domingo, 26 de julio de 2009

Entrada para concierto de Madonna : 96 euros.

A las doce en punto, Madonna se despide de todos nosotros sin ofrecer ni un solo bis. En una de las pantallas que ha utilizado en sus dos horas de espectáculo aparece “Game Over”, que es su manera de decirnos “Hasta aquí hemos llegado”. He visto ya suficientes conciertos como para no sospechar de un músico que, llegado el momento de despedirse, no necesite ofrecer unos cuantos bises para dar por zanjada la velada. Es como el anfitrión que después de los postres no preguntara :

-¿Qué? ¿Un licorcito? ¿Una copa? ¿Un pacharán?

Madonna se parece, más bien, a ese camarero que, sin que lo pidas, te deja la factura en la mesa cuando todavía no le has echado el azúcar al café.

-Es que tengo cambio de turno.

Sí, ya sabemos que el sábado toca en Zaragoza y que montar y desmontar todo el escenario lleva tiempo, pero creo que es en los bises donde uno le demuestra al público qué es lo que busca en un concierto, aparte del dinero, claro, que hasta los de festivales alternativos como el FIB te cobran siete euros por el programa para que puedas orientarte.

Pero llegan las doce y Madonna se despide sin un bis y me deja con la sospecha de que todo lo que hace, sin considerar el dinero, debe formar parte de las recomendaciones de su médico para tener cincuenta años y hacer lo que hace sin que le cruja un hueso, le falte el aliento o la memoria le falle y la obligue a tararear sus temas en plan Massiel y el lalalala.

-Un buen baño de masas siempre viene bien para que los años pasen por uno a menor ritmo.

Estas dos horas han sido un duelo consigo misma para saber hasta dónde puede llegar, en dónde puede dejar el listón para los que vengan detrás, como la exploradora que se decide a escalar la montaña más alta y dejar ahí una bandera con esa M rellena de diamantes que aparece en el escenario. Visto así, tiene sentido que se vean dos grandes emes a ambos lados del escenario y que en las pantallas, mientras canta “Give it 2 me”, la última canción del concierto, aparezcan otras dos emes volando y atacándose, como en un videojuego, hasta que una acaba con la otra.

Los espectadores, en esa lucha particular, sólo existimos para que ella pueda medir, en términos de cifras, qué Madonna ha ganado, si la de las anteriores giras o la de ésta. Si al mirarse en su propio espejo, éste, después de contar la gente que ha acudido a verla, puede decir :

-Sigues siendo la más bella.

Y he usado la palabra concierto con la sospecha de que ésta no sirve para describir lo que Madonna ofrece. Es importante dar con el término justo porque éste permitirá juzgar lo que Madonna hace. Resulta poco acertado criticarla por su poca voz, por sus falsas poses rockeras o por las versiones que realiza de sus temas antiguos. No estamos en un concierto al uso en el que eso deba medirse.

Lo que Madonna presenta en su “Sticky and Sweet” tiene más que ver con el espíritu del circo, del espectáculo por el espectáculo en el que todo vale si logra sorprender al espectador cada cinco minutos. El cómo lo logre no importa con tal de que consiga su propósito : se puede sacar un coche blanco en el escenario, o hacerla surgir del suelo encima de un piano negro, o simular un combate de boxeo o recrear una fiesta gitana con violinista incluido. Todo ello se presenta con un ritmo bien medido en el que no se permite ningún desliz. Para tenerlo presente, entre algunos números aparece ella misma en una de las pantallas repitiendo “Tic-tac-tic-tac”, como el jefe de cocina que les recuerda a todos los que están con ella que los platos tienen que salir en su justo momento y que no hay sitio para las improvisaciones.

El problema es que, como bien saben los del Circo del Sol, hasta en un espectáculo circense es necesario mantener un hilo narrativo. Se puede acumular toda la tecnología del mundo en un escenario pero la gente, empujada por esos genes que hace millones de años nos reunían junto al fuego para escuchar historias, le pide a lo que ve esa continuidad que da una historia.

A Madonna le falta que una de esas costureras que la deben ayudar con los trajes que se va poniendo le enhebre con un poco de hilo todos los números que presenta. Hasta los diamantes necesitan una base para lucirse. Ese hilo falta en el espectáculo de Madonna y lo que podía ser un collar se queda como un conjunto de escenas que uno recordará, de forma aislada, dentro de unos años, como el que se encuentra una cuenta perdida debajo de un sofá.

Pero ya se ha dicho que, en el fondo, este es un espectáculo de Madonna para Madonna en el que nosotros no contamos mucho. Es evidente que, en el tema tecnológico, ha demostrado lo que se puede hacer con esas pantallas que son las verdaderas protagonistas del espectáculo, pero podría haber ido mucho más lejos. Ya en el arranque , en el video que precede su aparición, aparece una pequeña esfera recorriendo diferentes escenarios, como si dijera :

-Lo que vais a ver, tenéis que tragarlo de golpe, como si fuera una píldora.

Y vista la reacción de la gente al final del concierto, ése es el mejor consejo para disfrutar de lo que presenta. Camino de casa, el taxista que nos recoge se pone a hablar de Madonna.

-Y lo más sorprendente es que tiene la edad de mi madre – nos dice.

Aunque no ha estado en el concierto, parece contento de que Madonna haya tocado hoy en Madrid.

-Todos los taxistas han debido de ir y venir al estadio porque por Madrid no se veía ninguno. He hecho varias carreras al aeropuerto y he cargado sin problemas. Un gran día – nos dice.

Nos mira por el espejo retrovisor.

-Aunque para conciertos , el de AC/DC. Eso sí que fue un concierto.

Y me doy cuenta de que lo de “Sticky and Sweet” también habría funcionado como título de la gira de los de Australia. Los extremos, que se tocan y todo eso.

lunes, 20 de julio de 2009

Gorra del Real Madrid : 12 euros

Dos horas antes de que empiece el último partido de esta temporada del Madrid en el Bernabéu, frente al Mallorca, decido que es una buena oportunidad para llevar a los enanos al campo por primera vez. Los dos me dicen que sí con un entusiasmo que, a estas alturas de la Liga y sin nada en juego, sólo deben compartir los madridistas que tengan menos de cinco años. El partido empieza a las nueve y les digo, mientras improviso una cena con lo primero que encuentro en la nevera, que sólo vamos a ver media hora, que si no se nos va a hacer tarde. Los dos me dicen que no les importa, como si ahora fueran madridistas de más de cincuenta años a los que incluso esa media hora les pareciera excesiva. Antes de terminar la cena, Daniel sigue animado pero Lucía, súbitamente, cambia de opinión y me dice que se queda.

Así que ahí estamos, Daniel y yo, en el vagón de la línea diez, como dos glóbulos (blancos, claro) que fueran directos al corazón del madridismo, al Bernabéu. Un corazón que en sus buenos momentos ha latido con la fuerza y la velocidad del de Indurain pero que ahora, admitámoslo, se parece al del jubilado jugador de petanca que desde veinte años no se quita el cigarrillo de la boca.

-Debe haber ido lejos la bola porque ni la veo.
-¡Ernesto, coño, que te la has tirado a los pies!

Nada más salir del metro, busco en un puesto algo que le sirva de recuerdo. Me hubiera gustado tener delante a Zidane regalándome dos camisetas firmadas para mis hijos, pero lo que me encuentro en la realidad es a una señora algo desmotivada que me dice el precio de las cosas tras dos segundos de silencio. En esos dos segundos la señora ha tomado en cuenta todas las variables para pedirme una cantidad por una gorra que piensa que voy a aceptar. Las variables no son muchas : La insistencia de Daniel, que se ha encaprichado con una bocina que no le voy a comprar, y mi paciencia.

-Doce euros.

Y doce euros es la cantidad en la que la insistencia de Daniel, que sube, se cruza con mi paciencia, que baja. El que quiera, que se imagine dos curvas en una gráfica cruzándose en un punto. El que no, que se imagine dos curvas en su punto cruzándose con uno.

Diez minutos antes de que empiece el partido, Daniel, en un puesto de chucherías frente a la puerta 42, me dice que tiene hambre. Sé que quiere una bolsa de nubes, pero mi mala conciencia por haberles preparado una cena con unos ingredientes que habrían hecho llorar en directo a Arguiñano, no me deja decirle que no.

Con una gorra en una mano y una bolsa de nubes en la otra, entro con Daniel en el Bernabéu un 23 de Mayo de 2009. Me veo entrando con mi abuelo y con mi padre en el estadio y me los imagino observándonos. Si éste ya es un plan discutible para los mortales, más dudoso debe ser para aquellos que puedan ver las verdades absolutas cara a cara.

-¿Y volver a conformarnos con las sombras de la caverna?
-No, caverna no, el Bernabéu.
-Pues lo mismo da.

El estadio está medio lleno. Venir al fútbol hoy es como pasar la mañana en la zona infantil del Parque de Atracciones sabiendo que las atracciones adultas están reservadas para los socios del Barça. Empieza el partido y me acuerdo de esos concursos de televisión en los que en verano invitan a los niños. Le diría a Daniel de quién son los dorsales si no fuera porque la gran mayoría no jugarán en el Madrid el año que viene.

-El 9 es de Di Stefano. El 11 es el de Gento. El 10 de Puskas.

Reconozco esas voces en mi cabeza, claro que las reconozco.

-No empecemos con las batallitas - les digo.

En el minuto veinte, Higuain mete el uno a cero. No nos sorprende que siete minutos más tarde empate el Mallorca. Es el momento de marcharse para no llegar tarde a casa. Daniel, sin mostrar demasiado interés por el juego (lo que no sé si es una buena señal) les ha cambiado un par de sus nubes por un puñado de pipas a las señoras que tenemos detrás. No se queja cuando le digo que tenemos que marcharnos.

Lo bueno de abandonar tan pronto el estadio es que la calle está vacía. Camino con Daniel de la mano por el centro. En ese momento me acuerdo de la magdalena de Proust y de otra forma de interpretarla : los hechos necesitan tiempo y las condiciones necesarias para crecer. Por eso el presente, por mucho que uno se esfuerce, suele estar crudo. La taza de té nos espera en el futuro.