha vuelto.

La niña no se queja, como si aceptara esa explicación. La verdad es que alguien ha comprado a Pocoyó y ha dejado sola a la pobre Elly, pero hay cosas que es mejor no decir. Los favoritos, como Pocoyó, Bob Esponja o Caillou, no están y no creo que vayan a volver. La niña y la madre se alejan

Lucía me enseña la figura de una de las tres mellizas que ha elegido y Daniel el mono de la cola amarilla.

-¡Marsupilami! ¡Se llama Marsupilami! – me dice - ¡Me lo ha dicho la chica de la tienda!

Es la misma chica que, cuando regresamos de pasar el día por Salamanca, ha puesto en el escaparate a Pocoyó, a Bob Esponja y a Caillou. Ahí están los tres, asegurando, a su manera, que el mundo siga girando ordenadamente.

jueves, 15 de octubre de 2009

12 pintxos : 19,20 euros.

Hoy es el santo de María y a las siete de la tarde, de los seis mil millones de personas que hay en el mundo, me lo recuerda la que no debería hacerlo :

-¿Es que no vas a felicitarme?

Me quedo en silencio al teléfono y lamento no ser Bono. Si fuera Bono, le escribiría un tema como “The sweetest thing”, que a él le sirvió para calmar a su mujer cuando olvidó su cumpleaños, pero creo que no soy Bono. Para asegurarme, trato, sin éxito, de recordar con cuántos líderes mundiales he intentado solucionar el problema del hambre en África, qué gafas tengo que marquen tendencia y, sobre todo, tarareo muy bajo el “Where the streets have no name”?

-¿Estás cantando algo de U2?
-Sí.
-No sé si es peor tu tono o tu inglés.

Lo importante es el sentimiento y transmitir, que eso lo he aprendido de las galas de OT, pero no es momento de discutir. Me ofrezco, como penitencia, a comprarle la cena que le guste. Una velada italiana, japonesa, mexicana o americana.

-Japonesa, me apetecen unos sushi.
-Pues dalo por hecho.

Me encanta decir esa frase. Estoy seguro de que repetir muchas veces frases como ésta hace que llegues a los noventa y tantos años con la cabeza en su sitio y los mástiles listos para desplegar velas. No encuentro demasiado tráfico al salir del trabajo y en la radio tengo la suerte de que pongan “Weather with you” de los Crowded House. Escuchar esta canción también debe tener efectos beneficiosos para la salud, pero no creo que haya ningún científico con una subvención dedicado a este proyecto.

-Les pongo la canción varias veces al día y estudio cómo evolucionan.
-Suena bien, y perdóneme le juego de palabras, pero tenemos que utilizar los fondos para estudios más serios.

Y una mierda serios, me digo, como lo del agua que hay en Marte. ¿Es que me voy a poder acercar con una cantimplora para llenarla teniendo a los de Bezoya ahí al lado?. Agua que no has de beber, déjala correr. Lo de Crowded House sí que es importante. En esos pensamientos ando enredado cuando descubro que el restaurante japonés no abre hasta las ocho y media. Si llego a casa a las nueve es probable que Lucía y Daniel se hayan comido las cortinas y anden destrozando los cojines, llenando el salón de plumas como si estuviéramos dentro de una bola de navidad con Papá Noel y los putos renos.

Lo único que está abierto es el restaurante vasco de los pinchos. La barra está llena de la gente que ha salido del trabajo y trata de olvidarse de la jornada hablando del trabajo y de las cosas que les pasa en el trabajo. Encuentro un hueco y le hago una seña a un camarero filipino para preguntarle si preparan bandejas de pinchos. No me dice ni que sí ni que no y al rato me trae un pequeño menú y me deja un cuadernillo con un boli. Anoto los pinchos que quiero y se lo entrego al camarero, que ahora es un cartero que se lleva mi carta a la cocina, donde mis deseos se harán realidad. A veces las cosas son así de sencillas.

Mientras el verbo se hace carne, veo en la televisión a un gimnasta inglés hacer su ejercicio con los aros. Me sorprende ver la capacidad que tiene de hacer todas las posturas sin que le tiemble un solo músculo. Ojalá a mí me pasara lo mismo cuando la Guardia Civil te para y te dice:

-Los papeles, por favor.

Y el estómago se me encoge como un caracol al que le hubieran tocado con un alfiler, me salen cinco o seis canas más, unas de ellas en la cabeza, el corazón me late deprisa, despacio, deprisa, despacio, y los calzoncillos cambian de color en un instante. Al gimnasta inglés todo le sale a la perfección y cuando cae en el suelo sin vacilar y levanta los brazos al aire, el camarero que me ha atendido aplaude varias veces. Es el único que aplaude en un local en el que la gente fuma sin parar, ríe, se afloja la corbata y levanta la mano para pedir otra cerveza fresca. A mi me traen mi bandeja cubierta con papel de plata y después de pagar me marcho con ganas de respirar aire fresco.

En casa le digo a María que la velada japonesa se queda en vasca y ella, que le está dando crema a Lucía después del baño, me dice que le parece muy bien. A veces el hambre juega a tu favor. Pongo la mesa en el salón y abro una botella de vino portugués que María trajo de un viaje de trabajo a Lisboa. Cuando todos los sentamos a la mesa, le quito el papel de plata a la cena y les digo a los enanos que elijan pincho.

Lucía pide un pincho con dos anchoas y Daniel quiere otro cubierto con una mezcla de mayonesa, huevo y cangrejo. Me los imagino dentro de unos años discutiendo sobre literatura. A ella defendiendo la calidad de los haikus y a él despreciando todo lo que no sea una nutritiva novela rusa de mil páginas.

-Así que otoño y la rana que salta en el estaque y tal.
-Así que vamos a pelearnos contra Napoleón y ahí que van mil páginas.

Tengo esa exacta visión del futuro, pero no le presto atención porque bastante trabajo requiere el presente: Lucía quiere que le quite el tomate que viene con sus anchoas y Daniel, pendiente de un episodio de los gormiti, ha dejado que se le caiga medio pincho al suelo. Trato de calmarme y María me propone la mejor solución.

-Sírveme más vino.

El Fitapreta está muy bueno. Huelo otra vez la copa y le doy un sorbo.

-Hace unos meses, a la hermana de un amigo que estaba tomando pastillas para los dolores de espalda, le diagnosticaron un cáncer. En octubre la operaron y hace una semana murió.

Durante unos segundos no sé por qué me cuenta María esta historia. Es entonces cuando me viene a la cabeza la imagen de un funambulista que se mantiene sobre la cuerda sujetando una gran barra. A un lado están las buenas noticias y, al otro, las malas. Si sólo hubiera noticias buenas o malas, el funambulista se caería al suelo. Me guardo esa imagen y bebo otro poco de vino. Leo la etiqueta :

“Detrás de los vinos Feta Prita están un par de jóvenes consultores vinícolas portugueses : Antonio Macanita y el especialista inglés David Booth . Sus premiados vinos están hechos con atención por el detalle y pasión por la perfección”

Me gusta ver a mis hijos con la boca llena de comida. María, con su pincho de jamón serrano y su copa de vino, va dejando detrás un día difícil en el trabajo. Celebrar un santo es como jugar en la UEFA en vez de hacerlo en la Copa de Europa, pero tampoco está mal. Yo veo la escena con esa distancia que me anima a escribirla. En mi cabeza sigue sonando la melodía de los Crowded House.